
A La Cautiva le arrancaron la nariz. Le pintaron los pechos. Al perro de sus niños le arrancaron la oreja. Tiene partes del cuerpo agrietadas. Lastimadas. Mas esa madre, la mirada un cuchillo, clava los ojos en quien piense siquiera en meterse con ellos.
Agachado junto a esa mujer indígena, arrasada por ser india, por ser mujer —en la retórica y en lo concreto, en el mundo de las ideas y en el material—, pertrechado con un bisturí, una pequeña brocha, lentes con aumento y un cepillo de dientes, está Julio Romero. Tiene pantalón y buzo gris azulado con puños, delantal con algunas roturas y manchas propias de la labor, pañuelo rolinga violeta y negro, gorra, guantes de látex, voz suave, 47 años, paciencia milenaria y amor por el arte.
—Vengo de la Escuela de Bellas Artes. Siempre quise ser escultor —también soy docente en una escuela de joyería, profesor de dibujo y me estoy formando en el área de fotografía y papel—. Y este lugar lo conocía desde que estudiaba. Acá existía un programa que se llamaba Premoa, que recibía estudiantes que venían a hacer pasantías. Yo entré en el último Premoa y desde ese momento me quedé. Estamos hablando de 2004, 2005, 2006. Después hubo un receso, en ese tiempo trabajé en talleres de artistas, me fui formando con ellos, y me volvieron a contratar en 2013. Yo me había ido de viaje y un día, como verás, La Cautiva.
—La Cautiva.
—Es un grupo escultórico importante hecho por Correa Morales, segundo escultor argentino. Primero, es un honor estar con Correa Morales. Siempre lo amé. Y segundo, paciencia. Es un trabajo de mucha paciencia. Fijate que, mucho más allá de roturas por el tiempo, tenés vandalismo. Ahora me encuentro sacando viejas intervenciones, limpiando la obra por oxidaciones, hongos. Todos los días parece que estás en el mismo lugar y no, no estás en el mismo lugar. Es así: paciencia. Es un trabajo que va a llevar seis meses.
Mientras conversamos el sonido ambiente es el de los martillos neumáticos. Los lentes con aumento de Julio, el grabador, todo se cubre de polvo: el MOA mismo está en plena obra de refacción y conservación. Se proyecta la remodelación de los talleres, del equipamiento, un nuevo sector de archivo que ahora funciona en otro edificio, una sala de convenciones, baños y vestuarios nuevos. Un espacio que mejore las condiciones de trabajo y brinde más comodidades. Se espera que esté listo para octubre.

En el corazón del Parque Tres de Febrero, conocido popularmente como los Bosques de Palermo, junto al Jardín Japonés, pasando un café que invita a quedarse y siguiendo un camino empedrado como se sigue al conejo blanco, se llega al predio de Monumentos y Obras de Arte (MOA). Llamado también hospital de estatuas, el sitio consiste en dos grandes galpones donde funcionan los talleres de restauración de las estatuas y monumentos que se emplazan en el espacio público de la Ciudad de Buenos Aires.
En el exterior, el paso del tiempo, el vandalismo, las decisiones oficiales sobre qué próceres, figuras u obras se ponen y se sacan y las necesidades de conservación logran una reunión imposible: Colón; Fernando de Magallanes; Gardel; Evita; Perón; Sarmiento; una pareja de enamorados; un esclavo flaco, negro y engrilletado —hecho por Francisco Cafferata, el primer escultor argentino, contará Julio— y más personajes encomiables de todos los tiempos esperan —pacientes, quietos— su turno de ser reparados o de que se les asigne un nuevo destino.
A un costado Juana de Arco. Más allá: una representación colosal del Gaucho Rivero creada por Julio César Vergottini en 1982 con la idea de colocarla en Malvinas, lo que la guerra volvió imposible. Luego quiso colocarla en Río Grande, Tierra del Fuego, como el punto más cercano a las Islas. Pero tampoco se logró. En el año 83 y hasta el 2000 estuvo en la Plaza Naciones Unidas, junto a la Facultad de Derecho, hasta que fue donada la Floralis por su autor, el arquitecto argentino Eduardo Catalano, y ocupó su lugar. Desde entonces el gaucho espera expectante en el MOA su próxima batalla.
Esa parte del predio es conocida como el patio de las esculturas y está abierta a todos aquellos que deseen pasar a ver a los que permanecen en esta suerte de purgatorio pétreo a cielo abierto que se vuelve museo.
—El MOA se creó en el año 1952 como un apéndice de lo que era la Dirección de Paseos y se encargó de la conservación de la estatuaria emplazada en los espacios públicos de la ciudad. Todos los monumentos, estatuas, bustos, placas, mástiles y elementos decorativos que estaban en los espacios públicos dependían de alguna manera de lo que era el MOA y aún siguen dependiendo. Es decir, seguimos trabajando en lo que es la conservación de la estatutaria pública. Algunas obras se restauran en el lugar y otras se traen al taller, siempre y cuando las condiciones y las dimensiones de la obra lo permitan y el trabajo que se tenga que hacer amerite el traslado —explica Jorge Grimaz, subgerente operativo del espacio.
En algunas oportunidades también se encargan de la creación de obras nuevas para emplazar en el espacio público de la ciudad porteña. En estos casos, como en el taller no se esculpe en mármol, se fabrican en cemento, resina o pueden hacerse los moldes “que luego se mandan a una fundición privada como para hacer una reproducción en bronce”, cuenta Grimaz. Cuando plantean un nuevo proyecto primero hacen el molde a mano, en plastilina, a partir de imágenes, y luego la reproducción en el material.
Salieron íntegros de los talleres del MOA una reposición de La flor de Irupé (“le pedimos el original al Museo Perlotti, se hizo el molde y se colocó la réplica en el Parque Centenario”), piezas para restaurar obras, y bustos como el de Gabriela Mistral (“que también era reposición, pero al no tener el molde original se hizo desde cero acá”). El busto del barón Pierre de Coubertin, fundador de los Juegos Olímpicos modernos —que fue robado el original y su réplica— y se alza en una plazoleta frente a la Embajada de Francia, y el de Carlos López Buchardo, compositor y pianista de cámara argentino, en Plaza Lavalle, también se hicieron completos allí.

Ahora los dos talleres —dos galpones enormes— están compactados en uno, atiborrado de materiales y herramientas: el otro está en obra. Dentro se apiñan bolsas de cal, cemento, arena, marmolina, yeso, sillas y mesas de trabajo, reglas T, sierras, máquinas agujereadoras de bancos, soldadoras, estructuras metálicas, cascos de construcción, carretillas hormigoneras, tachos de pintura, un ejército de palas, un farol de plaza. Los insumos de trabajo conviven —se enciman— con los de la obra de refacción de todo el espacio.
—Estamos medio desacomodados porque uno de los talleres está en obra y tuvimos que mudar todo lo que es depósito —explica Grimaz—. Estamos amuchados y tenemos parte del plantel en el Jardín Botánico, también haciendo tareas de restauración. Y en el Ecoparque.
La otra parte del plantel está allí. Dentro del taller trabajan Martín Santos, que restaura La Flora, reproducción en cemento de una escultura de mármol de 1709 que se encuentra en el Louvre (París) —creada por el artista francés Renato Frémin—; y Gastón Souto, que trabaja en un molde nuevo —de caucho, para utilizar en futuras reproducciones— de un busto pequeño, como para decorar un escritorio en un despacho importante, de Eva Perón. Para hacerlo mira en una tablet numerosas fotos de época de Evita e intenta recrear su expresión, los detalles de su peinado recogido más emblemático. Usa plastilina y plasticera, “un material un poco más duro que la plastilina”, explica. Lo derrite en una olla pequeña y con eso modela.
Santos y Souto estudiaron juntos. Ahora hablan de las técnicas clásicas de modelado, del escultor francés Antoine Bourdelle —considerado uno de los precursores de la escultura monumental del siglo XX—, de Auguste Rodin —considerado el padre de la escultura moderna—, de arte. Y las mejores esculturas del mundo.

Las esculturas necesitan ser restauradas por la degradación natural que provoca el paso del tiempo, por estar a la intemperie expuestas al ritmo y a las sustancias que flotan en la ciudad; porque son víctimas de vandalización.
—Por lo general tiene ambas cosas. Pero el hecho del paso natural del tiempo o la vejez de la obra no tiene nada que ver con la vandalización. Ahí es mucho peor el daño que le hacen a la obra y el trabajo que hay que hacerle a posteriori —explica Grimaz.
A veces la vandalización es porque sí. Otras, es misógina. Ideológica. Política. Como con La Cautiva.
—La Cautiva estaba en Plaza Brasil, entre la Facultad de Derecho y el centro de convenciones que está como soterrado a nivel de la entrada del subte. Ella estaba emplazada ahí. Y era enorme el grado de vandalización que tenía. La nariz, la oreja del perro, los pies. Aparte de que es constantemente grafiteada. Ahora se le sacaron pero, si te fijás, tiene todavía algunas marcas de pintura que quedaron y que se van a limpiar. Los grafitis se focalizaban en los pechos. En este caso evidentemente es vandalizada no por el significado sino tal vez porque es la mujer desnuda —arriesga Grimaz.
“Estaba cierto día con mis hijos, y una india vieja que los miraba largamente con los ojos humedecidos dejó escapar esta frase: ‘Yo también tenía chico, chico lindo; no sé vivo, no sé muerto, no sé dónde…‘. Contó el escultor argentino Lucio Correa Morales sobre la imagen que inspiró su obra La Cautiva, una de las más importantes del patrimonio de arte público de la Ciudad.
Realizada en mármol, en 1905, en la obra una mujer tehuelche sostiene con su brazo derecho a uno de sus hijos, que se apoya en su pecho, mientras otro se asoma, recostado en el piso, por debajo del manto que los cubre. También el perro de los niños levanta la cabeza sobre la tela mientras el pequeño sobre su madre estira un brazo para tomarle la oreja.
La Cautiva de Correa Morales retoma el poema homónimo, fundacional de la literatura argentina, escrito por Esteban Echeverría en 1837, en el cual una mujer blanca, María —símbolo de la civilización—, es raptada por los indios —símbolo de la barbarie—, y presenta su contracara. El escultor voltea el texto con su obra: critica la matanza de las poblaciones indígenas en la Campaña del Desierto emprendida por Julio Argentino Roca entre 1878 y 1885 como parte del proyecto civilizatorio de Argentina. En su escultura la cautiva es la mujer indígena. Son sus niños. Sus saberes. Su pueblo. Su cultura.
“La he representado sentada en un resto de pared de adobe, mirando a lo lejos el toldo que no volverá a ver jamás. Sus pequeños se esconden como pájaros asustados y el perro queda para seguir la larga fila de cautivos, como vivo recuerdo del lejano amor que se apagó con su sangre en defensa de la tribu”, dijo el autor.

Antes de que La Cautiva llegara al MOA, Julio Romero, que sabía que iba a venir, pidió que se la asignaran. Quería ser él quien restaurara la obra del escultor que admiraba desde estudiante. Lleva dos meses limpiándola, quitándole los grafitis, pensando qué es lo mejor para ella.
—Ya se limpió, ya se lavó. Acá tenemos un pequeño grafismo que quedó de algún momento, que hay que limpiar. En este caso se hicieron dos limpiezas con cloruro de benzalconio, un químico que es un detergente, a grosso modo, pero no es un detergente. Mata hongos, se lo deja un tiempito y después se cepilla todo. Ese es el procedimiento más común. Y no tan común porque hay otros productos. Acá tenemos ese y funciona. Se lo limpia, no se lo deja blanco. El mármol originalmente, cuando se terminó la obra, era blanco inmaculado, pero ahí está el tiempo que avanza sobre el material. Nada es para siempre. Es tratar de que perdure lo máximo posible. Y, como te digo, el segundo escultor del país, Correa Morales, es algo que por lo menos como argentino tenés que seguir viendo. Todo bien con Miguel Ángel, todo bien con todos ellos, pero, che, acá está esta gente.
—¿Y eso es lo primero que se le hace a una pieza que se va a restaurar?
—Sí. Primero una limpieza con agua normal y después con el cloruro. Luego ver lo que esté suelto, lo que haya que sacar. Una vez que termine esto, otra vez lo voy a limpiar. Lo voy a lavar y recién ahí voy a ver los faltantes. Y empiezo a hacer las reproducciones, que es donde tengo que ir a la Cárcova, que es el museo de calcos, donde se encuentra el modelo más pequeño de este para ver cómo son los rasgos de la mujer, los rasgos que tiene el perro y ver algún que otro detalle. La nariz se va a volver a hacer. La oreja [del perro] se va a volver a hacer. Ya estos tipos de faltantes no sé —muestra fragmentos de mármol desgarrado, descascarado del cuerpo de La Cautiva—. Son muy pequeños, no hay necesidad. Su cara es importante y el perro es importante. Este gesto es importante —dice y señala la mano del niño que se estira para tomar la oreja del perro—. La madre protegiendo. Pero este gesto del chico con el perro, esta comunicación que hay acá, es única.
Julio explica que él es de los que defienden la idea de que a este tipo de obras centenarias hay que intervenirlas lo menos posible. Trabaja con un bisturí para sacar las suciedades y vandalizaciones de modo quirúrgico evitando lastimar la pieza.
—Antes tuve un pequeño cincel para sacar lo grosero. Nunca atacás el mármol, cuando estás acercándote ya vas con bisturí y es más preciso. Y acá lo que se hizo es sacar viejos anclajes que eran de hierro porque, si te fijás, empezaban a generar oxidaciones —dice y señala las areolas ocres que dejaron los amarres de metal con el paso del tiempo en la piedra clara—. Esto estaba todo cubierto pero yo decidí sacarlo porque había que ver qué pasaba adentro. Y había oxidaciones y había que limpiar todo eso.
—¿Y se las vuelven a poner?
—Se le va a poner varilla de fibra de vidrio, que es lo que se usa hoy. También hay ciertos lugares donde ya no se vuelven a poner los apliques o los faltantes. Si se rompió, se rompió. No se vuelve a intervenir más. Depende de la escultura y depende del país, pero hoy se trata de no intervenir tanto. Si se rompió, pongamos en este caso, la oreja, se verá cómo se puede volver a poner en la posición, pero no se lo pega, no se lo adhiere con nada. Si no me equivoco en Italia [si una pieza se desprende] ya directamente le ponen como un soporte, no está adherido, no tiene un perno de anclaje, no tiene nada, solo está colocado en el lugar. Se hace así para no dañar más la pieza, porque vos fijate que acá tenés que hacer un agujero con una agujereadora, tenés que seguir rompiendo para volver a colocar un anclaje, que va a ser más amable con la pieza, no va a ser un hierro, va a ser una fibra de vidrio, no oxida, no pasa nada. Pero hiciste un agujero.
Armado con bisturí y cepillo de dientes, Julio pasa sus días, sus meses, agachado, en torsiones extrañísimas, procurando devolverle a La Cautiva un estado de pulcritud con un trabajo casi arqueológico. Milimétrico. Dice que su labor tiene mucho de eso, que estuvo hace poco en el Museo de Ciencias Naturales y vio que ante un hueso o ante una escultura se hacía el mismo procedimiento: “Ir muy de a poco hasta llegar a la pieza original”. Cuenta que aunque su horario de trabajo es de siete a dos es imposible y riesgoso para la obra no hacer pausas para descansar “porque es agotador”.
—La postura es agotadora, porque estás así, doblado, fijate que estoy muy agachado… Tengo un lente con aumento y también te cansa la vista. Es estar muy atento. Hay momentos en que es preferible, cuando empezás a hacer un poco más de fuerza con el bisturí, frenar y despejar. El conservador precisa eso. No hay ningún conservador, sea de papel, fotografía, de pintura de caballete, que esté ocho horas sin parar. Tenés el descanso y cuando te sentís cómodo y decís: “Bueno, relajé”, te acercás otra vez a la pieza.
Julio toma registros diarios para dimensionar cómo evoluciona la obra. A veces está en su casa y se pone a ver el antes y el después, a pensar en cómo continuar. Reconoce que es un trabajo lento y es algo de lo que disfruta, asume que tiene “un par de tocs” en su vida, lo que no significa “que un día no digas: ‘No quiero estar más acá’”, que a veces le pasa pero al día siguiente vuelve —literalmente— las manos a la obra y se da ánimos pensando que falta menos para terminar.
—Es un oficio muy artesanal y muy de vieja escuela y eso es lo que me enamora.

¿Cómo de un bloque tosco de piedra fría como el mármol nace una obra que desnarizada, con un siglo encima, arrollada por las inclemencias del tiempo y de los dañinos logra conmover con solo mirarla a los ojos?
—[Las obras que se emplazan en el espacio público] están pensadas para que la gente las aprecie y se involucre con lo que está viendo —dice Julio—. Sea que te llegue o no el mensaje. Todas las obras de mármol que vas a ver en la calle tienen cien años, todas. Y está bien que tenga rastros de agua, está bien que esté poroso. Está bien porque es piedra y es el paso del tiempo. [A La Cautiva] incluso así como está la entendés. No precisás mucho. Sin saber que Correa Morales se basó en un poema vos ves acá a una madre, leona, con sus hijos.
Quizás si La Cautiva hablara diría que salió de las manos de Correa Morales, el segundo escultor argentino. Que la vandalizaron en su nariz, en sus pies, es sus pechos, por ser mujer, por ser indígena. Que desnarizada y todo no va a permitir que nadie toque a sus críos.
Quizás si La Cautiva hablara. ¿Alguien la escucharía?
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