
El brigadier José Rondeau es más recordado por sus derrotas que por sus victorias. Al evocar su nombre enseguida vienen a la memoria los descalabros de Sipe Sipe (1815), Venta y Media (1815) y la derrota de Cepeda (1820, conocida como la “batalla del minuto” por su brevedad). Sus victorias como la batalla del Cerrito (1812) o el combate del Puesto de Marqués (1815) se han diluido en la historia .
A Rondeau también se lo recuerda más por su destitución como Director Supremo que por los años de leales servicios como militar y funcionario de las dos patrias a las que asistió a independizar, las Provincias Unidas y Uruguay.
Aunque era porteño por nacimiento, su infancia transcurrió en Montevideo donde comenzó su carrera militar en el cuerpo de blandengues. Durante las invasiones inglesas fue capturado y trasladado a Londres, donde fue liberado en 1807. Ese año prestó servicios en España peleando contra las tropas napoleónicas en el batallón “Buenos Aires”.
Durante su viaje de vuelta al Plata se enteró de la gesta de la Primera Junta que rápidamente le reconoció su grado de teniente coronel. Junto a José Gervasio Artigas estuvo al mando de las tropas patriotas en la Banda Oriental. Participó en la batalla de la Piedras (1811) e inició el primer sitio de Montevideo, ciudad conocida como “La Fidelísima” por su obstinada adicción a la corona española.

En 1812 fue convocado a Buenos Aires para reprimir la llamada Revolución de las Trenzas (1811). Durante la represión de los patricios sublevados que se resistían a cortar sus coletas como proponía su nuevo jefe, Manuel Belgrano, un disparo de cañón lo privó de la audición. Desde entonces a Rondeau se lo conoció como “el sordo”. Volvió a sitiar Montevideo y el 20 de octubre de 1812 obtuvo la brillante victoria de Cerrito.
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Estaba destinado a ser él quien tomara la esquiva Montevideo, que estaba virtualmente vencida después del Combate del Buceo, cuando recibió la orden de ceder el mando a Carlos María de Alvear por decisión del Director Supremo Gervasio Antonio de Posadas, tío del joven general. Sin embargo, Rondeau aceptó su destino sin protestas y fue trasladado como comandante del ejército al Alto Perú en reemplazo de San Martín. Rondeau se hizo cargo de un ejército politizado, extenuado, que pronto fue víctima de sus propias limitaciones en las derrotas de Venta y Media y Sipe Sipe (también llamada Viloma).
La moral de los vencidos decayó y las deserciones masivas dejaron al ejército al borde de la inexistencia. Rondeau fue relevado del mando que entregó al general Belgrano y debió volver a Buenos Aires donde fue juzgado por la conducción poco feliz del Ejército del Norte.

No solo fue sobreseído, sino que Pueyrredón lo nombró jefe del Estado Mayor. Una vez más, este hombre de paciencia inalterable, hecho a la adversidad, se vio obligado a asumir el puesto de Director Supremo que Pueyrredón abandonó precipitadamente por la presión de las tropas artiguistas. La situación era desesperante pero Rondeau no se amilanó. Con tropas juntadas a las apuradas debió enfrentar a Estanislao López y Francisco Ramírez en Cepeda donde fue derrotado en pocos minutos. El Directorio quedó disuelto, el Congreso que había dictado la Constitución del 19 se disolvió, sus diputados fueron perseguidos y cada provincia quedó bajo la dependencia de las autoridades locales. Fue el año 20, el año de la anarquía en Buenos Aires, aunque la desaparición del Directorio implicó el gobierno autónomo de cada provincia regido por su autoridades naturales.
Rondeau, intuyendo el comienzo de las guerras fratricidas, se retiró a la vida privada, aunque poco le duró la paz porque este hombre, a pesar de las derrotas, desavenencias y fracasos, seguía siendo un personaje de ascendencia. La guerra contra el Imperio lo convocó una vez más al ejército, aunque no al mando efectivo sino al desempeño del Ministerio de Guerra. Terminada la contienda, caído Manuel Dorrego en desgracia por la revolución decembrista encabezada por Juan Lavalle, Rondeau fue convocado por la naciente República Oriental del Uruguay con el fin de transar sobre las aspiraciones al mando que enfrentaban a los compadres Fructuoso Rivera y Juan Antonio Lavalleja. Con el ascenso de Rivera a la presidencia, éste designó a Rondeau como diplomático encargado de los negocios entre Uruguay y el gobierno argentino.
Fue entonces que su salud declinó y aunque el presidente Gabriel Antonio Pereira lo convocó al ejército y el general Rivera lo nombró ministro de Guerra y Marina, no pudo desempeñar dichas tareas con plenitud. Eran tiempos en que Uruguay debía afrontar el acoso de las políticas rosistas que impusieron un nuevo sitio a Montevideo por las tropas argentinas y orientales comandadas por Manuel Oribe.

En su lecho de muerte entregó el sable que había sostenido en la batalla de Cerrito (1812) a su ahijado Bartolomé Mitre, añorando la gloria de esa victoria. El mismo Mitre lo describiría como un hombre de juicio recto, pero sin las luces de inspiración. Fue reconocido por todos, incluido el general José María Paz que había servido a sus órdenes, como un patriota abnegado y virtuoso, exento de ambiciones que se había visto obligado a vivir los últimos años de su vida de una magra pensión que apenas le permitía vivir con cierta dignidad para una persona que, con mejor o peor suerte, había conducido los destinos, no de una sino de dos naciones. Murió el 18 de noviembre de 1844 en la ciudad de Montevideo y fue entonces que tanto Uruguay como Argentina se disputaron la honra de albergar sus cenizas. Al final, Rondeau descansa de sus fatigas en el Panteón de Montevideo como un abnegado servidor de la patria, aunque no siempre hayan estado acompañado por la diosa fortuna, ni el debido reconocimiento de sus coetáneos y menos aún de la posteridad que lo honró dando su nombre a algunas calles y plazas a ambas orillas del Plata.
Las naciones no solo se construyen sobre actos victoriosos sino sobre reveses inmisericordes que forjan el temple y la voluntad de resistir y cuya virtud consiste en las ansias de superación y la voluntad de continuar peleando.
Rondeau, un caballero paciente y perseverante, fue un servidor de la Revolución de Mayo, de las guerras de la independencia, de la conflictiva construcción de una identidad nacional al calor de un verdadero amor a la patria, la devoción y el sacrificio que esta tarea implicaba. Rondeau fue un brigadier desventurado, un luchador incansable y una imagen desfigurada por los reveses que jalonaron su existencia.
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