
La frase pasó a la historia, pero no tal como fue dicha. Fue una deformación de la historia, una más, en un drama que duró tres días interminables, que puso en jaque a la democracia recuperada apenas tres años y cuatro meses antes, que echó sobre la sociedad la pesada sombra de una eventual nueva dictadura militar, o al menos engordó los fantasmas de la anterior, y selló la aparición en la agitada vida política argentina de un fenómeno nuevo, los carapintadas, que llevaría otros tres largos años, y muchas muertes, sepultar en el mar de sus delirios que llevarían al asesinato de sus propios camaradas de armas. También selló, de alguna manera, el destino del primer gobierno de aquella democracia todavía en pañales.
El 19 de abril de 1987, hace ya treinta y ocho años, el entonces presidente Raúl Alfonsín salió al magnético balcón de la Casa de Gobierno, ese púlpito político que ningún presidente puede o quiere evitar, para hablar ante una multitud que deliraba allí abajo, en el otro púlpito magnético: la Plaza de Mayo. Alfonsín volvía de Campo de Mayo, de una misión incierta y peligrosa: disuadir a un grupo de militares sublevados contra su gobierno, o contra la conducción del Ejército, o contra los resortes de la democracia, o contra los procesos que el Poder Judicial encaraba contra quienes habían cometido delitos de lesa humanidad durante la dictadura, o contra todos esos motivos juntos.
Alfonsín pronunció las palabras que se hicieron historia: “¡Felices Pascuas! ¡La casa está en orden!”, pero que no fueron dichas así, en ese orden. La frase, fuera de contexto, dejó siempre mal parado al entonces Presidente, como si una especie de ceguera política le hubiese hecho perder de vista la gravedad del drama que llegaba a su fin. Pero, aún fuera de contexto, había puesto fin a la sublevación militar de los malos augurios, contra la que también se había sublevado una multitud que desbordó la Plaza, y desbordó también los terrenos de Campo de Mayo, donde los amotinados aguardaban atrincherados y con las caras embetunadas, en un nuevo look guerrero inédito en los tradicionales alzamientos castrenses.
Todo había empezado en la mañana del miércoles 15 de abril, vísperas de Semana Santa, cuando el mayor Ernesto Barreiro decidió no presentarse ante la justicia que quería indagarlo porque estaba denunciado como uno de los jefes de torturadores del centro clandestino de detención La Perla, que durante la dictadura había funcionado en Córdoba y dentro del Cuerpo de Ejército III que comandaba el general Luciano Benjamín Menéndez. Barreiro fue condenado años después a cadena perpetua por cientos de asesinatos y torturas y por el robo de bebés.

Los vientos de sublevación militar sacudían ya el gobierno de Alfonsín. El año anterior a la rebeldía de Barreiro, una bomba había sido descubierta y desactivada en el trayecto que Alfonsín debía hacer en su recorrida por ese mismo Cuerpo de Ejército. En diciembre de ese 1986 el Congreso había sancionado la llamada Ley de Punto Final que establecía la prescripción de los delitos (desaparición de personas, torturas, homicidios) para todos quienes no fuesen llamados a declarar “antes de los sesenta días corridos” desde la promulgación de la ley. Los juicios contra los militares acusados de crímenes de lesa humanidad se aceleraron. Y la rebelión de los jóvenes capitanes y tenientes coroneles y coroneles, muchos de ellos veteranos de Malvinas, también se aceleró.
El 23 de marzo de 1987, Alfonsín denunció en un discurso en Las Perdices, Córdoba, una campaña desestabilizadora “de los nazis de siempre”. El gobierno no ignoraba que el embrión de la sublevación estaba a punto de estallar, alimentado por el llamado a indagatoria de oficiales que habían formado parte del terrorismo de Estado. La apertura de los procesos judiciales había sido determinada por el famoso “Punto treinta” de la sentencia que, en 1985, había juzgado y condenado a las tres primeras juntas militares de la dictadura. Aún con esos claros indicios de malestar militar, el miércoles 15 de abril Alfonsín, con un dejo de candor, preguntó si podía ir a pasar la Semana Santa a Chascomús, junto a su familia. Aunque todavía parece mentira, su ministro de Defensa, José María Jaunarena, le dijo que sí: tenía confirmado por la jefatura de Ejército, a cargo del general Héctor Ríos Ereñú, que Barreiro iba a presentarse ante el juez federal de Córdoba, Gustavo Becerra Ferrer.
No era verdad. El día anterior, martes 14, Barreiro le había dicho a su jefe, el coronel Luis Polo, a cargo del regimiento 14 de Infantería Aerotransportada de Córdoba, que no se iba a presentar ante la Justicia. A principios de ese mes, Polo le había aconsejado a Barreiro que viajara a Buenos Aires para reunirse con el coronel Aldo Rico, que planeaba una sublevación si seguían los juicios a sus camaradas. De manera que Polo cobijó de inmediato a Barreiro bajo el ala amplia de su poderoso regimiento. En el gobierno aplicaron el duro reglamento militar para solucionar el entredicho: Jaunarena dio de baja a Barreiro y ordenó al jefe del Cuerpo III, general Antonio Fichera, que pusiera las cosas en orden en el regimiento comandado por el levantisco coronel Polo, que también había sido declarado en rebeldía y dado de baja.
Pero Fichera no tenía intención alguna de obedecer al Gobierno porque él mismo se veía citado a declarar por la justicia en un futuro cercano: había estado a cargo de dos centros clandestinos de detención durante la dictadura. El plazo para que Barreiro se presentara ante el juez Becerra Ferrer vencía a las cuatro y media de la tarde de miércoles 15. Cuando ese plazo venció, el juez envió a la policía cordobesa para que detuviera a Barreiro: no pasaron de la pesada tranquera de entrada de la unidad militar. Por la noche de ese miércoles, un pequeño grupo de militares a punto de sublevarse, el teniente coronel Enrique Venturino, el capitán Gustavo Breide Obeid entre ellos, se adueñaron en Campo de Mayo de la sección de Inteligencia y convocaron a Aldo Rico a que “bajara ” a Buenos Aires: era jefe del Regimiento 18 de Infantería de San Javier, Misiones. Rico llegó a la capital en la mañana del jueves 16.

A las seis de la mañana de ese mismo jueves, en el Edificio Cóndor, el jefe de la Fuerza Aérea, brigadier Ernesto Crespo, y otros siete jefes militares analizaron qué era lo que pasaba en el Ejército. Concluyeron que no se trataba de un intento de golpe de Estado, sino de una rebeldía interna; alguien la calificó de una protesta “casi gremial: ni siquiera tomaron una radio”. ¿Qué era entonces? Lo mismo se preguntaba Alfonsín que, a esa hora, había regresado de Chascomús y puteaba en voz baja mientras se preguntaba “¿Por qué no me avisaron? ¡Cómo no lo supimos antes?”.
Desde el edificio “Cóndor”, sede de la Fuerza Aérea, Crespo se comunicó con el arzobispo de Córdoba y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, cardenal Raúl Francisco Primatesta. Le pidió que mediara en el conflicto desatado en el regimiento cordobés. Primatesta ya estaba sobre aviso: dos llamados directos desde el gobierno le habían pedido lo mismo. Uno le había llegado de parte del titular de la Secretaría de Inteligencia del Estado, Facundo Suárez. El otro había sido del ministro del Interior, Antonio Tróccoli.
A poco del mediodía del jueves 16, Primatesta entró con el auto del arzobispado al Regimiento 14 para entrevistarse con el coronel Polo y con Barreiro. En el libro “Línea de Fuego”, tal vez un tanto apologético, sus autores, Héctor Simeoni y Eduardo Allegri, sostienen que el cardenal le presentó a Barreiro dos opciones: o se entregaba, o elegía fugarse del cuartel hacia un país limítrofe. Las dos opciones, dijo Primatesta, provenían del Gobierno; además, le garantizaban al futuro prófugo todas las garantías para que no fuese detenido en su huida. A esas horas, el coronel Aldo Rico estaba a punto de tomar la Escuela de Infantería de Campo de Mayo, a la que habían llegado varios oficiales rebeldes. Las exigencias ahora alcanzaban a la jefatura del Ejército: los rebeldes pedían el retiro de Ríos Ereñú, que ya le había anticipado a Alfonsín que se iría del Ejército ni bien terminado el amotinamiento, y que fuese designado un general propuesto por los rebeldes. Los sublevados, que no habían tomado ninguna radio pero exigían dictar la política militar del gobierno, tampoco parecían comprender el repudio que la rebelión despertaba en la sociedad: si no aspiraban a dar un golpe de Estado, ¿Cómo era que los tomaban por golpistas?
Quienes sí se ocuparon de ir a las radios en esas horas fueron los dirigentes de la entonces Junta Coordinadora Nacional del radicalismo: Enrique Nosiglia, Jesús Rodríguez, Federico Storani, Marcelo Stubrin y Leopoldo Moreau. Denunciaron la rebelión y convocaron a una manifestación de apoyo al gobierno en Plaza de Mayo y en la Plaza de los Dos Congresos, bajo el lema “Democracia o dictadura”. Alfonsín había decidido hablar esa tarde ante la Asamblea Legislativa, convocada de urgencia. Mientras tanto, en Campo de Mayo, a las cuatro de la tarde, el entonces juez federal de San Isidro, Alberto Piotti, se presentó junto a uno de sus secretarios a intimar la rendición de los rebeldes. Fue la primera vez en la larga lista de golpes de estado y sublevaciones varias, que un juez exhortaba a los amotinados a entregarse. Los rebeldes recibieron las dos intimaciones judiciales de Piotti con cierto desdén e invitaron al juez a retirarse. Piotti y su secretario lo hicieron, sin poder evitar la dramática sensación de que podían ser baleados por la espalda.

En Córdoba, mientras, sucedieron dos cosas. El medio centenar de periodistas apostados frente a la tranquera del Regimiento 14 entendió que el núcleo informativo de la rebelión ya no estaba en Córdoba: había pasado a Campo de Mayo y a la Escuela de Infantería. Lo segundo que ocurrió fue que el coronel Polo, con un andar cansino y ensombrecido, había perdido su carrera militar, se llegó hasta la tranquera de su unidad para enfrentar a los periodistas. Casi no respondió a las preguntas que le llovieron y hasta parecía disfrutar del enjambre de micrófonos que lo rodeaban. Se originó entonces una especie de debate casi gramatical para desentrañar la etimología de palabras como huido, prófugo, escondido, fugado, rebelde, amotinado y otras tonterías por el estilo. Mientras esta escena de burlesque se desarrollaba, a unos ochenta metros de allí, por otra tranquera, salió del regimiento el auto del arzobispado con Primatesta en su interior. Por alguna extraña razón, los periodistas pensaron entonces que, junto con el cardenal, salía también el mayor Barreiro del regimiento.
La hostilidad hacia Polo se hizo un poco mayor. Le preguntaron si Barreiro seguía escondido o no en su regimiento, o se había fugado, cuándo y hacia dónde. Al mínimo indicio de tornar a definiciones etimológicas, uno de los periodistas le dijo a Polo: “Coronel, no hagamos de esto un drama semántico. ¿Dónde está el mayor Barreiro?”. Polo lo fulminó con la mirada, vio que el periodista había adelantado apenas la punta de su zapato por debajo de la tranquera de entrada y le dijo: “Saque los pies de mi regimiento”. Y el periodista: “Coronel, es un solo pie: no hagamos de esto un drama entre plural y singular. ¿Dónde está el mayor Barreiro?”.
Alfonsín habló ante la Asamblea Legislativa a las ocho de la noche, para decir que no negociaría con los insubordinados; no los llamó golpistas, aunque en la calle el fervor popular los juzgaba así; rechazó las presiones destinadas a cambiar la situación procesal de cualquier acusado y por la noche, oyó a Ríos Ereñú y a su edecán, el teniente coronel Julio Hang, explicarle quién era Aldo Rico, que a todo esto ya estaba al frente de lo que llamó “Operación Dignidad”, y que contaba con el apoyo de varios regimientos del interior: Tucumán, Córdoba, Corrientes, Neuquén y Santa Cruz. El “estado mayor” de Rico estaba integrado por los coroneles Arturo González Naya, Horacio Martínez Zuviría, el teniente coronel Venturino y los capitanes Breide Obeid y Pedro Mercado.
Millones de personas salieron a las calles en todas las ciudades del país para oponerse a la sublevación; la CGT con Saúl Ubaldini como secretario general y el PJ a cargo de Antonio Cafiero, dieron su apoyo al gobierno. La CGT declaró una huelga general y la televisión empezó a transmitir casi en cadena las dramáticas horas de aquella Semana Santa.
Nadie sabía qué podían hacer los sublevados. Alguno de los ministros de Alfonsín lo alertaron sobre un eventual e inminente empeoramiento de la crisis; le hablaron de la locura fanática de los rebeldes. En su libro, tal vez también un tanto apologético, “El planisferio invertido”, su autor, Pablo Gerchunoff revela: “Con la colaboración del brigadier general Ernesto Horacio Crespo, acondicionaron especialmente un avión Boeing 707 que tendría quince horas de autonomía de vuelo. Eran momentos de excitación y creatividad. Si se llegaba al extremo de que el presidente no pudiera gobernar desde la Casa Rosada, lo haría desde el aire. Alfonsín se enteró de la iniciativa cuando ya todo había terminado”.
Los rebeldes habían lanzado un “Comunicado número 1″, leído por Rico, que planteaba el apoyo a Barreiro, declaraba extinguidas las esperanzas puestas en que la conducción del arma pusiera fin “a las injusticias y humillaciones que pesan sobre las Fuerzas Armadas”, un “ataque” que juzgaban había generado “desconfianza, indisciplina, desprestigio y oprobio” y exigían: “(…) La solución política que corresponde a un hecho político como es la guerra contra la subversión”. Años después, sublevaciones después, los carapintadas plantearían otras exigencias ceñidas a un vehemente nacionalismo católico que encarnaba el nuevo líder del movimiento, el coronel Mohamed Alí Seineldín. Pero en la Semana Santa de 1987, la consigna que impulsaba la rebelión era una sola: que se acabaran los juicios contra los militares acusados de delitos de lesa humanidad.

Rico lo expresó con claridad en un reportaje telefónico con Radio Mitre en la mañana del viernes 17 y en el programa que conducía el animador Juan Carlos Mareco y frente al periodista Néstor Ibarra: “Nuestro único objetivo es conseguir una solución política, cualquiera que sea (…) Una solución para los cuadros intermedios a los problemas de la guerra contra la subversión”. Cuando Mareco e Ibarra le pidieron ideas, cómo sería posible alcanzar esa solución, Rico dijo: “Hay una cantidad… una serie de cosas que podrían dar solución. Hay indulto, hay amnistía, estamos pidiendo una solución (…) Por ejemplo, una ley de pacificación. Nosotros vamos a aceptar cualquiera, pero que haya una solución (…) Nosotros queremos que esto se termine. Creo que hemos pagado suficiente, señor”.
El gobierno pensaba en otra solución, al menos para la rebelión que le había caído encima. Había ordenado al jefe del Cuerpo de Ejército II, general Ernesto Alais, a que marchara a Campo de Mayo con una columna de tanques para poner fin a la rebelión. No fue una buena idea. Alais marchó con sus blindados a paso de ballet; nunca nadie tardó tanto para andar tan poco. Las tropas nunca llegaron a Campo de Mayo; además, al general se le plantaron en Zárate los oficiales de rango intermedio, que se suponía eran parte de las tropas leales, y le hicieron saber que no iban a reprimir a sus camaradas rebeldes.
En la mañana del sábado 18 se hicieron más fuertes los intentos de mediación para poner fin a la sublevación. Alfonsín había habilitado en la Casa de Gobierno algunas oficinas para albergar a políticos de todos los partidos, dirigentes sindicales y hasta empresarios que acercaban ideas o compartían el desconcierto. Entre las figuras del peronismo destacaron en esos días el titular del PJ, Antonio Cafiero y el jefe de la bancada de diputados, José Luis Manzano. La Plaza de Mayo seguía colmada por manifestantes convocados ese sábado por las Juventudes Políticas y, desde el día anterior, miles de manifestantes se habían dirigido a Campo de Mayo para protestar donde fuese posible hacerlo, ya que los accesos a la Escuela de Infantería estaban cerrados. La idea de un enfrentamiento entre manifestantes y militares preocupaba al gobierno tanto como la sublevación. Por la noche, el ministro Jaunarena habló largas y tensas dos horas con Rico en Campo de Mayo. Recibió cinco demandas: 1) El pase a retiro de Ríos Ereñú, 2) una ley de amnistía, 3) el fin de la campaña contra las Fuerzas Armadas por parte de los medios de comunicación 4) aumento del presupuesto militar y, 5) que no fueran sancionados los carapintadas amotinados.
Jaunarena le contestó a Rico que Ríos Ereñú ya había pedido el retiro el jueves; que el presidente había anunciado un pronto envío al Congreso de otra ley, ahora de Obediencia Debida, destinada a poner fin a los juicios. Tal vez el ministro haya intentado explicarle a Rico que el gobierno nada podía hacer con lo que informaban, analizaban, opinaban y reflejaban los medios de comunicación. Como cierre de la nerviosa charla, Rico dijo que entregaría la Escuela de Infantería al día siguiente, Domingo de Pascua.
La noche del sábado al domingo no durmió nadie. Después de la medianoche, la Policía Federal informó al gobierno que varios camiones militares habían salido de Campo de Mayo con destino desconocido. Al parecer, no habían podido seguirlos. A las tres de la mañana, las fuerzas militares encargadas de defender la Casa de Gobierno tomaron posiciones de combate frente a una Plaza abarrotada de gente. Casi a la misma hora, Rico llegó en helicóptero al comando del Ejército, el edificio Libertador, a dos cuadras de la Rosada, para hablar con el general Ríos Ereñú. Lo acompañaba el capitán Breide Obeid, los dos bajaron armados con ametralladoras. El diálogo permaneció en secreto. Las versiones sólo citan una infidencia que hizo Rico, la de haberle señalado a Ríos Ereñú una bandera que ondeaba en la Plaza con la leyenda “Montoneros”. “Mi general –dice la versión que dijo Rico– ese es nuestro enemigo”.

Rico volvió a Campo de Mayo y, en las primeras horas de la mañana, hasta allí llegó también el ministro Jaunarena para encontrar un ambiente tenso, frío, áspero, muy distinto al del día anterior, cuando el jefe sublevado había prometido “entregar” la Escuela de Infantería a las tropas leales. Entre las figuras que habían desfilado frente a los rebeldes, había pasado el entonces intendente de San Isidro, Melchor Posse, que había arriesgado que el gobierno podía dictar una ley de amnistía. Si algo tenía claro Alfonsín, era que no iba a enviar al Congreso un proyecto de ley semejante. El presidente también tenía claro algo más: había que evitar un baño de sangre. “Línea de fuego” cita un diálogo entre Rico y Jaunarena en aquella tensa mañana pascual. Rico, con furia apenas contenida, dijo: “Aquí, el intendente de San Isidro no tuvo problemas en prometernos una ley de amnistía. Y él es tan radical como usted”. Jaunarena se encabritó: “Sí, pero usted mismo acaba de decir que él es el intendente de San Isidro. Yo soy el ministro de Defensa, no sé si capta la diferencia”.
El diálogo entre ambos subió de tono y de intenciones. El ministro temió por su seguridad física. Rico ladró: “Ustedes nos estuvieron mintiendo…”, y, por fin, dijo: “Nosotros presentaremos la Escuela de Infantería al Presidente…”. Ese fue el informe que le dio Jaunarena al presidente al regresar a la Rosada, con un agregado: “Hoy vi la muerte de cerca, Raúl… Están todos locos…”. Alfonsín entonces, tomó la decisión de ir a Campo de Mayo a hablar con los rebeldes y a recibir la Escuela de Infantería, según había prometido Rico. Era un viaje riesgoso para el Presidente. También era una riesgosa apuesta estratégica de los rebeldes: si el Presidente iba a Campo de Mayo, la cadena de mandos del Ejército quedaba quebrada y desautorizada, las rígidas jerarquías militares habían cedido, era el fracaso del “viejo generalato contaminado”, según el decir de los carapintadas.
Gran parte de la multitud que llenaba la Plaza decidió ir a pie a Campo de Mayo como una forma de hacer más evidente el repudio a la sublevación y el apoyo a la democracia recién estrenada, cuyo destino quedó tal vez torcido e incierto tras la intentona rebelde. La zona militar de Campo de Mayo ya estaba colmada por quienes habían elegido manifestar allí su apoyo al gobierno, antes que viajar al centro de Buenos Aires. Un yerro, un gesto, una palabra mal entendida, un petardo podía desatar una tragedia. Hasta allí viajó la directiva de la Coordinadora radical para convencer, o para intentar convencer, a los manifestantes de que se retiraran al menos mientras durara la negociación presidencial.
A las dos y media de la tarde, en la Casa Rosada, Alfonsín volvió a salir al balcón para anunciar que iba a Campo de Mayo “a intimar la rendición de los sediciosos”. Y lanzó un ruego: “Yo les pido a todos que me esperen acá y, si Dios quiere y nos acompaña a todos los argentinos, dentro de un rato vendré con las soluciones”. Dios no estaba para esas cosas, nada menos que el día que la cristiandad celebraba Su resurrección.
Antes de iniciar temerario viaje a Campo de Mayo, Alfonsín se detuvo unos minutos para rezar en la capilla de la Rosada. Después, en auto y con su custodia personal a cargo del coronel Yago de Gracia, llegó al helipuerto de la Fuerza Aérea vecino a la capilla Stella Maris, en Retiro, donde lo esperaba el brigadier Crespo, al comando de un helicóptero Bell 212. Desde el aire, junto a sus edecanes, entre ellos el teniente coronel Hang, junto al jefe de la Casa Militar, brigadier Héctor Panzardi y al fotógrafo de Gobierno, Víctor Bugge, vio a decenas de miles de personas que llenaban las calles de San Martín, San Miguel, Hurlingham y Tres de Febrero.
En tierra lo esperaba el general Augusto Vidal, director del Instituto de Perfeccionamiento del Ejército, cuya autoridad habían pisoteado los rebeldes. Vidal le advirtió al Presidente: “No vaya a la Escuela de Infantería: Los ánimos siguen calientes”. Alfonsín pidió a Hang y a Vidal que fueran a buscar a Rico y él se instaló en el despacho del general Naldo Dasso en la Dirección de Institutos Militares. Veinte minutos más tarde llegó rico, junto a Venturino, Breide Obeid y Martínez Zuviría.
“Permiso, señor presidente”, dijo Rico. Dice Gerchunoff en “El planisferio invertido” que Alfonsín supo de inmediato que no habría golpe de Estado y que Rico “envuelto en sus propias contradicciones internas y en sus propias fragilidades que curiosamente se han ignorado, era su subordinado y se reconocía como tal con un estilo disimulado por la soberbia”. El brigadier Panzardi, ajeno acaso a las interpretaciones anímicas y psicológicas, le ordenó a Rico que se desarmara y Rico se desprendió del correaje, de su pistola y del cuchillo de combate que dejó sobre un escritorio.
Las versiones sobre el diálogo entre el presidente y el jefe rebelde varían, no mucho, según quien las cuente. Como en todo gran hecho de la historia argentina si algo abunda es la imprecisión en los relatos. Simeoni y Allegri dicen en “Línea de Fuego” que Alfonsín inició la charla así: “Rico, antes que nada, le voy a aclarar que no pienso aceptar, ni siquiera discutir, ningún tipo de imposiciones ni de usted, ni de su gente”. Y que Rico contestó: “Mi comandante, yo no estoy aquí para plantear imposiciones, sino para servir a la Patria. Nuestro único objetivo es que usted escuche nuestros problemas”.
Antes de profundizar el diálogo, Alfonsín creyó necesario recordarle a Rico: “De más está decirle que exijo una rendición incondicional”. Rico se levantó entonces como para dejar la charla y Alfonsín le dijo “Siéntese”. La versión oficial mencionó una “orden tajante”; la versión carapintada habló en cambio de una expresión tranquilizadora que invitaba al diálogo. Rico planteó las condiciones sabidas: solución política a los juicios, renuncia de Ríos Ereñú, ausencia de castigo a los carapintadas sublevados. La historia oficial dice que Alfonsín explicó que estaba en marcha un proyecto de ley de Obediencia Debida, que Ríos Ereñú había pedido el retiro y que no habría sanciones para los rebeldes: “Usted sabe, Rico, cuáles son las consecuencias de todo esto”. Y agrega que el Presidente cerró el diálogo de quince minutos con un “¿Estamos de acuerdo?”. Rico se levantó de su silla, se cuadró hizo el saludo militar y se retiró. La versión carapintada dice que Rico exigió un documento donde figurara el acuerdo, firmado por el Presidente, el ministro de Defensa, dos dirigentes políticos y dos dirigentes gremiales.
Cuando el presidente estuvo listo para dejar el despacho del general Dasso y regresar al helicóptero, el capitán Breide Obeid pidió verlo. Alfonsín aceptó y escuchó entonces una especie de argumentado lamento que expresaba tal vez a la oficialidad joven que había combatido en Malvinas. Breide Obeid habló de la “guerra contra la subversión” y la calificó como “una guerra para lo que no estábamos preparados”. Dijo que habían sido llevados a la guerra de Malvinas en pésimas condiciones y sin planeamiento adecuado y que luego de la derrota habían sido “tratados como delincuentes”. Alfonsín se conmovió y eso hizo que minutos más tarde hablara en la Plaza de Mayo de algunos sublevados como “héroes de Malvinas”, lo que provocó una tremenda silbatina.

Así volvió Alfonsín desde Campo de Mayo a la Casa de Gobierno aquel largo domingo de Pascua. Y así fue cómo nació la frase: “Felices Pascuas, la casa está en orden”, que nunca fue dicha así, tal como pasó a la historia. De nuevo en el magnético balcón de la Rosada, junto al vicepresidente Víctor Martínez y al titular del PJ, Antonio Cafiero, entre otros, y ya casi al atardecer, Alfonsín, interrumpido por estruendosas ovaciones en cada punto y aparte de su arenga, excepto cuando habló de “héroes de Malvinas”, dijo: “Compatriotas, ¡Felices Pascuas! Los hombres amotinados han depuesto su actitud. Como corresponde, serán detenidos y sometidos a la Justicia. Se trata de un conjunto de hombres, algunos de ellos héroes de la guerra de las Malvinas, que tomaron esta posición equivocada, y que han reiterado que su intención no era la de provocar un golpe de Estado. Pero, de todas formas, han llevado al país a esta conmoción, a esta tensión, y han provocado estas circunstancias que todos hemos vivido, de la que ha sido protagonista fundamental el pueblo argentino en su conjunto. (…) Hoy podemos todos dar gracias a Dios: la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina”.
Lo primero no era verdad: la casa no estaba en orden. Lo segundo, sí era verdad: no había habido sangre en la Argentina.
Por un pelo, pero no hubo.
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