El viento se colaba por cada rendija de la casa prefabricada de un barrio perdido en La Matanza. En las noches de invierno, el frío se hacía insoportable. No había calefacción. No había agua caliente. El techo crujía con cada ráfaga. El baño quedaba afuera, y el agua se sacaba con una bomba manual. Nadie podía imaginar que ese niño se convertiría en un empresario dueño de Roker, una fábrica de artículos eléctricos.
Jorge Gómez creció ahí, en Lomas del Mirador, La Matanza, en una familia de obreros donde todo costaba demasiado. Pero la pobreza no era el único enemigo en su casa. “Ser hijo de un adicto es tremendo. Se sufre muchísimo”, dice, sin rodeos en una entrevista para la sección La Escalada de Infobae. Su padre era alcohólico, y eso marcó su infancia tanto como la falta de dinero. La plata nunca alcanzaba. Las peleas eran constantes. Y la infancia, lejos de ser un refugio, se convirtió en un campo de batalla.
Pero había algo que lo mantenía en movimiento: la necesidad de hacer, de vender, de generar. “A los ocho o nueve años acompañaba a mi mamá al mercado de Abasto. Ella había puesto una verdulería y yo iba con ella. Me encantaba el comercio, me encantaba vender, me encantaba ganar plata. Yo quería ganar plata. Esa es la historia”, explica Gómez. Mientras otros chicos soñaban con juguetes, él soñaba con algo mucho más simple: una ducha caliente.

Desafíos de juventud
En la escuela era un problema. Jorge se metía en líos, discutía con los maestros, acumulaba amonestaciones. “Siempre me querían echar. Todos los problemas que tenía en casa los trasladaba al colegio”, recuerda Gómez. Pero sus padres eran exigentes, y esa exigencia, que en el momento parecía una carga, terminó siendo una fortaleza. “Con el tiempo me di cuenta de que eso me ayudó en la vida, ¿entendés? Que te exijan después te ayuda, te hace más fuerte”, explica el empresario.
A los 14 años tuvo su primer trabajo: un conocido de su madre le consiguió un puesto de cadete en un comercio. Duró el verano. A los 18 ya tenía un empleo en relación de dependencia. Pero apenas aguantó seis meses. “Me di cuenta de que no me gustaba que me manden. Quería ganar mucha plata, y en ese camino no lo iba a lograr”, admite Jorge. Entonces, tomó una decisión. Se lanzó a la calle. Compró un auto y empezó a vender lo que fuera: mousse de chocolate, galletitas, lo que tuviera margen de ganancia. “Siempre haciendo cosas en la calle. Donde aparecía una oportunidad, la tomaba”, cuenta el emprendedor
La escuela de la calle
En un año cambió de negocio tres veces. Primero puso una casa de galletitas con dos socios, pero el problema fue obvio: se comían la mercadería. Luego, probó con una agencia de fletes, pero el negocio no duró más de tres o cuatro meses. Al final, lo único que les dejó ganancias fue la venta de las camionetas. Después, se metió en un supermercado. Lo sostuvo unos meses y vendió el fondo de comercio. “Yo quería ganar mucha guita. No era solo querer vivir bien. Yo quería ganar mucha plata, y para eso hay que arriesgar”, explica. Así fue que probó con un servicio de viandas. Iba fábrica por fábrica, tocando timbre, ofreciendo comida. En una de esas visitas, vio a un hombre trabajando en la inyección de plástico. “Ese tipo laburaba cuando todo lo demás estaba muerto. Y ahí lo vi claro: tenía que hacer algo relacionado con el plástico”, sostiene. Fue un momento bisagra.

Apostar todo por un sueño
No tenía capital. No tenía contactos en la industria. Pero tenía algo más importante: determinación. Arriesgó todo. Vendió su casa, su auto, su moto. Se fue a vivir con su suegra. Sacó préstamos en dólares para comprar matrices y maquinaria para fabricar su primer producto: un automático para tanques de agua. Al principio, el negocio funcionó bien. Pero en Argentina la estabilidad es un espejismo. De un día para otro, las ventas cayeron. Los distribuidores ya no le compraban. No quedaba otra: tuvo que salir a vender puerta a puerta.
Iba casa por casa, con su producto en la mano, explicando su funcionamiento, convenciendo a la gente de que lo necesitaba. Fue duro. Pero gracias a eso, juntó algo de plata. Y, sobre todo, aprendió a vender de verdad.
Fue entonces cuando, estando en ese negocio, surgió la idea que le cambiaría la vida: fabricar la primera caja para la térmica Din. “Me la jugué con eso, y ahí la pegué”, define Gómez en la charla con Infobae.

El nacimiento de Roker
Era 1983. Con lo poco que tenía, alquiló un galpón de 15 metros cuadrados y contrató a dos empleados. Así nació Roker, la empresa que lo convertiría en un referente del sector eléctrico.
El comienzo fue difícil. El mercado no confiaba en los nuevos jugadores, y él tenía que luchar contra marcas consolidadas. Pero su ventaja era clara: entendía las necesidades de la gente, sabía cómo vender y, sobre todo, no tenía miedo de arriesgar.
Años después, su fábrica se expandió. Incorporó más productos. Diversificó su línea de fabricación. Hoy, roker es un gigante de la industria eléctrica, con distribución en todo el país y una presencia consolidada en el mercado.
Jorge Gómez no cree en fórmulas mágicas. Lo suyo fue esfuerzo, estrategia y resistencia. “Si vos no creés en vos, no lo vas a lograr”, revela.
No fue la suerte. No fue el destino. Fue la decisión de un chico que creció en una casa sin baño y sin agua caliente, que nunca quiso resignarse a la pobreza y que entendió que, en la vida, el que no arriesga, no gana.
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