
La prueba de fuego fue el lunes 9 de noviembre de 1914. El voluntario se llamaba Ramón Mosquera, el portero del Instituto Modelo de Clínica Médica. Su sangre iría al paciente de la cama de al lado, enfermo de tuberculosis. El doctor Ernesto Merlo supervisó la técnica, que resultó un rotundo éxito. El método que había descubierto el doctor Luis Agote para conservar la sangre y así posibilitar las transfusiones, sería un logro de alcance mundial.
Agote había nacido el 22 de septiembre de 1868 en la ciudad de Buenos Aires. Se graduó de médico en 1893 en la Universidad de Buenos Aires, al año siguiente fue nombrado Secretario del Departamento Nacional de Higiene y luego director del lazareto que funcionaba, desde la época de la epidemia de fiebre amarilla, en la isla Martín García. Llegó a ser jefe de sala en el Hospital Rawson y desde 1915 hasta 1929 se desempeñó como profesor titular de Clínica Médica.

Fuera de su actividad como médico y profesor, en 1912 fue Comisionado Municipal del Partido de General San Martín y dos veces diputado nacional. Sus proyectos más recordados son la creación de la Universidad Nacional del Litoral, la anexión del Colegio Nacional de Buenos Aires a la UBA y un Patronato para menores. Desde entonces, los menores que delinquían dejaron de ser alojados en cárceles con personas mayores. Fue autor de varios libros, en los que incursionó en varios géneros, como la poesía y la biografía.
En 1911 fundó el Instituto Modelo de Clínica en el Hospital Rawson. En esos tiempos las transfusiones se realizaban directamente de dador a paciente porque no existía un método que pudiese conservar la sangre. Fue su preocupación desde que comenzó a estudiar cómo parar las hemorragias en pacientes hemofílicos.

Primero experimentó junto al laboratorista Lucio Imaz Apphatie con el diseño de recipientes especiales. Sometieron a la sangre a distintas temperaturas pero el líquido, ante la sola exposición del aire, se coagulaba. Hasta que Agote probó con agregarle citrato de sodio, que es una sal derivada del ácido cítrico que está presente, por ejemplo, en el limón.
Guardó la mezcla y pasadas dos semanas comprobó que la sangre no se había coagulado. Y en el mismo sentido, vio que el citrato de sodio era perfectamente eliminado por el organismo. Comenzaron experimentando transfusiones con perros entre razas diferentes y no observaron rechazos.

Era el momento de hacer la prueba en humanos. Así se llegó al histórico 9 de noviembre de 1914. El 15 se realizó una demostración a las autoridades. Allí estuvieron Enrique Palacios, Intendente Municipal; Epifanio Uballes, rector de la UBA; Luis Güemes, decano de la Facultad de Medicina y Baldomero Sommer, Director General de Asistencia Pública, los que fueron los testigos de la transfusión.
La paciente era una pálida parturienta que “esperaba con gran temor, lo que ella supusiera cruenta operación”, según la crónica de la época, que recibió 300 cm3 de sangre que le habían extraído de su brazo derecho al señor Machia, carpintero del Instituto. La sangre donada estaba en un recipiente -posteriormente bautizado como “Aparato modelo Profesor Agote”- donde se mezcló con el citrato de sodio al 25% y luego se la inyectaría a la mujer. A los tres días, la paciente recibió el alta.
Días después sería el turno de Casimiro Bobigas, que estaba internado en el Rawson. Los donantes fueron Francisco Méndez y Ramón Más, según lo consignó la revista Caras y Caretas. Nuevamente, no hubo ningún tipo de inconvenientes.

Agote no quiso patentar su descubrimiento. Eran los tiempos donde miles morían diariamente en las trincheras de Europa en la Primera Guerra Mundial, y el médico cedió a todos los países que en ese momento estaban en guerra, porque sabía que ayudaría a salvar millones de vidas. Lo comunicó a los medios de prensa, a los embajadores de los países involucrados y a las revistas médicas internacionales. Que la noticia fuera publicada por el diario New York Herald sirvió para la misma diese la vuelta al mundo. El médico publicaría, ese mismo año, el trabajo “Nuevo método sencillo para realizar transfusiones de sangre”.
Hubo intentos de profesionales de otros países en adjudicarse la primicia del hallazgo. Albert Hustin, de la Academia de Ciencias Biológicas y Naturales de Bruselas y Richard Lewisohn, del Mount Sinai Hospital, de Estados Unidos, mantuvieron una larga polémica con Agote, ya que ellos también estaban trabajando en el mismo sentido.
Recibió entonces innumerables reconocimientos. La Universidad de Buenos Aires lo distinguió como profesor honorario y la Academia Nacional de Medicina lo nombró miembro honorario. En 1916 Chile lo condecoró con la Orden al Mérito.
El 13 de noviembre de 1954 había llegado a la ciudad de Buenos Aires la urna con las cenizas del suizo Aimé Félix Tschiffely, quien entre 1925 y 1929 con los caballos Gato y Mancha había unido Buenos Aires y Nueva York en una antológica travesía, lo que motivó que los diarios diesen una amplia cobertura al hecho, donde desfilaron centros tradicionalistas, hubo festivales y mucho público en las calles viendo las destrezas de los gauchos montados en sus mejores caballos.
Tal vez por eso haya pasado casi desapercibida una noticia no menos importante. El día anterior, en su departamento en la ciudad de Buenos Aires, había fallecido el doctor Agote, aquel médico cuyo descubrimiento posibilitó que millones salvasen sus vidas en todo el mundo y que no quiso obtener ningún beneficio económico.
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