No pretende acercar recetas mágicas, fórmulas de autoayuda, palabras milagrosas. Todavía menos colocarse como un ejemplo de resiliencia y de batallas ganadas, para dar muestras de su valentía y exhibir su fortaleza. Celina Rucci se sienta frente a Infobae con sus miedos y sus temores. Para sumergirse en sus momentos oscuros pero también, para destacar los más hermosos.
Pero antes que nada, se presta al diálogo con la certeza plena de que es otra Celina, muy distinta a aquella que fue hasta principios de 2020, cuando a los 42 años recibió en los Estados Unidos -adonde se había mudado semanas antes- el diagnóstico inesperado: leucemia. No por casualidad, confesará: “Me cuesta muchísimo aceptarme hoy, tan frágil”.
Celina trae en sus manos su primer libro, La mujer que le hablaba al techo, que escribió junto al español Diego Casado Rubio. Si bien está inspirado en su experiencia como enferma de cáncer -más de una vez dirá que es necesario mencionar esa palabra, no ocultarla-, advierte que no se trata de una autobiografía sino de una novela que “refleja muchas cosas reales”.
“Hay días en que no puedo ni con mi propia vida, y no es de ahora: no le vamos a echar la culpa a la enfermedad -se sincera Rucci-. No me siento para nada en ese lugar de decirle a alguien qué hacer cuando las cosas no le van tan bien. La mía es una historia más de millones y millones y millones de historias, que nos atraviesan a todos”.
Y agrega, hasta con preocupación: “Se le habla mal al enfermo en general. No se le permite estar triste, deprimido. No se le permite llorar ni tener ninguna emoción negativa porque la gente sana lee eso como una falta de actitud. Quien transita eso tiene que ser un ejemplo de inspiración para los sanos. Entonces, este libro te permite pasar por muchas emociones que está bien pasarlas”.
El libro también encierra un mensaje, la necesidad de ser donante de médula para salvar vidas, que va dirigido a los jóvenes de entre 18 y 40 años: solo ellos pueden anotarse como voluntarios. “Tienen un súper poder, no lo dejen pasar -afirma Celina-. Porque lo vi yo, no me lo contó nadie: gente en hospitales esperando el donante o la muerte. Y es algo tan simple, sin cirugía: entrás por una puerta y quince minutos después salís, para seguir tu vida. Y otra persona va a recibir un sachet con esas células, que le van a dar la segunda chance de vida. Quiero que todos sepan lo fácil que es ser donante de médula”.
En estos cinco años Celina Rucci enfrentó mucho. Lo narra en el libro, lo descubre en esta nota: tratamientos dolorosos, debilidad extrema, la pérdida del pelo, la crueldad de las miradas ajenas, apenas un 7% de chances de vivir, la urgencia de un trasplante. La muerte merodeando.
“Pude superar las quimios y los rayos en todo el cuerpo, con las consecuencias y los efectos secundarios con los que actualmente sigo lidiando. Pero lo peor es la incertidumbre constante, el miedo de mañana despertar y decir: ‘Esto volvió’”.
—Celi, ¿qué es para vos el 7%?
—Un baldazo, y no de agua. En mi ataque de tratar de entender lo que estaba pasando en mi cuerpo, me hice la erudita y le dije al médico: “¿Qué probabilidad de vida tengo, qué porcentaje?“. Los médicos americanos tienen la obligación de decirte las cosas como son, no dan muchas vueltas, y entonces me contestó: “En tu caso, este tipo de leucemia tiene un 7% de probabilidad de vida”.
—Todo empezó con unas marquitas.
—Sí, con unos puntitos rojos. Desde la ignorancia absoluta, pensé que me había quedado dormida sobre una mano y se me había acalambrado. Toda mi vida había sido extremadamente sana, así que no les di valor a esos puntitos.
—El que se da cuenta es Federico Girardi, tu pareja.
—Sí. Él es médico, cirujano de columna. Le muestro y él, obviamente, cara de póker. Saca una foto: “Le voy a mandar a un colega hematólogo”, me dice, y le responden: “Que venga ya, necesitamos sacarle sangre”. Esto fue en mayo de 2020. Me había hecho un chequeo general en octubre, noviembre de 2019, y estaba todo más que bien.

—¿Cuándo fuiste a hacerte los estudios?
—Al día siguiente. Estábamos en Florida y viajamos a Nueva York a ver a su hematólogo. Me sacan sangre y después me dicen: “Vamos a volver a sacarte”. Ahí mi cerebro se bloqueó: entendí que no era común que me sacaran dos veces... Me dijeron: “Andá a tu casa, descansá”. El camino, que eran cuatro, cinco cuadras, fue eterno. De a poco empecé a tomar conciencia de que no estaba sana. Adentro mío se prendió una alerta.
—¿Imaginaste algo en particular?
—No llegué a tomar la dimensión de lo que realmente fue...
—¿Te aparecía en ese momento la palabra cáncer?
—No, no. Los argentinos no hablamos de la palabra cáncer. Decimos “enfermedad”. Las palabras que no se dicen no existen. Y si no existen, no hay nuevos tratamientos, no hay nueva medicina y no hay nuevos donantes, que es lo que necesitamos. Somos 46 millones de habitantes y solamente menos de 300 mil son donantes (de médula). Eso implica que te pasen un hisopo, que te metan en un banco de datos mundial y que quizás, algún día, te llamen para donar sangre, no para que entres a un quirófano. (quizás usar en la intro)

—Cuando llegás a tu casa, ¿qué pasó?
—Viene Federico y noto que lloraba. Él sabía lo que pasaba. Y sabía lo que podría llegar a pasar, que era lo peor. Me encerré en el baño porque no me quería morir.
—Salir del baño significaba que fuera real.
—Sí. En ese momento me dijo: “Tenemos que internarte. Ya te están esperando”. ¿Qué puede ser tan urgente que no me den ni tiempo a hacerme más chequeos, a una segunda opinión? Y fue así: fue muy doloroso, muy dramático, muy impactante. Como le pasa a todos cuando le dan un diagnóstico.
—Y además, un diagnóstico en pandemia, con todo lo que eso implicaba.
—Con todo el dolor que ya se respiraba en el aire, porque había mucha gente que se nos estaba yendo. Mucha incertidumbre, mucha gente sola. Yo también estaba sola, en otro país.
—Entonces, te internás.
—Lo primero que hacen es darme plaquetas, hacer una transfusión de sangre. En mi tipo de leucemia, que se llama leucemia mieloide aguda, la médula, que es tu fábrica de sangre, empieza a fallar y a producir células inmaduras, que empiezan a ocupar los lugares de las células que tu cuerpo necesita. No hay un tumor.
—Y entonces el cuerpo no te puede defender.
—Claro, porque son inmaduras. Como loquitas, empiezan a ocupar espacio en tu cuerpo y no sirven para nada. Y las que sirven, se empiezan a sentir desplazadas.
—Si te enfermás, si aparece cualquier infección, no tenés células que te defiendan.
—Todo es probabilidad de muerte, hasta que te pique un mosquito.

—¿Cuándo entendiste realmente lo que estaba pasando? Porque es todo muy shockeante.
—No, no... Creo que todavía no lo entiendo, y es parte de mi magia de seguir con vida (ríe). Hice tratamiento con quimioterapia, mi cuerpo reaccionó bien, todo iba bien: lo celebramos. Entró en remisión. Pero siempre estaba la posibilidad de que regrese: el médico me dejaba muy en claro que los controles serían muy seguidos, una vez por semana. Vuelvo a decirte: como cualquier cosa te puede matar, tu vida cambia absolutamente y no podés hacer un montón de cosas. Tenés que tratar de mantener tu mente muy calma.
—¿Cómo viviste la quimioterapia?
—Que se te caiga todo el cabello, al margen de lo coqueto que uno puede llegar a suponer, es mirarte al espejo y realmente verte enferma. Una toma 100% conciencia de que está enferma. Ver tu cuerpo en los tonos amarillo, violeta. Le decía a mi marido: “Tengo un color verde muerta”. No había maquillaje que te ayudara.
—¿Cuántas aplicaciones de quimioterapia tuviste que hacer?
—Fueron ocho meses. Eran quince días sí, quince días no.
—¿Cómo te sentías cuando te las hacían?
—Y... era “up and down”: tenías quince días arriba, que estabas bien, y quince días que quedabas en cama, hablándole al techo porque no tenía con quién hablar: estaba más sola... Y al estar acostada, mi visión era, paradójicamente, hacia arriba, lo que uno cree celestial. A ese techo yo le preguntaba, lo puteaba, le lloraba, me mimaba. El techo sería como mi subconsciente.
—¿Te enojaste con Dios cuando te dieron el diagnóstico?
—No. Nunca fui una persona de fe, devota. Me crié en una escuela católica, tomé la comunión, hice todo lo institucional. Y sin embargo, a todo lo refuté. Me alejé de la institución, pero no de (la idea de) que existe un Dios que nos ama y que si esto me tenía que pasar, ¿quién era yo para decir que no?
—¿Vos creías imposible que te pasara esto, enfermarte?
—Sí. Como toda persona que fue muy sana, yo me creía inmortal. “A mí nunca me va a pasar esto”, decía.

—¿Cuándo te asustaste?
—No hubo un día en que no estuviera asustada. Hoy sigo asustada. Los tratamientos no significan nada al lado de la incertidumbre de saber que esto puede volver en cualquier momento y me puedo morir. Y que cada vez son menos las opciones de salvarme. Los humanos tenemos un fallo: nos empezamos a dar cuenta de lo sensibles y frágiles que somos después de los 40 años.
—Cuando entrás en remisión, ¿hay algo de la vida normal que regresa?
—Nunca volvés a ser la misma. Yo era una persona que, por altercardos de la vida, a lo largo de los años se había construido una coraza fuerte. Pero llegó esto y me dio un palazo: me sacaron esa coraza y quedé totalmente vulnerable, desnuda, y no desnuda como la gente me conocía.
—¿Cuánto tiempo estuviste internada en el hospital?
—Tres meses. Y después, cada quince días me hacían quimioterapia, así, durante nueve meses más.
—¿En esos primeros tres meses te hicieron quimio?
—Sí. Fue fuertísimo. No tardaron ni una semana (en hacerla). Yo pensaba mucho todo el tiempo en cómo le iba a decir a mi familia, cómo les iba a decir a mis amigos, hasta que en un momento tuve que decir: “Stop. Si yo quiero que esto funcione, primero yo, segundo yo y tercero yo”.
—Bueno, ahí hay un aprendizaje.
—Sí. Nunca había estado en primer lugar. Igual me duró poco, porque ahora volví a tener otras prioridades: quiero cuidar mucho a mi marido; mi madre y mi padre están grandes. No he podido estar para mis amigos, que me han contenido tanto y durante tanto tiempo. Mínimamente, tengo que devolverles tanto amor.
—Hay algo de una Celina que enfrentó situaciones en su infancia, que después fue mamá muy chiquita, que siempre tuvo que estar cuidando a otros. Pero que un día tuvo que poder parar, ponerse como prioridad y decir: “Ahora me cuido yo”.
—Sí. Fue muy duro eso: no sabía hacerlo. No sabía ni cómo empezar a cuidarme. Encima, soy una cabrona: mi cabeza me jugaba las peores batallas. Actualmente lo hace.

—¿Qué te decía tu cabeza en ese momento?
—“Vos podés, de esta vamos a salir. Vos podés, vos podés, vos podés...“. Pero después, pasaba por adelante de un espejo, me miraba y decía: “¿En qué te convertiste?”. Y no por lo estético, eh. Si te estás muriendo, no te sirve de nada lo estético. Aunque es verdad que cuando uno ya tiene la tranquilidad de que el tratamiento está funcionando y te sacan un poco del terror de morirte, empezás a ver otras cosas.
—Hay algo de la estética que te vincula a la enfermedad. Pienso en muchas mujeres que tal vez no pueden acceder a una peluca o a cirugías reconstitutivas. La estética no es algo secundario.
—Totalmente. Todo suma y cada uno lo transita también como puede. Son tantas las emociones que vivís, y cada uno tiene distintas herramientas para hacerlo. En mi primera etapa, yo no me imaginaba sin mi pelo.
—¿Cómo fue verte sin pelo?
—Muy triste, muy triste... Pero me prefería sin pelo y no muerta. Cuando pudimos, cuando los análisis empezaron a arrojar resultados más positivos, tuve el tiempo de ponerme coqueta y dije: “Okey, tengo la posibilidad de seguir viviendo, ¿a ver cómo es esto? Tengo la peluca”.
—¿El pelo te lo cortaste vos?
—A los quince días me estaba bañando y siento que me tocan la espalda. Cuando giro y miro el piso, porque no es que se te cae un pelito, como cuando uno se baña, digo: “Empezó. Esto está sucediendo”. Y es muy difícil llorar abajo del agua (ríe). Es muy difícil llorar. En mi tipo de cáncer no hay posibilidad de que no se te caiga el pelo. Me acuerdo del día que estaba frente al espejo pasándome (la máquina) yo sola. Tengo un video de eso, llorando y diciendo... Pero eso no lo muestro, es para mí, para acordarme cuando me pongo quejosa... Al mismo tiempo lloraba y me reía, porque seguía convencida de que iba a sobrevivir. Son momentos bisagra.
—¿Ahí ya habían hablado del 93% de posibilidades de morir?
—No, todavía no. Eso fue en la segunda parte.

—¿Cuál fue otro momento bisagra?
—Cuando me permitieron volver a mi país, después de casi un año. Quería ver a mis amigos, a mi madre, a mis hijos, pero no me dejaban: mi médico no me autorizaba. Llegué con una euforia y una alegría. Obviamente, no lo había hecho público. Me acuerdo que hacía malabares para subir una fotito a mis redes. Yo era otra Celina: era una Celina que estaba atravesando una enfermedad, pero que no quería contarlo porque creía que no era el momento. Había mucho sufrimiento en el aire (por la pandemia) como para que yo aparezca y diga: “Tengo cáncer de leucemia mieloide aguda y pocas probabilidades de curarme”. Ponía una fotito tratando de disimular, con mi peluca, tomando un café. Y ahí va la gente sin vida, a escribir: “Ay, cómo engordaste”. ¿Pero cómo alguien puede decir algo así?
—Nunca sabemos qué le está pasando al otro del otro lado.
—Nunca sabemos. Y el que está escribiendo eso también le está pasando algo. En algún punto me gustaría abrazar a esa gente, porque si tenés tu vida ocupada y querés progresar y ser mejor persona, no ocupás el tiempo en escribir. Y eso de decir: “Si uno lo pone es para que te critiquen”. No. Yo lo pongo porque tengo ganas. De tus ganas criticar, hacete cargo vos.
—¿Vos decidiste hacerlo público o se filtró?
—Yo no decidí hacerlo público, pero no se filtró: me pasó algo tragicómico. Voy con mis amigas y mis amigos a un restaurante que después se hace baile. Estábamos todos eufóricos, celebrando la vida, saltando... ¡y se me voló la peluca! Literal (risas). Empecé a llorar porque me sentí obligada a contar: todavía no estaba preparada para enfrentar al público y que te empiecen a contar sus experiencias. Gente que te cuenta que perdió un hermano, que perdió un hijo...
—Y “rezá tal cosa”, “hacé tal otra”, “a mí me funcionó esto”.
—Claro. “Hacé tal terapia alternativa”. Y yo no estaba preparada para escuchar todo eso. Y mucho menos para escuchar que alguien se había muerto de algo que yo tenía. Estaba en el hosítal mirando la tele argentina cuando informan que la amiga de Lizy Tagliani, que tuvo covid y después le diagnosticaron leucemia, había muerto. Alguien que veíamos sonriente, feliz, contenta, ¡y pum!, se murió. Alguien que tenía lo mismo que yo.

—¿Cuál fue el momento más oscuro, Celi?
—En remisión, el médico me dice: “Vida normal”. Yo le digo: “¿Puedo bucear?”; “No”; “¿Me puedo poner bótox?”; “No”; ¿Puedo tomar clases de…?“; “No”; “Entonces decime: ¿qué es lo normal para vos? Porque mi vida normal es más para ese lado”. Para mí era una vida, pero menos... Me seguían haciendo controles y le vuelve a tocar a mi marido decirme que había regresado. La frase fue: “Esa mierda regresó”. Y ahí dije: “Otra vez no”. Porque yo me había aferrado a la idea de que no iba a pasar, aunque podía pasar. Ahí entré en un pozo bastante oscuro. El tratamiento era mil veces más agresivo que el primero. Todo era más frustrante. Yo estaba muy enojada.
—¿Cuánto tiempo había pasado?
—Un año y medio. Enero de 2023. Me sentí derrumbar. Tuve muchísimo miedo de no tener la fuerza que necesaria. Y apareció la palabra tan temida: “Tu única salvación es un donante de médula”.
—¿Es así? ¿Esa es la conversación?
—Sí. No hay plan B. Porque te hacen todas unas quimios... Te voy a hablar brutamente, no como médica, porque no lo soy ni quiero serlo.
—Absolutamente.
—Te vacían todo. Tu médula. No hay algo que va específicamente a matarte las células inmaduras: te matan todo, lo malo pero también lo bueno que está en tu cuerpo. Y vos estás ahí, sin defensas, y a la espera de que venga un donante porque tu médula no va a volver a generar sangre. Entonces, si no aparece ese donante te morís. Como se han muerto muchas personas. Muchísimas. Niños, niños. A la leucemia se le dice también el cáncer de los niños. En la primera (quimio) se confió en que el tratamiento iba a resetear mi médula, e iba a empezar a funcionar.
—Y no pasó.
—Duró un año y siete meses, hasta que volvió fallar. Y apareció la necesidad de un donante.
—¿Sabías cómo era un trasplante de médula?
—No, no.
—¿Qué preguntaste?
—No mucho. Estaba entregada: lo que sea, que lo hicieran.
—Cuando se empieza a hablar de un trasplante, ¿primero se chequea con la gente cercana?
—Una de las grandes posibilidades es que tengas un hermano, porque ahí existe bastante compatibilidad. Pero yo no tengo hermanos directos.
—¿Tu hijo no podía ser donante?
—Los hijos pueden ser donantes, pero en una escala del 1 al 10 de compatibilidad, se llega como máximo al 5. Mientras más alta sea la compatibilidad, mejor se injerta en tu cuerpo la nueva médula y tenés menos probabilidades de rechazo.
—Y si vos no te hacías ese trasplante, te morías.
—Sí. Una persona que necesita un trasplante de médula, si no consigue un donante se muere. Podés llevarlo un tiempo con quimio, pero tu organismo empieza a fallar y la quimio es algo como un veneno.
—¿Cuánto tiempo tenías para lograr el trasplante?
—Como mucho, dos meses.
—¿Y cómo se hace?
—Hay un banco mundial. Mi donante fue una francesa.
—¿Cómo te enteraste que estaba la donante?
—Apareció el médico, con una felicidad... No es tan fácil hacer un match, que alguien sea compatiblemente genético con vos si no es familia. A mí me pasó ser una eterna agradecida y tener un ángel en Francia que sin ningún tipo de... No sé ni por qué lo hizo.
—Altruismo.
—Altruismo absoluto.
—¿Nunca la conociste?
—Tengo que llegar a los cinco años de vida para poder mandarle una carta. Yo ya la escribí la carta, está acá: en el libro. Y si ella acepta, quizás pueda agradecerle, aunque no hay un día en mi vida en que no se lo agradezca. Esa persona me salvó la vida, es un ángel. En Francia le sacaron la sangre, la subieron a un avión, y la llevaron a Nueva York. 24 horas después estaba colgada la bolsita con su médula, pasando a mi cuerpo.

—En tu cabeza, ¿vos tenías el 7% o el 93%?
—El 93% de probabilidad de morirme sonó muy fuerte, pero me aferré al 7%. Cada uno se tiene que aferrar a la soga que mejor le ayude a transitar lo que tenga que transitar y vivirlo como pueda. Yo no quiero ser la mujer enferma de mi marido. Cada vez que me siento un poquito mal digo: “Ay, no, otra vez no”. Ahora no me aguanto ni un resfrío. No quiero más estar enferma para no ser la carga, porque el enfermo también se siente un poco carga de su entorno. Te invade la culpa de que el otro no se está yendo a una fiesta porque se tiene que quedar tu lado, que se está perdiendo parte de su vida por quedarse con vos, porque no quiere perderte. Yo le decía: “Andate”.
—Hay algo de la enfermedad que es vivir con miedo.
—Todo el tiempo. Los controles primero eran semanales, después mensuales, y recién ahora, luego de cinco años, llegué a tres meses. Y no quiero ir a un hospital. Los odio. También los amo porque me salvaron, pero no quiero más. No me gusta, no me siento parte de ahí. Me agarra asfixia cada vez que entro a un hospital, me quiero ir. Y me empezó a agarrar una paranoia: “¿Y si me volvió?”. Me dolía la cabeza, como le puede pasar a cualquiera, y pensaba: “¿Y si esto es un síntoma?”. Entonces, tengo que vivir eternamente con este miedo, con esta pistola invisible apuntándome a la cabeza, que no sé cuándo va a jalar. Es muy difícil vivir con eso. Por eso me aferro a los buenos momentos: una charla con amigos, un lindo viaje, ver un pajarito. Son cosas que me devuelvan a la vida porque sino, no puedo dejar de pensar en la muerte.

—¿Cuándo fue el trasplante?
—Marzo de 2023.
—El cuerpo tuvo que aceptar ese trasplante.
—Es muy cruel. No podía caminar, pesaba 42 kilos, la fragilidad absoluta. Eran como las últimas fichas. ¿Viste cuando estás en el casino y tenés la montañita de fichas, pero vas jugando y se te van acabando? Y entonces decís: “Bueno, si a esta no le meto un pleno... fuera de juego”.
—¿Hay un aprendizaje de lo que de verdad importa?
—No te voy a decir que ahora veo todo de color de rosa, las cosas maravillosas, y antes no las veía. Siempre fui así. Pero ahora veo todo mucho más desde la sensibilidad. Estoy híper sensible. Un perro en la calle me da llanto, no sé cómo ayudar. Sé que mi vida ya no es eterna y en lo que me quede de vida me gustaría aportar aunque sea un granito de arena, porque sino, la vida no tiene sentido.
—¿Ahora disfrutás del aquí y ahora?
—Sí. Pero con esta pistola que te dije en la cabeza, cuesta.
—¿Se sigue sintiendo esa pistola en la cabeza?
—Todo el tiempo. Es imposible... Mirá que trabajamos con mi psicóloga, con mis amigos. Pero esto que te piden, que vos tenés que ser un caso inspirador para los sanos, también es terrible.
—Déjenme en paz.
—Te dicen: “Quedate tranquila, todo va a estar bien”. No, dejame en paz. No sé si va a estar todo bien. Entiendo que me lo digas desde el amor, pero no, no es así.
—¿Qué tiene que hacer un amigo en una situación así?
—Bueno, no tengo el manual. Creo que que lo mejor que un amigo puede hacer es decirte: “¿Necesitás que te vaya a hacer las compras, que vaya a buscar un remedio?”. Acompañar dando una mano, no solo en lo emocional. A mí me ayudaba hacer planes para sacarme del miedo de que no iba a salir. Uno sabe cuándo entra a un hospital pero no sabe cuándo sale. Entonces para mí era fantástico hacer planes de viajes. Me ilusionaba. En el hospital tenía un cuadrito horrible de una terracita con flores, como de Grecia, y yo decía: “Cuando salga de acá voy a estar tomando un vinito ahí”. También usaba mucho el humor, sobre todo el humor negro, como escape, para descomprimir. Me hacía unos chistes horribles de los que me reía yo sola: en la sala nadie se reía. Pero lo necesitaba.
—¿Cuándo llegó el alta?
—No hay.
—¿Nunca?
—No existe. Pero a medida que va pasando el tiempo se supone que la probabilidad de que tu médula vuelva a fallar disminuye.
—Mencionaste la salud mental. ¿Pudiste pedir ayuda?
—Sí, sí, tengo mi psicóloga. Y hasta tuve un psicólogo oncológico, que no tenía idea (de que existía). En la primera consulta le dije: “¿Cuál es la diferencia entre vos y mi psicóloga?”. Y me dijo: “Conmigo podés hablar de la muerte”.
—¿Y vos, querías?
—No sé si hay alguien que quiera hablar de la muerte. Pero debía hacerlo.





