En el segundo día de entrenamiento de rubgy en la Unidad Penitenciaria 48 de San Martín surgió el nombre pero también una revelación. “Este equipo tiene nombre: Espartanos“, anunció sin previo aviso uno de los presos, al que llamaban Gordis. “¿Y vos quién sos para decidir por los demás?”, quiso saber Eduardo Oderigo, Coco para todos, el creador de ese proyecto tras las rejas que por entonces -en 2009- todavía era más el bosquejo de una idea que una realidad bien definida.
Gordis se dio vuelta, miró fijo a sus compañeros de pabellón en esa cárcel del Gran Buenos Aires, y exclamó: “Somos Espartanos, ¿no?“. Hubo un “Sí, sí, sí...” reproducido a coro. “Está bien. Pero argumentame por qué”, indagó Coco. “Porque veo la película 300 todas las noches y el espartano no tiene dolor ni sufrimiento". Y ahí, ya no hubo quién le discutiera.
Poco después, los recién bautizados espartanos se enteraron de que Oderigo era abogado penalista. Y el pedido fue unánime: los presos quería que los defendiera. “No, no, no... Yo acá soy profesor de rugby y no quiero que salgan ni un día antes”, aclaró Coco. “¡¿Cómo que no?!”, dijo algún detenido, en el desconcierto compartido. "No. Los Espartanos no son para que se vayan antes“.
Más bien, es para que se vayan siendo mejores. Porque al fin, el asunto es mucho más complejo.
La Fundación Espartanos utiliza el deporte -en este caso el rugby-, junto con la educación y la espiritualidad, para transformar la vida de los detenidos, con el objetivo de facilitar su reinserción en la sociedad al recuperar la libertad y, de esa manera, reducir la reincidencia delictiva.
Arrancó en aquel penal de San Martín. Y hoy, ya son 2500 espartanos distribuidos en 44 penales de la Argentina y otros tantos del exterior, en países como Uruguay, Chile, Perú, Salvador y España. Y hasta en Kenia. “Yo nunca fui, pero una mujer keniata y un argentino vinieron a la cárcel a ver lo que hacíamos y se llevaron la idea. Ahora en cuatro penales de allá, tres de varones y uno de mujeres, están jugando al rugby con esta idea que nació por acá”.
La experiencia de Coco con sus espartanos es tan de película que se hizo serie. Espartanos: una historia real, está disponible en Disney+, con Guillermo Pfening como Oderigo, este abogado por tradición familiar que jugó en el SIC desde los 9 a los 35 años. Y que terminó encontrando la misión de su vida casi por casualidad. O por cansancio.
—¿Cuándo pisaste una cárcel por primera vez?
—Un día, un amigo al que le gustaban los casos policiales me dijo que quería conocer una cárcel. “Mirá, yo no voy a la cárcel”, le respondí. Me empezó a insistir, insistir, insistir, hasta que al final, para sacármelo de encima, fuimos al Penal de San Martín. Y lo que vimos ahí, yo no lo había visto nunca... Muchas personas tristes, que te miraban con mucho resentimiento. Y dije: “Estas son las personas que veo que salen del juzgado y al poco tiempo vueven con un delito peor, hasta llegar al homicidio en ocasión de robo”. Ver a esas personas ahí fue como adelantarme a los acontecimientos. Ponele que la Policía trabaje bárbaro, también el juzgado, el Servicio Penitenciario, los ministros, pero si esas personas salen y vuelven a robar, hay algo que está faltando. Ahí es donde se me ocurre hacer algo nuevo.
—¿Qué fue lo que viste en el penal?
—Vi esas caras que seis meses o un año después, las ves en el noticiero. Cuando matan a alguien, siempre detienen a una persona que estuvo presa y salió de la cárcel cinco meses atrás. Y la culpa es del juez que lo larga, de la Policía que no cuida, del intendente porque la cámara (de seguridad) no funcionó, y bla, bla, bla. Pero lo que ves en la tele, yo lo veía de antemano ahí.
—¿Es necesario que te protejan adentro de un penal?
—Hoy por hoy, sí. Si yo llego a la cárcel se van a dar cuenta de que vengo de otro lado y no va a ser fácil. Pasa con algunos chicos que vienen detenidos de otros ambientes, digamos. La enorme mayoría no tiene estudios primarios, y cuando metés a alguien que viene de otro lado... es muy difícil. Le empiezan a pedir cosas y si no las trae, se le puede complicar. Entonces la familia desde afuera, por tener bien a su hijo, empiezan a ceder y a llevar. Hasta que un día dicen: “Basta”, y se lo sacan de encima.
—Si uno no paga esa protección, ¿lo pueden golpear, lo pueden violar, la puede pasar mal?
—Creo que lo de las violaciones ya hoy no pasa. Pero si no tenés ninguna protección de nada, alguien que te diga: “Bueno, te meto en un pabellón distinto y que te cuiden desde el Servicio Penitenciario”, vas directamente a la jaula del lobo. Tampoco es fácill para el que no tiene nada, eh: llegás con unas zapatillas y te las quieren sacar.

—¿Hay un reglamento interno del penal, tácito?
—Sí. Los pabellones no se arman en función del Servicio Penintenciario sino de los propios presos, que dicen: “Che, ahí llegó mi primo, lo traigo. Y a este también, que es amigo”. Para que no haya problemas dejan que ellos elijan con quiénes van a vivir.
—¿Qué mirada tenés sobre los celulares adentro de los penales?
—En la provincia de Buenos Aires tienen celulares; en las cárceles federales no. Pero lo tienen a escondidas: siempre hay por dónde meterse, un guardia corrupto y demás. Todos habrán recibido “un llamado del banco tal, y dame el registro de...”, y la enorme mayoría viene de una cárcel. Pero no es celular sí o no, sino ponerle cabeza para que esto funcione. Tener celulares tiene su lado positivo: les baja la ansiedad porque hablan con sus familias. Ser abrupto y decir “no”, te genera otras cosas. No estoy del lado de los presos ni mucho menos, pero ese diálogo con la familia es clave. Veámos cómo se hace, porque si eso significa que empiece a subir cosas en las redes y que a las familias de sus víctimas no les guste, estoy de acuerdo. Pero me gustaría que puedan hablar con sus hijos a la tarde, ayudarlos con la tarea, o hablar con su mujer, con su madre. Hasta ahí. Todo lo demás, me parece que es discutible.
—¿Cómo hiciste el clic del rugby en un penal?
—Mis amigos dicen que como no me querían poner más en los equipos de mi club, porque ya era más grande, me armé mi propio club (sonríe). Cuando hacés un entrenamiento, es divertido, te gusta, te apasiona. Y llevarlo a la cárcel era una novedad. Y como a mí me apasiona, no me costaba ir a la cárcel. Era como enseñarle a chicos de 10 años en cuerpos de 20, 25: con ese mismo entusiasmo participaban todas las semanas. Ahí dijimos: “Esto puede llevar a un cambio”.
—Y tampoco tuviste prejuicio de meterte en los penales a estar con personas que tal vez había matado a alguien, y armar equipos.
—Bueno, cada uno con lo suyo. Ya hubo un juez que lo juzgó y va a estar no sé cuánto tiempo (preso). La cárcel es el último lugar para hacer altruismo, porque pierdo por goleada con todos los que me dicen: “Che, ¿por qué no vas a otro lado? Esta gente no se merece nada”. Pero en la pata egoísta, pensé en mis hijos, y que estas personas un día van a salir y se los van a cruzar. En ese momento mi hijo más grande tendría ocho, nueve años, y pensé: “Un día va a salir a la calle solo, en colectivo, en bicicleta o a caminar, y se va a cruzar con las personas que salen cada vez peor, y cada vez son más. Hay que hacer algo más por los que vienen”.
—¿Cómo convenciste al director de ese penal? ¿Cómo fue esa charla?
—No fue fácil porque me decía: “No. Esta gente no cambia. Y un deporte violento con personas violentas es tirar nafta al fuego”. “Dejame hacer una práctica y si se pelean, no venimos más”, le respondí. Esa práctica salió bastante bien dentro de lo que el director pensaba que iba a salir. Y ahí empezamos a ir, martes tras martes.

—¿Los detenidos se engancharon fácil?
—Se fueron enganchando porque les gustó esto de ser agresivos pero con reglas. Venían con agresividad casi desde que nacieron, los llevaron ahí y se seguían manejando por violencia. Yo les decía: “¿Querés ser agresivo? Es por acá”; “¿En serio? ¿Y no me van a retar?”; “No, te van a felicitar”. Y se tacleaban y se sentían bien. Lo que descargaban ahí... Uno me dijo: “En esta hora que jugué me saqué dos años de odio”. Pero empezó a haber problemas porque los presos ya no le respondían tanto al director con sus cosas malas, empezaban a respondernos a nosotros, y nos quisieron sacar.
—¿Con qué no le respondían?
—Muy poca gente va a la cárcel a dar una mano, y nosotros empezamos a ir todas las semanas. Entonces vimos un tipo que entró a un lugar de castigo y salió con los nudillos llenos de sangre. Y otro estuvo boxeándolo a uno, que estaba ahí adentro. Y ya molestábamos porque veíamos lo que nadie ve. Los presos querían que estemos pero los guardias ya no querían que estemos, y entonces, palos en la rueda: la cancha estaba ocupada los martes, cuando íbamos. Empezamos a entrenar en un patio, hasta que tres meses después nos metimos de vuelta en la cancha. Fue una lucha casi cuerpo a cuerpo con ese director. Pero a mí no me iba a ganar alguien que lo único que quiere es que esto siga siendo igual. Y me quedé.
—¿Cuál de los presos que empezaste a entrenar fue el primero en salir en libertad?
—Uno que se llamaba Roberto. “Me dijeron que vendía drogas pero yo no fui”, me había dicho, lo mismo que te dicen nueve de cada diez presos. Pero fue al juicio oral y lo absolvieron, y salió en libertad. Después supe que estaba de repositor en un supermercado y me relajé. Pero el tema me quedó: “¿Y el día después?”. Todo muy lindo el rugby, y si querés le agregás la espiritualidad, la educación, pero la clave está cuando salen ahí: ¿quién contrata a alguien que estuvo preso? Teníamos que romper esa idea de las empresas. De a poquito fuimos logrando que algunas empresas se sumaran. Hoy son más de cien las empresas que pasan de largo el tema de los antecedentes: si cumplieron la pena, ya está; y si es bueno para el trabajo, lo toman. Y muchísimos están agradecidos.
—Por supuesto: hay delitos y delitos, ¿no?
—Sí. Acá los propios espartanos sacan a los que tienen delitos sexuales. Ellos mismos no los dejan participar. Y aunque supuestamente los guardias revisan a toda la gente, pero la droga entra a las cárceles. Hace varios años el capitán de Espartanos dijo: “Acá el que quiere jugar al rugby no se droga más. ¿Te querés drogar? Te vas a otro pabellón”. Y erradicó la droga.
—¿Siguió trabajando Roberto, anduvo bien?
—No sé, lo perdí. Así era: empezaban a salir y los perdía. Y alguno volvía. Hay fracaso, éxito, fracaso, éxito... Después dijimos: "Ni el éxito ni el fracaso es nuestro, es de ellos. Nosotros venimos a dar herramientas“.
—No son tus hijos.
—Exacto. Y es más: los fracasos y los éxitos de mis hijos también son de ellos. Como padres les das las herramientas, y tenemos la suerte de ver cómo nuestros hijos van creciendo, y cómo se van cayendo y se van levantando.
—150 personas que pasaron por Espartanos, hoy trabajan.
—Sí. Y la mayoría en empresas privadas. Porque tampoco quería que el Estado se hiciera cargo de vuelta, porque es otra crítica que te pueden dar.

—¿Te encariñás con los presos?
—Sí, sí, te encariñás. Es más: por ahí nunca fueron abrazados y sos como el papá. “Afuera, yo por vos soy tu guardaespaldas”, te dicen, porque te quieren hacer mucha devolución de amor. No tenían nada para dar y ahí adentro se dieron cuenta de que podían ser distintos. Había uno que estaba por homicidio y no le importaba nada. Pero al año y pico, después de mucho rugby, espiritualidad y demás, cayó en la cuenta de que había hecho algo malo. Recién ahí. Y empezó a llorar todas las noches por lo que había hecho. Estaba sanando. Y fue a pedirle perdón a la familia. Y ahí nace otra cosa. Pero no es que yo le hablaba todo el día, sino que se fue dando en un ambiente y un entorno distinto. Si el entorno de la cárcel es el más malo, es muy difícil el cambio. Pero si los liderazgos son positivos, ahí empieza un camino distinto.
—¿Parte del castigo a los presos podría ser no entrenar?
—Sí, pero el rugby es parte de la solución, no del problema, así que pedí que no lo saquen nunca. “Déjenlo cuatro días encerrado en un buzón, pero el día de entrenamiento, que venga", les decía. Y eso lo respetaron porque aparte, les baja los grados de violencia interna.
—¿Cómo son las tasas de reincidencia de Espartanos y qué se sabe de las generales?
—Las generales estarán alrededor del 65%, aunque para mí es más. Y los que pasan por Espartanos, con rugby, espiritualidad, educación y salida laboral, menos del 5% reincide. Hoy, en Argentina están saliendo 200 personas. ¿Y dónde van a ir? No tenés idea. ¿Y qué se hizo con ellos antes? Nadie sabe. ¿Y qué pasó? Y... hace la cuenta. No hay que ser muy inteligente para darse cuenta de que van a salir a hacer lo mismo, si nadie les da trabajo. Ellos dicen que son como perros apaleados: si a un perro le pegás, le pegás, le pegás, cuando lo soltás te muerde. Pero si a un perro lo acariciás, lo acariciás, lo acariciás, cuando lo soltás mueve la cola.

—En algún momento, ¿a lo deportivo se agregó educación y espiritualidad?
—Sï. El rugby solo puede ser una base. Se reza el rosario los viernes, y ahí largan, empiezan a llorar, a contar sus cosas, a sanar y a pedir perdón. Y después, estar preparados para el día que salgan a la calle, tengan algún oficio. Hacer algún que otro curso. Y cuando salen en libertad los mandamos a un entretiempo, como se llama: son tres meses en algunas empresas que se animan a que vayan. Entonces: “Che, me quedé dormido”; “No avisaste. Tenés que avisar”. Y se van preparando.
—¿Vos entendés que uniste mundos con lo que hiciste?
—Sí, me gusta esto de cruzar esos puentes y que venga de un lado y del otro. Desde el primer día que me crucé con Gordi, que no tenía nada que ver conmigo, había ahí un punto en común: logré que se apasione por lo mismo que me apasionaba yo, que era el deporte, el rugby. Y después, todas las personas estamos cerca, hay que encontrar ese punto. Para encontrar las debilidades o las diferencias es facilísimo. Pero a mí me gusta encontrar el punto de encuentro.
Coco recuerda una charla que tuvo hace poco con un grupo de espartanos. “Los junté y les dije: ‘Muchachos, si a ustedes los condenan a seis años, si se portan bien a los cuatro salen en libertad. ¿Qué prefieren, pasar cuatro años en Sierra Chica, en una cárcel de máxima seguridad con una faca debajo de la almohada sin poder dormir, o seis años acá, que tienen la cabeza ya puesta afuera en el día de mañana cuando trabajen?’. Y me dicen: ‘Seis años acá. Porque no sé si voy a vivir cuatro años allá si tengo una faca debajo de la almohada. Y cuando salga, no tengo ninguna duda de que voy a salir peor’. Y yo le digo a la sociedad: ¿qué preferimos, que una persona esté seis años y salga dispuesta a matarnos, o que esté cuatro y salga reinsertado? Y ahí te haces la pregunta, ya no es tanto la pena sino que salga reinsertado para que cuando me lo cruce en la calle no sufra un acto de inseguridad. Bueno, a eso vamos. Y esta no es una una idea que tenemos, que puede llegar a funcionar. Esto, funciona".
—Y colabora.
—Sí. Todo suma. Un espartano que salió en libertad hoy tiene un hijo de 17 años. Su abuelo estuvo preso, su padre también, al igual que él. ¿Y entonces su hijo, dónde iba a ir a parar? Bueno, él cambió su manera de pensar. Su hijo está jugando al rugby en el Club Alumni desde los 10 años. Terminó el colegio el año pasado y hace un mes empezó el CBC para estudiar Medicina. La construcción de la sociedad dice: “Llegaste tarde, Coco, a la cárcel". No, no llegamos tan tarde. El pasado no lo podemos cambiar, pero esa persona no se terminó: va a salir. Y construye esa familia de nuevo, esos hijos empiezan a construir una sociedad distinta.