
En 1903 un grupo de científicos construyó, en la Antártida, un refugio de un solo ambiente, con paredes de piedra revestidas en lona, usando tablones de madera para el piso y con un techo también de lona, cubierta con brea. Se la llamó Omond House, en honor a Robert Omond, director del Observatorio de Edimburgo y patrocinador de la empresa. A pesar de que en esta historia se mezclan muchos extranjeros, también es una epopeya argentina.
Uno de los primeros en llegar a este grupo de islas que se ubican por debajo de los 60° de latitud sur, a 1.540 kilómetros al sudeste de Ushuaia y a 3.000 de la ciudad de Buenos Aires, fueron el norteamericano Nathaniel Palmer y el británico George Powell, que lo hicieron en diciembre de 1821. Como era el año de la subida al trono del rey Jorge IV, la bautizaron Isla Coronación. Los primeros relevamientos obtenidos fueron de suma utilidad para Richard Laurie, un cartógrafo del almirantazgo inglés, cuando al año siguiente confeccionó la primera carta.

Al tiempo, el marino escocés Michael Mac Leod, que visitó sus costas, las bautizó “South Orkney”.
Por muchos años la Antártida -que su sola mención disparaba cientos de interrogantes sobre cómo sería la vida allí y desafiaba la curiosidad de científicos e investigadores- motivó la necesidad de estudiarla. Fueron varias las expediciones del Viejo Mundo que pusieron proa al continente blanco. Las más conocidas fueron la de Robert Scott y la de Otto Nordenskjöld, llevadas adelante entre 1901 y 1904.
Hubo otra que afectó directamente a nuestro país. Fue la que partió de Edimburgo el 2 de noviembre de 1902, al mando del doctor Willliam Speirs Bruce, de la National Scottish Expedition. En enero del año siguiente, previo reabastecimiento en las islas Malvinas, el 23 de marzo de 1903 ancló en una bahía a la que bautizaron Scotia, que era el nombre del barco.

El 1° de abril levantaron un refugio de piedra para invernar cuando el Scotia quedó aprisionado por los hielos. Allí instalaron una estación meteorológica y un observatorio magnético. Quedó bajó la dirección de Robert Cockburn Mossman, un reconocido meteorólogo británico y explorador polar.
En la primavera, el Scotia puso proa a Buenos Aires. Bruce llevaba una propuesta por demás interesante: ofrecerle en venta al gobierno argentino el observatorio junto el instrumental y los aparatos y que se hiciese cargo de las instalaciones.
El presidente Julio A. Roca, asesorado por personalidades de la talla de Francisco P. Moreno, estampó su firma en el decreto 3073 del 2 de enero de 1904 que autorizaba al jefe de la oficina meteorológica argentina recibir las instalaciones de mano de Bruce.

El decreto estipulaba que el personal para enviar debería pertenecer al Ministerio de Agricultura, de quien dependía por entonces la meteorología. La primera comisión que viajó estuvo integrada por el alemán Edgar Szmula, de la Oficina Meteorológica; el uruguayo Luciano Valette, ayudante de la Sección Zoología y Hugo Alberto Acuña, de 18 años de la División Ganadería. Era el único argentino de la expedición. El día antes de la partida fue nombrado agente postal, a cargo de la Estafeta “Orcadas del Sur”, transformándose en el primero del continente blanco. Llevaba en su equipaje estampillas y matasellos, según una idea del Perito Moreno, quien fue el que le ofreció ir a la Antártida.
Completaba el grupo William Smith, el cocinero del Scotia, quien se anotó como voluntario. Fueron el primer grupo en vivir en forma permanente en la Antártida.
Tendrían que permanecer durante un año en una tierra muy fría, húmeda y ventosa, donde nieva 254 de los 365 días del año. Deberían esperar el relevo para el verano siguiente, cuando el Mar de Weddell es accesible para navegarlo.
El 21 de enero de 1904 por la noche el Scotia, al mando del capitán Thomas Robertson, un viejo ballenero conocedor de las aguas del sur, levó anclas en el puerto de Buenos Aires y puso proa a las Orcadas.
El único ambiente del refugio en ese lejano archipiélago funcionaba como laboratorio, comedor, cocina y dormitorio. Levantada a unos treinta metros del mar, tenía dos ventanas pequeñas, unos estantes para biblioteca, una cómoda, mesa, cuatro bancos y cinco coys, esas telas estiradas con sogas que se usaban en los barcos para dormir. Incluía un depósito de carbón y otro para provisiones, hecho con cajones de madera y con un viejo bote ballenero, que la colocaron como techo.

Desde el 22 de febrero, el día que partió al Scotia, los cinco hombres quedaron en la soledad total. Acuña pasaría a la historia: en la despedida del buque, le tocó izar la bandera argentina luego de arriar la británica. Lo hizo vestido con el traje de paseo que se había comprado recientemente.
Esa noche hubo brindis en honor de Argentina y de Gran Bretaña y se cantó el Auld Lang Syne, una canción popular escocesa escrita en 1788 por Robert Burns, usada para despedidas o funerales.
El 25 de mayo hubo mal tiempo, con cielo cubierto y nevadas esporádicas. A las nueve de la mañana se izó la bandera y al son de una mandolina ejecutada por Valette, se cantó el himno nacional y se tocó la marcha de Ituzaingó para conmemorar el aniversario patrio.
Era la primera vez que se celebraba la fecha patria en una latitud tan lejana. Y como la ocasión lo ameritaba, en el almuerzo hubo menú especial: carne fresca de carnero, que habían traído de Malvinas y que guardaban enterrada en la nieve.
Al día siguiente, Acuña cumplió 19 años y sus compañeros le regalaron un sello con sus iniciales, talladas con un cortaplumas en un corcho.
Las peripecias, desafíos, problemas y disyuntivas que estos cinco hombres enfrentaron están detallados en el Diario del Estafeta Hugo Acuña. Pionero de la soberanía argentina en la Antártida (Universidad Nacional del Sur), basados en el diario personal que llevó de esta travesía, trabajo del que se extrajo muchos de los detalles que contamos.
Cuando el frío arreció, el nivel de actividad decreció, pero aún así, realizaron importantes relevamientos de la fauna y estudiaban los esqueletos de los animales y exploraron las bahías Uruguay y Scotia.
Cazaban cormoranes a tiros de escopeta, mientras que a los pingüinos y focas los mataban a palazos. El cocinero Smith se las ingeniaba con lo que tenía a mano: solía preparar alas de pingüino en milanesa y huevos fritos en grasa animal.
Los hombres se turnaban para medir la temperatura, la humedad, la presión, la nubosidad, la intensidad de los vientos, la altura de la nieve y hasta las horas en que había luz solar. Estos datos, algunos de ellos relevados cada cuatro horas, lo volcaban en una planilla. Los estudios hidrográficos, meteorológicos y de magnetismo terrestre, que ya el escocés Bruce había comenzado a anotar, sentarían las bases para los futuros estudios sobre el cambio climático.
El grupo soportó terribles tormentas, furiosas olas que provocaron serios daños al refugio, donde se perdieron cajas con víveres. Con vientos superiores a los cien kilómetros por hora buscaron reparo en la casilla de los instrumentos. Debieron usar toda la inventiva para solucionar diversos problemas.
Cuando el invierno llegó, el Mar de Weddell se pobló de grandes bloques de hielo que calmaron las olas.
El último día de 1904, a las 7 y cuarto de la tarde se avistó a la corbeta Uruguay, que traía el relevo. Al día siguiente se embarcaron y una semana más tarde llegaron al puerto de Buenos Aires. Hacía un año que no tenían ninguna noticia de sus familias.
En 1905 se instaló la primera estación telegráfica antártica que funcionó en una casa prefabricada en Buenos Aires y transportada en la corbeta Uruguay. Al año siguiente el presidente José Figueroa Alcorta nombró funcionarios, mientras arreciaban protestas de Gran Bretaña, que argumentaba que Bruce le había vendido al gobierno argentino la estación y no la isla.
En 1933 un crucero turístico que iba a Ushuaia fue a la isla Laurie a llevar provisiones, y esos pasajeros se transformaron, de casualidad, en el primer contingente turístico en llegar al continente blanco. Desde 1927 la isla contaba con una estación radiotelegráfica.
El gobierno argentino creó el Observatorio Meteorológico y Magnético de las Orcadas del Sur, que hasta 1951 dependió de Agricultura y luego pasó a la órbita del Servicio de Hidrografía Naval.
Acuña continuó trabajando en el Ministerio de Agricultura hasta 1910, cuando ingresó en el Banco Español del Río de la Plata. Murió el 13 de mayo de 1953.

Dicen que no acostumbraba a contar muchos detalles de ese año en la isla Laurie. Que conservaba cicatrices, como cuando se le congelaron los dedos de su pie izquierdo y el cocinero no veía otro camino que la amputación y, sin embargo, logró salvarlos. O cuando izó la bandera argentina, escribió que “ya tenemos el pabellón azul y blanco. Ya estamos en nuestra propia casa”.
En la expedición arqueológica de 2001 salieron a la luz vestigios increíbles de una misión casi imposible. Un grupo de arqueólogos rescató elementos sorprendentes en las ruinas que quedaban de la construcción de piedra de catorce metros cuadrados. Su suelo helado conservó restos de animales, huesos, pedazos de cajones de provisiones, pieles, ropas y frascos para tomar muestras, usados por el puñado de hombres que arriesgaron sus vidas para sentar soberanía en las heladas aguas del sur.
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