
“Soy de los que quiere mucho a Argentina, estoy muy orgulloso de serlo y a todo el mundo en el ejército le digo que soy argentino. Pero si lucho por Israel es porque tiene enemigos muy grandes al lado y todo el tiempo está en peligro de desaparición. Si algún día hubiese que defender a Argentina también lo haría”, confiesa Ezequiel “China” Trzcina (“me dicen así por mi apellido”, bromea), que nació el 8 de octubre de 1996 y se crió en el seno de una familia judía de Vicente López. Fue a un colegio y a un club “de la cole” en su barrio y, aunque su religión siempre cumplió un rol activo en su vida, a los 22 años “algo” hizo que sus raíces hicieran mella en lo más profundo de su ser.
“Me agarró ‘la etapa de las preguntas’, pero a los 22 años, y comencé a preguntarles a mis papás por sus papás”, relata al mismo tiempo que camina a paso ligero por las calles de Tel Aviv mientras charlamos por videollamada, acción que mantendrá a lo largo de toda la nota, y que deja ver la esencia del pueblo israelí: a pesar de estar en tiempos de guerra, la vida ajetreada de los ciudadanos sigue su cauce. “Me motivó estudiar la historia de mis abuelos. Uno vino de sufrir en Alemania, se fue cuando lo echaron de la universidad por judío; al otro la policía polaca le pegaba y sufrió los pogroms”, dice con la mirada en el pasado. Pero también vivir el antisemitismo en primera persona ayudó a que comprendiera su camino, cuando a los 21 años se fue por un intercambio a Suiza, “Eso también me cambió. Fui a una universidad donde literalmente van duques, una de las mejores de Europa, y conocí personas que supuestamente eran las más cultas y formadas, y de repente me encontré con gente que odiaba Israel, aunque nunca hubiese leído un libro del tema, solamente por ignorantes”, afirma con fuerza. “Me dio mucha bronca y pensé, ‘más vale que lo defienda’. También me hizo entender que si aquello ahora no nos pasa -se refiere a un segundo Holocausto-, es porque existe Israel. Entonces, estoy muy contento de que exista. Quería hacer algo como para no darlo por sentado, defenderlo y valorarlo”. Entonces, tomó “la” decisión.
“El día que volví de Suiza junté a toda mi familia y les dije, ‘Quiero que sepan que el año que viene me recibo, hago aliá (emigrar a Israel) y voy al ejército’”, cuenta con el pecho aún inflado de orgullo. Así, a los 23 años, China se recibió de Administrador de Empresas en la Universidad de Di Tella y, con el diploma todavía calentito, viajó a completar su misión, “En el 2019 me recibí e hice aliá. Cuando llegué, a pesar de ya haber cumplido la edad para entrar al ejército (en Israel hombres y mujeres hasta los 21 años deben hacer el servicio militar obligatorio, sean o no nacidos en el país), me postulé para ingresar a una unidad especial Tzanjanim de paracaidistas, hice las pruebas físicas y mentales necesarias, y entré”.

Los israelíes tienen que cumplir dos años y ocho meses, pero en el caso de China, por su edad y por ser voluntario, le tocaron sólo dos años en los que prácticamente “vivió” en la base, así que, dice, “es imposible trabajar al mismo tiempo”.
Durante el tiempo de entrenamiento como soldado le tocaron hacer patrullajes, guardias y arrestos: “vas a buscar a alguna persona en especial, a su casa, en medio de una ciudad palestina, generalmente rodeamos una casa y arrestamos terroristas”, explica, y para describirlo mejor agrega, “estos arrestos son lo más parecido a una película de acción”. Al finalizar te dan la boina roja, te convertís en combatiente, “y ahí empezás a trabajar de soldado”.
Ya con su boina colorada se mudó a Jolón, ciudad vecina a Tel Aviv. Mientras sigue la caminata, China me comparte el paisaje de las callecitas de la capital de Israel en una tarde de invierno, “Mirá, están abriendo los barcitos, estoy por la calle peatonal”, dice, y a raíz de mi sorpresa ante tanta normalidad, suma, “tengo un amigo que es Dj y me cuenta que los boliches están todas las noches llenos. La gente quiere escapar también un poco de la guerra”, explica, pero lo estándar de ellos enseguida aparece en cámara, y es bastante similar a una escena de Fauda: en apenas 20 segundos de recorrido, nos cruzamos con un par de oficiales -hombres y mujeres- con el uniforme de reservistas (los que terminaron el ejército pero que voluntariamente están defendiendo a Israel) siempre armados.
El día del horror
El 7 de octubre China estaba en su casa. Se despertó a las 6:30 de la mañana por los misiles, sonó la alarma, se puso a ver todos los videos en Telegram “de los terroristas entrando a Israel”, y a las 8:40 le envió un WhatsApp al que había sido su comandante: “Estoy listo”. Enseguida recibió un “Excelente” por respuesta. Pero su comandante, que ya estaba en los kibutzim donde sucedía lo peor, perdió señal, y el argentino ya no pudo volver a comunicarse con él. “Si hubiese sido por misiles no hubiese vuelto, pero por terroristas adentro es otra cosa”, dice con la misma incondicionalidad de un padre dando la vida por su hijo.

Listo para defender a Israel, llamó a sus ex compañeros de la unidad que aún seguían en ejercicio, y “por casualidad, ese día estaban en su casa, tenían que volver a la base al día siguiente”. Inmediatamente le contaron que un bus los pasaría a buscar “por cierto punto, en una hora”. Inmerso en la adrenalina del momento, China hizo rápido un bolso y, con lo puesto, fue al punto de encuentro con su batallón. “No tenía uniforme, no tenía nada”, aclara describiendo la urgencia de lo inexplicable, y sigue: “llegué de civil, con mi pistola personal y nada más”. En Israel cada soldado, al terminar el servicio militar, debe entregar su uniforme. “Nos pasaron a buscar y nos fuimos a la base pero tuvimos que esperar dos días a que vengan otros reservistas a relevarnos de Cisjordania”, recuerda. Enseguida su comandante dio la venia para que lo recluten, bajo la orden de “yo firmo lo que sea pero déjenlo entrar, es buen soldado”, y así al día siguiente China recibió el uniforme y arma correspondiente. “Ya estaba listo para luchar”, dice con una sonrisa que no abandona casi en ningún momento.
Finalmente, el 9 de octubre llegó con su unidad a los kibutzim donde los terroristas de Hamas atacaron brutalmente, “fuimos a Be’eri -uno de los más damnificados, habiendo perdido de sus 430 habitantes a 260 de ellos, incluyendo bebés- donde hicimos rastrillajes sobre todo por afuera del kibutz, buscando terroristas. Vimos ahí todo destruído, los misiles que había utilizado contra las casas, todo un desastre”, hace una pausa para poner en palabras lo que su mente todavía intenta asimilar. “No encontramos ni uno vivo, sólo cuerpos, y después de que nos confirmaran que no había más terroristas nos mandaron a entrenar”.
Fue un mes entero “muy duro” preparándose para el combate: “entrenamos toda clase de cosas para Gaza. Estuvimos en el campo de tiro, aprendiendo mucho cómo entrar en casas, porque es distinto si tenés que ingresar a un lugar cerrado, que hacer una guerra en el Líbano que es todo más abierto. Acá sabíamos que íbamos a un lugar con mucha gente”. Así, pasaron las jornadas desde muy temprano hasta muy tarde ejercitando intensamente, hasta que el 4 de noviembre por primera vez Ezequiel entró a Gaza. “Nos dijeron cuál iba a ser nuestra misión”, señala, “Teníamos que rodear un hospital donde, teníamos entendido, había secuestrados adentro, para que una unidad especial pueda entrar a rescatarlos”. En el hospital no encontraron secuestrados pero tampoco enfermos; sólo terroristas con quienes se enfrentaron y abatieron.

“Antes de la guerra casi nadie había entrado a Gaza. Hay un poco de miedo todo el tiempo, sobre todo antes de entrar pero…”, se sumerge varios segundos en su propia reflexión; no sólo detiene el relato sino que por primera vez en toda la charla China detiene la marcha de su caminata, tal vez jamás se lo había cuestionado realmente, y finalmente dispara, “...uno intenta ser lo más profesional posible y en vez de estar pensando ‘tengo miedo’, uno piensa más en ‘cómo ser mejor soldado’, y así el temor se te va”, asevera.
Recién ahora puede seguir caminando, e introduce el capítulo más vertiginoso de su vida, “Una vez que completamos la misión, fuimos tomando más territorio, hasta que un día nos tocó entrar a un edificio”, recuerda mientras, en un esfuerzo por precisar los detalles, se agarra la cabeza. “Mi comandante me pidió a mí y a otros dos que salgamos, porque estábamos con dos tanques, y tenía miedo que se repitiera lo que había pasado hacía dos días”, cuenta el soldado refiriéndose a cuando un terrorista salió de un túnel junto a un tanque, colocó un explosivo y el tanque explotó. “La idea era que nosotros tres estuviéramos en guardia, fijándonos que nadie se acerque a los tanques. Yo estaba haciendo eso; una pared cubría todo mi cuerpo, mi torso y mi cabeza, pero mis brazos sobresalían sosteniendo el arma larga -dice moviendo sus extremidades-, y de repente explotó algo y recibí una esquirla en el brazo, dos centímetros arriba del codo”, relata, y todavía se puede leer su rostro de dolor. Mientras traga saliva repara, “yo siempre estuve consciente, pero se ve que por el shock no lo escuché”. Enseguida uno de sus compañeros acudió, le puso un “torniquete” y lo hicieron entrar al edificio donde lo atendió una doctora. “Me acuerdo todo perfecto”, señala. Después lo subieron al tanque para protegerlo y lo llevaron a otro lugar, en donde lo atendieron otros médicos. Desde ahí, en un Jeep, lo sacaron de Gaza.
Ya fuera del terreno bélico lo subieron a un helicóptero para trasladarlo directo al hospital de Tel HaShomer, donde le practicaron una cirugía de cuatro horas. “La herida me hizo dos cosas: me voló la arteria principal del brazo, entonces en la operación tuvieron que agarrar una vena y coserla en lugar de la arteria; y me lastimó bastante el nervio, por eso todavía no siento bien los dedos y la mano. Tuve un poco de miedo porque mi brazo quedó caído, muerto, era imposible moverlo y pensé que quizás perdía el brazo. Pero una hora y media después del impacto yo ya estaba en Israel, en el hospital, de lo contrario hubiese sucedido”, calcula el soldado, que fue operado el mismo 19 de noviembre que fue a combatir.

Pocos antes de ser herido, China y sus colegas de batallón habían sufrido otro golpe: “Perdí un compañero, unos días antes tuvimos un ataque y falleció un amigo”, revela movilizado, y agrega, “...es fuerte, estoy con psicólogo a full”. En este momento su mano no funciona, “No puedo apretar el desodorante, menos el gatillo, por ejemplo. Mi idea es volver al ejército, pero necesito un par de meses para recuperarme”, dice a la vez que mira su mano derecha, como si tuviera rayos X en los ojos que le facilitaran la movilidad. “Dormir, duermo bien. La imagen de los cuerpos y todo eso no me atormenta por las noches, sinceramente”, dice pensativo, y se retracta haciendo la pausa más larga de su relato, “Sí me da cosa… -no sabe cómo expresarlo y revolea los labios apretados en señal de buscar las palabras-, en verdad me da más cosa los secuestrados que mis compañeros; nosotros estamos porque queremos estar”, afirma transmitiendo esperanza, y refuerza, “Viste, a nadie le gusta la guerra, es difícil estar ahí pero nosotros lo que decíamos era ‘estamos acá, no pasándola bien, pero acá cerca tenemos secuestrados que la están pasando mucho peor’, y eso nos motivaba a decir, ‘nos vamos a quedar lo que haga falta hasta que vuelvan todos los secuestrados’”.
China conocía a una chica que fue asesinada por los terroristas de Hamas cuando la madrugada del 7 de octubre bailaba en Tribe of Nova, la fiesta electrónica por la paz que se realizó en pleno desierto de Neguev ubicado en la cercanías de kibbutz en Reim, en la cual más de 360 jóvenes fueron masacrados, violados, asesinados a tiros, golpeados o quemados hasta la muerte, y otros 40 fueron secuestrados. “Lo que sucedió el 7 de octubre creo que nunca pasó en la historia de Israel desde la guerra de Iom Kipur”, precisa y recalca con gran conocimiento, “y de hecho fue exactamente 50 años y 2 semanas después”.
El doctor que le vio la herida cuando todavía el argentino estaba en Gaza le pronosticó que iba a cirugía “sí o sí”, y le dijo: “Importante: antes de entrar a cirugía, pedí llamar a tu mamá y le contás vos lo que te pasó y que te escuche”. Lo cual paradójicamente fue un gran alivio para su madre, que se alegró mucho al escucharlo ya que hacía tres semanas no sabía de su hijo, “Pedí un teléfono a alguien, no recuerdo ni a quién”, rememora el argentino que antes de salir para Gaza había creado una “libretita” donde iba escribiendo al estilo diario íntimo. Allí, dice, “llené toda una hojita, escribí el número de teléfono de mi mamá varias veces, para memorizarlo por las dudas”, cuenta señalando con algo de pena que perdió el cuaderno. Entonces llamó a su madre en Buenos Aires y le dijo, “Hola má, estoy bien pero me dispararon. Eso pensé yo, porque como no escuché la explosión, pensé que un sniper (un francotirador) me había visto a lo lejos y me disparó, pero después me explicaron que había sido una esquirla, y otro chico que me vino a visitar al hospital me contó que hubo una explosión de una bomba que estalló cerca mío”.
Aquella libretita que pasó a mejor vida atesoraba “pequeños momentos de felicidad”, según cuenta China, “Por ejemplo, un día que no podíamos ni prender la luz ni hablar, y era el cumpleaños de un compañero, todos le cantamos el feliz cumpleaños muy bajito pero juntos, estuvo lindo. Nuestra alegría era cuando todos los días venía un tanque que nos traía comida, y en general eran latas, pero mandaban unas barritas de proteínas muy ricas con chocolate, y nuestra felicidad era ver cuántas barritas proteicas habían venido ese día: los días buenos eran dos barritas para cada uno y los malos, una para tres”, confiesa China mientras se le dibuja una sonrisa nostálgica, y recalca la hermandad entre soldados: “Siempre es tu compañero antes que vos, todo el tiempo”. Sin importar nacionalidades, “de mi batallón, que somos 45, hay un sudafricano, un yankee y yo, el resto todos israelíes”, porque aquí lo único que cuenta es defender a un pueblo; una voz que se alza desde cada rincón del mundo y que grita: Un pueblo, un corazón (Am ejad, lev ejad).
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