
Corría 1970. Los argentinos empezaban a enfrentarse con su peor década: los años de plomo. Por eso aquella noticia, a priori, les resultó indiferente. Un bioquímico argentino, Luis Federico Leloir, había ganado el premio Nobel de Química. Desconocido el hombre y mucho más su críptico trabajo (los nucléotidos de los azúcares y su influencia en el metabolismo de los hidratos de carbono), la indiferencia primaria se trocó primero en asombro, y en admiración después. Porque la primera fotografía del héroe lo explicó todo… Leloir, de apellido patricio, trabajaba en un laboratorio misérrimo, ataviado con un raído guardapolvo gris de oficinista de los años 30, y sentado en una silla de paja cuyas desvencijadas patas estaban reforzadas con alambre: el famoso y a veces épico dogma criollo “lo atamo’ con alambre”.

En pocas horas, la prensa fue quitando las capas de cebolla del enigma Leloir. Nacido en París el 6 de septiembre de 1906, sucedió por una casualidad nada festiva: su padre debía ser operado del corazón en un avanzado centro médico francés. Vecino del barrio de Belgrano, casado, cuatro hijos, vivía en una casa de clase media y (asombro total) tenía un Fiat 600, el histórico y modesto “Fitito”, celeste, y al que había que empujar para que arrancara.
No fue un buen alumno de secundario en Buenos Aires ni en Inglaterra, abandonó la carrera de Arquitectura más rápido de lo que tardó en inscribirse, y su paso por Medicina, en la UBA, no preanunció galardón alguno: rindió cuatro veces el examen de Anatomía. Pero en 1932 alcanzó su diploma, y un año después, también por casualidad, se unió a Bernardo Houssay, el primer Nobel patrio. Leloir vivía a media cuadra de su prima, la mítica Victoria Ocampo, cuñada de otro eximio médico, Carlos Bonorino Udaondo, y ese cruce de caminos lo instaló junto a Houssay en el Instituto de Fisiología de la UBA. Empezaba a inclinarse sobre el microscopio y sus misterios.
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Su tesis doctoral, guiada por Houssay, fue el primer alumbramiento: premio al mejor trabajo. Pero, tan tenaz como consciente de sus limitaciones (“Muy poco sé de Física, Matemática, Química y Biología”, confesaba), estudió Ciencias Exactas y Naturales en la UBA, y en 1936 se lanzó a una gran aventura: estudios avanzados en la Cambridge University, Inglaterra, supervisados por el premio Nobel Sir Frederick Gowland Hopkins, laureado por su descubrimiento de las sustancias hoy conocidas como “vitaminas”.
En ese punto, el alumno de dos Nobel apuntó a los enigmas de los carbohidratos. Pero, llegado el año 1943, llegaron también las sombras. Se vio obligado a abandonar la Argentina porque Houssay fue expulsado de la Facultad de Medicina por firmar una carta de repudio al régimen nazi de Alemania y al apoyo de esa monstruosa maquinaria por parte del gobierno militar de Pedro Pablo Ramírez y también por un coronel que signaría las siguientes décadas: Juan Domingo Perón.
Destino: los Estados Unidos. Cargo: investigador asociado en el Departamento de Farmacología de la Washington University. Pero antes de partir al obligado exilio se casó con Amelia Zuberbühler, y de esa unión nació su hija Amelia. Al retornar al país, ya estaba volcado íntegramente al estudio de los azúcares. Al nacer 1948, por fin logró identificar los de orden carnucleótidos, de rol fundamental en el metabolismo de los hidratos de carbono y su transformación en energía de reserva: exactamente lo que veintidós años después lo ungiría, vestido de gala (algo tan lejano de su estilo), como tercer premio Nobel de estas tierras (Carlos Saavedra Lamas, Premio Nobel de la Paz 1936; Bernardo Houssay, Premio Nobel de Medicina en 1947).
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Excepto las publicaciones científicas, el resto de la prensa apoyó sus notas y entrevistas en la persona de Leloir, su modesta vida, su silencio, su rechazo al énfasis y (¡cómo no!), su sempiterna silla de paja atada con alambre. Pero el furor periodístico no lo conmovía. Tan poco, que, risueño, decía: “Todos me felicitan, y lo agradezco. Pero lo que descubrí es inexplicable para la gente común: nadie lo entendería. Y tampoco conquisté un planeta: apenas avancé un paso en una larga cadena de fenómenos químicos”.
Según él, y con razón, “pude ser millonario por un invento muy sencillo, pero no lo patenté”. Cuenta la leyenda que un mediodía de verano, en el restaurante Ocean de Playa Grande, entonces y por años la más exclusiva de Mar del Plata, pidió langostinos, y harto de la mayonesa, su clásico aderezo, le pidió al mozo todos los mejunjes que tuviera a mano. Una vez dotado de ese arsenal, y tras varias pruebas, unió mayonesa con ketchup… ¡y así nació la universal e inmortal salsa golf!

Científico en estado puro, no dejaba de serlo ni en su casa. Cierto día vio que su mujer agregaba una aspirina al agua de un florero con rosas recién compradas. “¿Para qué hacés eso?”, le preguntó. “Porque duran más”. “¿Está comprobado?” “Bueno, todo el mundo lo dice”. Leloir salió, compró rosas idénticas, las puso en otro florero, y omitió la aspirina. Resultado: los dos ramos se secaron al mismo tiempo. Comentario: “¿Viste? La ciencia ha derrumbado otro mito”.
Casi una década después, por aporte privado, el legendario laboratorio de la Fundación Campomar (empresa textil) fue remozado, dotado de tecnología de punta, y la silla de paja y su alambre dieron paso a un funcional asiento de cuero. Un demorado y merecido gesto que el genio de los azúcares disfrutó hasta su último día: el 2 de diciembre de 1987 murió de un ataque al corazón.
(Este texto de Alfredo Serra se publicó en Infobae en 2016)
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