Cada padre reacciona distinto. Pero hay un reflejo que algunos comparten: la inquietud que aparece cuando un hijo —niño o adulto— está lejos. ¿Habrá comido? ¿Tendrá frío? Interrogantes que, en el fondo, son otra manera de decir: “¿estará a salvo?”. Silvia Cunio, madre de Ariel y David —argentinos-israelíes cautivos en Gaza desde hace 649 días— se hace esos planteos seguido. Las respuestas la desesperan. Aun así, no puede dejar de pensar en cómo están sus hijos. Ni de imaginar cuándo los volverá a ver.
Es un viernes caluroso de julio en Israel. Silvia Cunio pide unos minutos para trasladarse desde el balcón donde recibió la videollamada a la habitación que comparte con su esposo. Tiene práctica como entrevistada: con rapidez acomoda el celular, se asegura de quedar en el centro del encuadre. Lleva puesta una remera negra con la foto de sus hijos secuestrados y un texto en hebreo que dice “Devuelvan a Dudi (apodo de David) y a Ariel. Los queremos en casa ahora”. A su espalda, idénticas remeras están apiladas sobre la cama.

“Ellos no tienen cuarto de seguridad, no tienen alarmas, no tienen nada —dice—. No tienen agua, no tienen comida. No sé cómo están viviendo, no sé en qué situación están. Espero que estén vivos. Es lo que siento”.
Que ella mencione las habitaciones de seguridad —refugios construidos para protegerse de los misiles— y las alarmas no es fortuito. Forma parte de la rutina que volvió a intensificarse para los israelíes durante la reciente guerra con Irán. Días atrás, los dos países pactaron un alto al fuego. Pero la paz no llegó. En Medio Oriente los conflictos bélicos se superponen. Persisten. En especial, en la Franja de Gaza, donde más de 58.000 palestinos murieron desde el inicio de la ofensiva israelí, en respuesta a la masacre terrorista de Hamás, ocurrida el 7 de octubre de 2023.
“Que negocien y traigan a todos los rehenes. Que Hamás acepte todo lo que se le pide. Y que también pueda pedir, como pedimos nosotros. Y terminen con esta locura —dice—. Están haciendo una guerra, como se dice en argentino, al cuete. No hay ganadores ni perdedores. Nadie gana”.

Silvia Cunio nació en Argentina y creció en el barrio porteño de Villa Crespo. Junto a su esposo se estableció en Israel en 1986. Dos años más tarde, fijó raíces en el kibutz Nir Oz, donde vivió hasta el trágico 7 de octubre. La noche anterior, en su casa había reunido a 20 familiares, entre sus hijos, nueras, nietos y otros parientes. De esos 20, ocho fueron secuestrados y tomados como rehenes por Hamás.
Todo empezó a las seis y media de la mañana del sábado, con el sonido de las alarmas. Su hijo menor, Ariel, de 28 años —atravesó sus dos últimos cumpleaños en cautiverio—, fue el primero en alertar a través del grupo familiar de WhatsApp de que había terroristas en el kibutz. Desde distintos puntos, llegaban mensajes: “están disparando contra la casa”, “están adentro”, “están rompiendo la puerta”. Silvia y su esposo pasaron siete horas encerrados. Cuatro veces intentaron forzar la entrada a su habitación-refugio. A ellos no les incendiaron la casa. Sus hijos, en cambio, enfrentaron una decisión imposible: morir —y ver morir a los suyos— por asfixia o salir y arriesgarse a caer en manos de los atacantes.
Silvia no recuerda con exactitud cuándo supo que se habían llevado a dos de sus cuatro hijos, a dos de sus nueras y a dos de sus nietas. Lo que sí recuerda es la desesperación con la que llamaba, una y otra vez, a sus conocidos, tratando de localizar a alguien que pudiera trasladarse hasta las casas de sus hijos. Por los mensajes que había llegado a intercambiar, sabía que al menos dos de ellos —Eitan y David, mellizos de 35 años, hoy uno en Israel y otro en Gaza— se estaban ahogando. Lo demás, el resto del recuerdo, se pixela. Hoy vive divida entre la libertad —la mayoría de sus familiares regresó en distintas tandas de liberación— y el cautiverio de David y Ariel.

A la espera y al silencio, a veces se suman otras crueldades. Mientras el gobierno de Israel y la organización terrorista Hamás negocian, a través de mediadores, una posible tregua y el regreso de los secuestrados, circulan listas con nombres de rehenes —vivos y muertos— y con el supuesto orden en que serían devueltos. Silvia no sabe quién confecciona esos listados, quién los filtra ni con qué fin. Aunque sabe que no puede darles crédito, al leer que sus hijos figuran entre los vivos, algo se despierta. Escepticismo y al mismo tiempo esperanza.
Pide por todos, no solo por los suyos: “La liberación no puede ser por tandas. En 60 días de tregua, hablan de traer a ocho con vida y 18 sin vida. Quedan 20 con vida, teóricamente. ¿Qué pasa con los demás? ¿Qué van a hacer si la guerra sigue después de esos 60 días? ¿Van a volver a negociar para traer a los que faltan? Es como un globo de chicle que se infla, se infla, se infla... hasta que explota”.
La espera, dice, no se puede prolongar más.

Es un viernes de julio. Luis Har acaba de aceptar una videollamada que une el sur de Israel con la Ciudad de Buenos Aires. Frente a cámara, muestra los dijes que cuelgan de su cuello: uno lleva la palabra hebrea Tikva, esperanza; el otro, un lazo amarillo, símbolo del Foro de Rehenes y Familias Desaparecidas, una organización que exige la devolución de todos los secuestrados: los que siguen vivos y también los que fueron asesinados, para poder enterrarlos en Israel. Su remera dice “Trainganlos a casa ahora”. Él ―argentino-israelí, jubilado, padre de cuatro hijos, abuelo de 10 nietos, apasionado por las danzas folclóricas y la cocina―, todo en él, se convirtió en mensaje.
“Mucha gente no sabe ni supo lo que pasó el 7 de octubre” dice y por no saber se refiere a la violación sexual y sistemática de mujeres, los asesinatos brutales, las mutilaciones en niños y adultos, el secuestro de personas en las calles o en sus casas y la difusión por parte de los terroristas de cada acto, cada humillación, para que todos vieran. “Si entraron a nuestras casas, si nos sacaron de nuestras camas, que es el lugar más seguro, y lo hicieron con éxito porque lo consiguieron hacer a tanta gente... lo que pasó aquí el 7 de octubre puede pasar en cualquier parte del mundo y debe saberse y no olvidar”.

Luis Har es oriundo del partido bonaerense de Lomas de Zamora. Llegó a Israel en 1971, con 18 años. Su primera casa fueron unos dormitorios estudiantiles en Tel Aviv. Al año, emigraron sus padres y se mudó con ellos. Fue voluntario en un kibutz, hizo el servicio militar, combatió como tanquista en la guerra de Iom Kipur, se casó y tuvo cuatro hijos. La vida siguió: se divorció, formó una nueva pareja, se convirtió en abuelo. Hasta el 7 de octubre de 2023 sus días se dividían entre dos kibutz ubicados a pocos kilómetros de Gaza: Urim, donde vivía y trabajó muchos años haciendo tareas de contaduría, y Nir Itsjak, donde residía su pareja, Clara Marman. Junto a ella y otros cuatro familiares fueron secuestrados.
Todos son argentinos-israelíes. Durante el cautiverio, hablar en español, imaginar viajes a Bariloche, a Ushuaia, a las Cataratas del Iguazú, fueron algunas ―entre muchas otras― formas de sobrevivir. “Los cinco estamos vivos. Las mujeres salieron a los 53 días, en un primer acuerdo. Y mi cuñado y yo fuimos rescatados por el comando israelí en la madrugada del 12 de febrero de 2024. Nosotros hemos tenido suerte. No nos han pegado ni tocado físicamente, pero igual hubo mucha guerra psicológica. Es muy bravo pasar por esos momentos. No se lo deseo a nadie”.
Hoy, además de dar testimonio de su experiencia en Israel y en otras partes del mundo, su trabajo consiste en sostener a otros. Inyectar ánimo entre quienes todavía esperan noticias de sus seres queridos cautivos en Gaza. Y lo hace bien. Pero hay ilusiones que no se permite: “Hasta que no los vea [a los rehenes] aquí, no voy a creer en ningún intercambio. Ninguno. Se habla mucho, pero la mayoría de las veces termina mal y no quiero desilusionarme. Sí pido y espero que salgan lo antes posible. Pido por la salida de todos, porque no hay que dejar a nadie”.
Sobre el estado desesperante que atraviesan algunas familias, agrega: “No sé si van a poder volver a una vida normal. Ninguno de nosotros va a volver a la vida que tuvimos antes. Hemos cambiado. Toda esta situación nos ha cambiado la forma de pensar, la forma de vivir y todo es diferente”.
El cambio es emocional y físico. Tiene problemas para dormir. Ciertos ruidos lo estremecen y devuelven mentalmente a Gaza. Pero también cambió su manera de mirar el mundo. Antes creía en una convivencia pacífica entre los dos pueblos. Ahora, después de haber visto tanto odio, ya no lo cree. Si acaso fuera posible, dice, deberán pasar varias generaciones, fundar escuelas, buscar otras formas, distintas a los túneles y las armas.

“No sé si conocés la teoría de la espiral del silencio”, dice Gabriela Jonas, argentino-israelí, por videollamada, un martes de principios de julio.
La teoría de la espiral del silencio describe cómo las personas tienden a ocultar sus opiniones si creen que son minoritarias, explica. Así, la espiral se dibuja a medida que las opiniones minoritarias se callan y las consideradas mayoritarias aumentan y se vuelven dominantes. “Creo que mucha gente no dice todo lo que piensa porque tiene miedo. Miedo de que la escrachen, de pasar un mal momento o de ponerse a discutir”.
Gabriela Jonas habla de miedo pero pareciera que también habla de soledad. De la experiencia de no sentirse representada por ninguna de las posturas que predominan. Por un lado, alinearse con Hamás, una organización que declara en forma abierta su intención de exterminar el Estado de Israel.
“Mucha gente opina. Incluso amigos de cuando yo vivía en Argentina. Dicen cosas con las que no coincido. Pudo haber habido causas pero lo que pasó el 7 de octubre fue brutal. No puede justificarse. Fueron hordas que asesinaron, violaron, quemaron personas. Cosas terribles. Familias enteras borradas del mapa“.
Dice que está especialmente enojada con el movimiento feminista. En particular, con Judith Butler. En marzo de 2024 se conocieron unas declaraciones en las que la filósofa calificaba los ataques del 7 de octubre como parte de un movimiento de resistencia. “¿Cómo puede decir esa barbaridad?”, se pregunta.
Y, en la cara opuesta a alinearse con Hamás, está la otra postura: respaldar sin matices la respuesta del gobierno de Benjamín Netanyahu. “Hoy Israel está haciendo muchas barbaridades también allá ―dice―. Pero cuando vos hablás con gente que perdió a un familiar o a un amigo cuesta mucho. Ellos dicen ‘a mí qué me importa. Mirá lo que nos hicieron’. Y uno sobre ese dolor no puede pedirles que entiendan. Y lo mismo pasa allá [en Gaza]. Generaciones que han matado. Un pibe que vive allá, ¿por qué nos va a querer? Es una seguidilla de violencia que engendra más violencia”.

Gabriela Jonas nació en el pueblo santafesino de Moisés Ville. Siendo muy joven fue periodista en importantes medios de comunicación de Ciudad de Buenos Aires y Rosario. En 1996 emigró a Israel, donde se doctoró en comunicación, se casó y tuvo dos hijos. Hoy es docente. Da clases en una universidad y en una escuela secundaria.
“Mi comunidad sufrió mucho el 7 de octubre. Mataron a una señora que ya estaba jubilada pero había trabajado muchísimos años. Montón de estudiantes asistieron al festival Nova. El marido de una compañera todavía está secuestrado en Gaza”, enumera. Y detalla: “No hay familia que no haya estado atravesada. Por eso, en la universidad se creó un departamento con profesionales especializados para ayudar a estudiantes y a trabajadores”.
La reciente guerra de 12 días con Irán la encontró en temporada de cierre de clases y entrega de notas. “En la escuela comenzaban las vacaciones pero entre los maestros se hicieron encuentros por Zoom como forma de contención. Y en la universidad hicimos un closer de curso y les preguntamos a los alumnos dónde estaban, cómo se sentían y si habían vuelto a las casas de sus padres”, dice. “Era difícil estar centrado ―sigue―. También porque no veníamos durmiendo bien”. Las alertas eran múltiples y los ataques, en su mayoría, de madrugada.
Vivir en una zona de conflicto y violencia continua deja secuelas. Los impactos son distintos para cada quien. Ocurre en Israel. Y ocurre en Gaza, donde la crisis humanitaria se agrava día a día, con especial impacto en niños.
Si para Silvia Cunio la herida más profunda es la incertidumbre cotidiana sobre el destino de sus hijos y para Luis Har es la transformación que deja el cautiverio ―incluso cuando se sobrevive― y para Gabriela Jonas, la imposibilidad de encontrar un lugar propio entre posturas polarizadas, para Denise Segalis la marca es otra.
Llegó a Israel en enero de 2020. Un mes después, la pandemia de coronavirus alteró todos los planes y su rutina se adaptó a esa nueva realidad global. Durante los años siguientes, su vida se ordenó entre el trabajo y los amigos. Hasta que el 7 de octubre de 2023, la guerra irrumpió. “Entramos en una situación que hasta hoy se mantiene”, dice.
Los días de guerra con Irán trajeron miedos anteriores: correr a los refugios, no dormir por las noches, vivir al ritmo de las alertas. “Tras el cese al fuego, volver a la rutina no es fácil —dice un martes de julio por videollamada—. Escuchábamos bombardeos hace unos días y ahora tenemos que seguir como si nada. Cuesta. Uno se puede deprimir, sentir angustia”.
En medio del conflicto se disocia. Graba con su celular y publica videos en sus redes sociales para contar cómo se vive una guerra. “Pongo la cabeza en otro lado. Me muevo entre mundos”. Hablarle “a un afuera” le permite sobrevivir en “ese adentro”. “Esa disociación —dice— también es parte del trauma”.
Mientras tanto, la vida sigue. O algo que se le parece. “El mes que viene me caso. Todo lo que pueda adelantar lo estoy haciendo ahora. No sé si mañana la situación cambia”. Eligió Barcelona para la ceremonia. “No queríamos casarnos en Israel porque a algunos invitados les puede dar miedo venir y porque también todo es muy inestable. No sabemos qué puede pasar. Si abre el aeropuerto, si cierra, si hay misiles”.
Pero planificar en la incertidumbre no es lo que más la angustia. “Nosotras éramos un grupo de 12 amigas. Después del 7 de octubre quedamos solo dos en Israel”, explica. “Cuando uno vive afuera, los amigos son familia. Y perder un grupo de un día a otro, con muchas ni nos pudimos despedir, algunas salieron del país y no volvieron, es muy fuerte. Todavía lo trabajo mucho. Yo respeto todas, absolutamente todas las decisiones. Sintieron miedo y está bien. Creo que cada uno hace lo que puede”.
Producción audiovisual, entrevistas y guion: María Belen Etchenique / Edición: Juan Olivan, Leonardo Senderovsky y Florencia Montenegro