
La noche del 3 de noviembre de 1991, en la cuadra ocho del Jirón Huanta, en Barrios Altos, la vida de un vecindario quedaría marcada para siempre. Un ataque armado perpetrado por miembros encapuchados del Grupo Colina, escuadrón paramilitar del Servicio de Inteligencia del Ejército, irrumpió durante una pollada popular, asesinando a sangre fría a quince personas, entre ellas un niño de ocho años, e hiriendo gravemente a otras cuatro. La Masacre de Barrios Altos no solo significó una tragedia para las víctimas y sus familias, sino que se transformó en uno de los símbolos más oscuros de violaciones a los derechos humanos cometidas durante el gobierno de Alberto Fujimori.
La pollada, actividad organizada por los vecinos con el objetivo de recolectar fondos para reparar el sistema de desagüe del edificio, parecía una fiesta común, lejos del convulso clima que causaba el conflicto armado interno. Sin embargo, los informes de inteligencia utilizados por el Grupo Colina señalaban, erróneamente, que la vivienda albergaba a miembros de Sendero Luminoso. Encubiertos y armados, los miembros del escuadrón llegaron, invadieron el lugar y abrieron fuego sin mediar palabra, como reflejó la prensa local al día siguiente. “No preguntaron por nadie y empezaron a disparar”, se leía en los titulares de ese domingo, mientras el país intentaba asimilar el horror. Entre las víctimas estaba Javier Ríos, el niño cuyo rostro se convertiría en símbolo de la tragedia y bandera de la exigencia de justicia.
Investigación y encubrimiento
Las investigaciones judiciales y periodísticas desmontaron pronto la versión oficial, que atribuía el hecho a un atentado terrorista. Pruebas, testimonios y posteriormente la sentencia de la Corte Suprema en 2009, demostraron que ninguna de las víctimas tenía relación con grupos subversivos. El equipo responsable del operativo, dirigido por miembros del Servicio de Inteligencia del Ejército y basado en información provista por un agente infiltrado conocido como “Abadía”, había cometido un grave error de identificación. La letal equivocación segó la vida de inocentes vecinos.

El contexto agravó la gravedad del crimen: era la primera vez que Lima, tras años de terrorismo en las zonas rurales, padecía una matanza de civiles inocentes en sus propios barrios. Según la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), la investigación oficial fue obstaculizada desde el Estado. Legislaciones y mecanismos judiciales buscaron encubrir a los autores y evitar que llegaran a ser sancionados. El contexto empeoró al año siguiente con el golpe de Estado de Fujimori (1992), que interrumpió las pesquisas parlamentarias. Posteriormente, el Congreso, bajo influencia del Ejecutivo, aprobó leyes de amnistía que protegieron a los implicados, asegurando años de impunidad.
No fue hasta 2001, con la caída del régimen y el pronunciamiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), que se anuló esas leyes y se reabrió el caso. La sentencia de la Corte no solo ordenó investigar y castigar a los responsables, sino también implementar reparaciones integrales para sobrevivientes y familiares: indemnizaciones, acceso a salud y educación, y la creación de un monumento conmemorativo.
Búsqueda de justicia y sentencias
En 2009, la Sala Penal Especial de la Corte Suprema condenó a Alberto Fujimori a veinticinco años de prisión, hallándolo responsable mediato de los delitos de homicidio calificado, lesiones graves y secuestro agravado en las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta. Junto a él, fueron sentenciados su exasesor Vladimiro Montesinos, los altos mandos del Ejército Nicolás Hermoza Ríos, Juan Rivero Lazo y Julio Salazar Monroe, y todos los miembros del Grupo Colina, incluido el mayor Santiago Martín Rivas, jefe operativo.
El caso Barrios Altos es considerado emblemático no solo por la brutalidad de los crímenes, sino por su relevancia en la jurisprudencia internacional. Fue un hito en la lucha contra la impunidad en América Latina y llevó a la condena de la política estatal que encubría delitos mediante el uso del aparato judicial y legislativo. El abogado Carlos Rivera, del Instituto de Defensa Legal, ha destacado: “Fue tal vez el caso más importante de violaciones a los derechos humanos en Perú por la gravedad y por la forma en que los aparatos de seguridad del Estado funcionaban con impunidad y apoyo político”.
Reparaciones y deudas pendientes

Tras el fallo internacional, el Estado peruano realizó avances significativos en materia de reparación. En 2001, acordó pagar USD 3,3 millones a los sobrevivientes y familiares de víctimas, cifra inédita para la época. Además, debían implementarse medidas como la atención médica y psicológica gratuita, apoyo educativo y la erección de un monumento recordatorio. Si bien algunas de estas acciones se concretaron, persisten pendientes sensibles: la tipificación específica del delito de ejecución extrajudicial o la materialización de monumentos comprometidos con la memoria.
No toda la respuesta fue satisfactoria. El indulto a Fujimori en 2017 —después revocado— reabrió el debate sobre la fragilidad de la justicia y la memoria. Las actitudes negacionistas y la revictimización en parte de la sociedad dificultan la reconciliación y la verdadera reparación para las víctimas. “Aún hoy insisten en tildarnos de terroristas cuando no tuvimos nada que ver”, denunció Rosa Rojas, viuda de una de las víctimas, a BBC Mundo.
Legado y desafíos en la memoria
El caso Barrios Altos puso en evidencia el peligro de combatir la violencia con más violencia y el costo social de la impunidad. Si bien es indiscutible que el gobierno de Fujimori logró debilitar al terrorismo y estabilizar la economía peruana, la estrategia de contrainsurgencia dejó heridas profundas y dividió a la sociedad. “El interés del presidente y del Congreso por cerrar cualquier vía de justicia para las víctimas muestra el compromiso político con esta aventura criminal del destacamento Colina”, afirmó Rivera en una entrevista.

El dolor generado por la masacre y por las secuelas de impunidad persiste en quienes perdieron a sus familias y viven la estigmatización hasta hoy. Rosa Rojas, ejemplo de resiliencia, perdió a su esposo y su hijo en la matanza, pero ha optado por el perdón personal como camino. “El odio no me va a devolver a mi marido y mi hijo, por eso elegí perdonar hace años”, expresó, aunque nunca recibió un reconocimiento ni disculpas por parte de Fujimori ni de los otros condenados.
La masacre de Barrios Altos sigue siendo bandera y recordatorio de los peligros de la militarización sin control democrático. Aunque se han dado pasos hacia la justicia, quedan desafíos pendientes: la falta de una reparación transformadora que ataque las causas estructurales de la desigualdad, la educación para la memoria y la consolidación de una cultura de derechos humanos.
En Barrios Altos, el recuerdo de aquella noche oscura todavía pesa. El proceso de reconciliación está lejos de concluir, y la memoria de las víctimas es reivindicada cada año por nuevas generaciones que marchan, exigen justicia y apuestan por la verdad como base para que episodios así no se repitan. La masacre ya es parte imborrable de la historia del Perú, una herida aún abierta que desafía a la sociedad a no repetir nunca más el error de elegir la violencia y la impunidad sobre la justicia y la dignidad humana.
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