
Otros tiempos...
Rondaría yo los seis o siete años y una sola habilidad: leer de corrido, apenas una modesta hazaña aprendida en los cartelones y peguntándole a mi abuelo, cual Jean-Francois Champollion antes de la piedra Rosetta.
Placeres: el cine, la lluvia y la tosca mano campesina de mi abuelo, que me llevaba a cuanto gran circo llegaba de más allá de los mares: el Shangri-La, el Gran Circo Norteamericano, y el mítico Sarrasani.
Los martes, con puntualidad suiza, íbamos al cine Real, casi pegado al Maipo, y por primera vez lo puse en aprietos a mi abuelo.

Era un cine continuado, y sobre la boletería un eslogan de fácil y difícil traducción: “El espectáculo empieza cuando usted llega”.
–¿Abuelo, cómo saben que llegamos?
Desconcertado, me dijo:
–Pues no sé, tendrán un gran espejo...
No quise embrollarlo más. Pero la explicación era sencilla: cine continuado desde la mañana hasta la noche. Cada martes llegaba un rollo vario pinto: un noticiero francés (¡Otra vez las bombas plásticas en Argelia!), Sucesos Argentinos, y el NO-DO español (acrónimo de Noticias y Documentales), que esperaba mi abuelo para gritar “¡Franco, hijo de mil putas, ojalá revientes de una vez!.
Después de esa descarga de cañón, el resto poco le importaba: ni siquiera Chaplin en La Quimera del Oro y el ballet de los panecillos.

Y de pronto, mi gran regalo: se oía llover. Fiesta completa. El tranvía, que pasaba por Corrientes y nos desembarcaba cerca de casa.
Mil recuerdos tengo, y de todo calibre. Pero pocos como subir a esa maravilla de hierro que parecía planeada por el ingeniero Eiffel.
Todo me deslumbraba. Desde la gorra que de decía “Guarda” hasta su mágica boletera plateada y brillante y sus dos bocas: boleto caro o barato, según el trayecto. Después, la mínima batalla por pescar un asiento con esterilla -los otros eran de buena madera, sólida, lustrada-.
Pero ver llover sobre la ciudad, con el aguacero golpeando los vidrios y borroneando de gris el paisaje era como caer en un nido y quedarse allí hasta el fin del planeta.
Cierto día le pregunte:
-¿Abuelo, qué es el Congreso?
... Y:
-¿Qué hay en congreso?
Recurrió a un argumento ingenioso:
–Los políticos.
–¿Qué son? ¿Quiénes son? ¿Qué hacen?
–Imaginate uno de los grandes circos de esos que tanto conocemos. ¿Qué hay en ellos?
–Magos, equilibristas, trapecistas, los motociclistas del Globo de la Muerte (mi pasión), contorsionistas, y los del triple salto mortal. ¡Cómo grita la gente en ese momento!
-Porque miran... pero no ven. Debajo, a dos metros del suelo, fuerte y tejida como una tela de araña, hay de punta a punta una red protectora.
Y así era...

Siguió con su lección,
–Son siempre los mismos, pero se cambian. Me parece que el domador de leones, anunciado y vestido como un general... es Corchito, el payaso.
–Y así es... No eres nada tonto.
–¡¿Pero por qué?!
-Porque el circo, y todo lo de más en este mundo, es un negocio, y al jefe se lo obedece sin chistar.
–Comprendo...
El tranvía desapareció en la navidad de 1962. Luto.
Ocho años antes, alguien compró en Inglaterra ocho unidades. Horribles. La música y los saltos sobre el pavimento, y sus dos varas en el techo se desencajaban dos por tres, con obvias pérdidas de tiempo, y uno recordaba la melodía nada agresiva, el zum zum de acero contra acero.
¿Qué fue de mis amados tranvías, de mi nido en los días de lluvia? ¡Desaparecieron!
(¡Líbrenme los cielos de sospechar un negociado: el mismo de los adoquines, que fueron calles y hoy entradas de mansiones!). Adoquines que parecían puestos por Leonardo, y hoy por una pandilla de orates rompegomas...

Vergüenza: según el urbi et orbi ciudadano, para inaugurar hace poco un breve circuito urbano... hubo que comprarlos en el Uruguay.
De paso, hoy, no hay ciudad moderna que no conserve su tranvía en pleno funcionamiento, por si fracasa el viaje a Marte...
Desde hace más de una década, el cartelito siguió teniendo razón: el espectáculo empieza cuando nosotros llegamos.
Pero ahora, tarde y sin red.
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