
El 23 de mayo el capitán Jose Vercesi recibió el radiograma de movilización en su casa, el 27 llegó a Malvinas, el 28 le ordenaron la misión y el 31 entraba en combate. Es decir, ocho días después de estar viendo la guerra por TV. Sin conocimiento del terreno, ni de muchos de sus hombres, y sin aclimatación.
Cuando le pregunté al comando de la Compañía 602, si a casi 40 años de la guerra, estaría dispuesto a pelear de nuevo, me contestó: “Yo en realidad estoy esperando la segunda oportunidad. Jamás pensé en no volver a combatir. Nunca voy a dejar de preparame, entrenarme y estar listo para combatir al día siguiente. La única condición que pondría esta vez es no tener subalternos que fueran amigos. Sobrevivir a un subalterno debe ser comparable –ojalá no me toque nunca– al dolor por la muerte de un hijo”.
Es que entre los hombres que el “Tano” Vercesi había alcanzado a escoger para integrar su 1ra Sección de Asalto estaba su amigo del alma, el suboficial Mateo Sbert, caído aquel 31 de mayo en el combate de Top Malo House. Una herida que nunca va a cicatrizar para el comando.
La misión encomendada a José Arnobio Vercesi era ocupar la cresta del Monte Simmons, el más alto de la Isla Soledad y desde ahí transmitir los movimientos de los ingleses. Complementariamente, destruir algún helicóptero -los brits habían perdido mucho al hundirse el Atlantic Conveyor- para así reducir más su movilidad.

El poncho con que se abrigaban solo tenía de impermeable el nombre. Se mojaban aún más con la condensación, al recibir la nieve sobre el cuerpo, con temperatura bajo cero, a casi 800 metros de altura. Más de la mitad de los efectivos estaba con principio de congelamiento. Guiado por el baqueano Helguero, agregado de la Compañía 601, Vercesi decide dirigirse al puesto ovejero conocido como Top Malo House, donde había municiones y víveres. Mojados hasta la cintura por haber tenido que vadear dos veces el arroyo Malo, que tiene un ancho de 50 metros en ese lugar, pasan la noche ahí tratando de secar la ropa sin prender fuego, retorciéndola. A la mañana, cuando se aprestan a salir, escuchan ruido de helicópteros. Las máquinas no se veían debido a las ondulaciones del terreno. “¿Serán nuestras?”.
En la planta alta estaban Espinosa, Brun, Castillo, Pedrozo y Gatti; el resto abajo. Espinosa, tirador especial, había armado su posición en una de las ventanas. Desde ahí observó sombras que se movían. Miró con su fusil de mira telescópica, gritó “¡ahí vienen!” y abrió fuego. Gatti le ordenó bajar, pero prefirió cubrir a sus camaradas.
Al seguir disparando se convirtió en el blanco principal. Los ingleses le tiraron con sus armas antitanque, los lanza cohetes Law y los lanzagranadas de los fusiles M16. Es un tubo grueso que viene debajo del cañón del M16, que dispara granadas de 40 mm, equivalentes a las granadas de mano argentinas, pero con muchísimo más alcance. Una de ellas pegó en el pecho de Espinosa e hizo explotar las granadas que el comando llevaba en su correaje.
Brun recibió las esquirlas de esas explosiones, sufriendo heridas en la mano y en la espalda, y la onda expansiva lo arrojó fuera de la casa. Cayó desde 5 metros, se paró y siguió combatiendo. Como en la caída había perdido el fusil, ensangrentado, revoleó granadas y tiró con su pistola de 9 mm.
A todo esto, el autosacrificio de Espinosa les había dado tiempo para salir a quienes estaban en la planta baja. Podían haber huido hacia atrás, pero prefirieron arremeter para adelante, enfrentando el fuego. Eso frenó el avance inglés.
Después, el combate los fue llevando hacia el río, que era el lugar natural para juntarse. Pero del otro lado del curso de agua, que estaba a sus espaldas, se encontraba otro escalón inglés, al mando del teniente Haddow.

Estaban rodeados.
Haddow comandaba el puesto de observación que los había detectado inicialmente, cuando le pasaron por arriba con los helicópteros de Sánchez Mariño y Anaya.
Ese puesto le avisó al brigadier Thompson, quien a su vez ordenó al capitán Boswell, jefe del Escuadrón para el Combate en la Montaña y el Ártico, que atacara. Originalmente habían pensado eliminarlos con Harriers, pero esas aeronaves estaban abocadas a otras operaciones. Además, Boswell insistió para poder probar a sus hombres, que venían de un curso.
Era una tropa especial que llevaba 8 meses de entrenamiento; la Sección de Vercesi, apenas 8 días.
También había una desventaja numérica, eran 23 anglosajones contra 13 argentinos.
Sin embargo, hay una fórmula en los análisis militares para sacar el cálculo de la relación de poder de combate entre una fracción y otra, basada no sólo en lo numérico, sino también en el entrenamiento, armamento y características generales como experiencia, aclimatación en el terreno, etcétera. De acuerdo a esa fórmula, los británicos nos superaban 5 a 1.

- ¿Hoy vos hubieras hecho las cosas diferentes?
- Sí. Hay errores. Como dice Martiniano Duarte, si no hubiéramos tenido errores, hubiéramos ganado.
- La famosa frase, “nunca en una casa”…
- Claro, por ejemplo…
- ¿Tenías una alternativa?
- No quiero que suene a excusa. Yo sabía que no era lo correcto refugiarse en la casa, pero tampoco tenía certeza de que iba a llegar con toda la gente, en la condición en que estaba, de vuelta a Puerto Argentino. No quería perder a mis hombres sin siquiera combatir. Y tengo la certeza de que eso iba a pasar. No todos iban a llegar.
- De alguna manera a ustedes los mandaron al muere… No habían tenido tiempo para afiatarse como equipo.
- A los comandos nos decían los locos de la guerra, pero estábamos desperdigados en unidades administrativas, antes de ir a la guerra. El Turco Sbert estaba en el Estado Mayor, preparándose para ir al año siguiente a una agregaduría militar. Yo estaba en la Policía Militar. Tomás Fernández estaba en la Prisión Militar -del lado de afuera- otro puesto administrativo. No estábamos bien aprovechados.
- ¿Por qué?
- En esa época políticamente éramos mala palabra. Éramos gente molesta, porque siempre estábamos pensando que al día siguiente se iba a combatir. Y además, había toda un aura nacionalista que identificaba a los comandos y eso molestaba a la cúpula liberal del denominado gobierno del Proceso.

- Y por eso los relegaban, está muy claro. Pero volvamos al combate…
- Uno tiene sólo la visión de su zona de acción, de su sector de tiro. Y casi naturalmente cada uno comenzó a actuar sobre su propio sector.
- Vos tirabas sin cubrirte.
- No lo pensé en ese momento. Además, si me tiraba al suelo, perdía más visión. Tengo muchos baches en la memoria sobre ese combate, quizá se produjeron para poder mantener la cordura.
- ¿Cuánto tiempo duró?
- Los ingleses hablan de 30 minutos, nosotros pensamos que fueron unos 40. Cuando comenzaron a escucharse menos disparos, miré alrededor, y vi parte de mi gente caída, uno o dos continuaban tirando, el resto estaba herido, desvanecido, o había agotado munición. Así que levanté el fusil y ordené el alto al fuego.
- Losito había tirado hasta desangrarse…
- Sí, hasta el último momento siguió tirando. Incluso después que yo ordené el cese de fuego, el Gordo Medina todavía disparaba. Es que estaba sordo por las explosiones y no me había escuchado.
- ¿Cómo era el Turco Sbert?
- Era el apuntador de la ametralladora MAG, el arma que mayor poder de fuego tenía dentro de la fracción. El auxiliar de Sbert, el que tenía que pasarle la munición, era el teniente Martínez. Un teniente era el abastecedor de un sargento primero.
- Eso me dice algo…
- Sí. Además de tener un corazón y un espíritu solidario, le ponías una tira de capitán y no le quedaba grande. Por su don de mando, por la formación que tenía, por su capacidad intelectual. Habíamos estado destinados juntos en la Policía Militar en Córdoba y era el encargado de la Compañía. A pesar de que había cuatro suboficiales mas antiguos que él. Y los cuatro le decían “Mi sargento primero”, subordinándose.
- ¿Cómo muere?
- Cuando se coloca en posición para tirar con la ametralladora y abre fuego, eso provoca la respuesta del enemigo. Todos apuntan hacia su boca de fuego. La muerte del Turco se produce cuando un cohete pasa por arriba de Medina, y pega entre Medina y Sbert. Creo que fue roto por dentro, por la onda expansiva. Cuando recogí el cadáver con Gatti, no tenía heridas externas, pero lo portábamos como si fuera una bolsa, daba la sensación de no tener el esqueleto. Estaba completamente desarticulado.

- Tus camaradas cuentan que llorando sobre su cuerpo, le decías: “¡¿Qué me hiciste, Turco?!”
- La noche anterior, en la guardia más difícil, que es entre las dos y tres de la mañana, porque te corta el sueño y nadie la quiere, habíamos charlado una hora larga, sobre la familia, lo que íbamos a hacer a la vuelta…
- Pero en algo la vida te compensó ese dolor, ¿no es cierto?
- Sí. El único privilegio inmerecido que he recibido en la vida es que muchos años después mi hija, la más antimilitar de la familia, la que que más me cuestionaba por haber ido a Malvinas, inesperadamente se enamoró del hijo del Turco, por ese entonces capitán, Maximiliano Sbert, y como fruto de esa unión hoy tengo una nieta. Tatiana comparte mi sangre con la del Turco.
- Me contó Horacio Losito que cuando los ingleses lo estaban evacuando para operarlo, al lado de él había en el suelo del helicóptero tres “body bags”, bolsas de cadáveres. Tres bolsas llenas, se entiende, pero los brits sostienen que no tuvieron bajas fatales en ese combate. ¿No pensás que ellos minimizan sus bajas?
- Sí, Nicolás. Aunque no lo quiero poner en términos de quien mató más y quien mató menos. Yo se a quién le tiré, pero eso es algo entre Dios y yo.
- Hay muchos testimonios de que los ingleses ocultan sus bajas…
- Eso es exactamente cierto. Lo hacen en todos los conflictos, no sólo en el de Malvinas.
-¿Qué sentimientos te produce que algunos de tus bravos hombres en aquel combate, como Horacio Losito y Lucho Brun, estén hoy privados de su libertad, bajo cargos falsos?
-Te digo que añoro los tiempos de la guerra. Y te lo digo de corazón, porque me he sentido mejor tratado por el enemigo que por mi propia gente. Nuestra sociedad es caníbal y devora a sus mejores hijos. Es triste decirlo, pero se trata de una sociedad muy hipócrita.
Aún así, el día en que esa sociedad -que no lo merece- necesite ser defendida, el comando Tano Vercesi responderá nuevamente al llamado. Todos los fines de semana, quien vaya a Lobos, lo podrá ver saltando en paracaídas. Y practica tiro. Como cuatro décadas atrás, él sigue estando listo para entrar en combate al día siguiente.
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