
La historia de la independencia del Perú no es un relato lineal de unidad patriota, sino un complejo entramado de pugnas políticas, ambiciones personales y visiones contrapuestas sobre el futuro de la nación.
En el ojo de este huracán se encontró José de la Riva-Agüero y Sánchez-Boquete, una figura controvertida y el primer ciudadano en ostentar el título de Presidente de la República del Perú. Su gobierno, breve y asediado por las fuerzas realistas y la anarquía interna, culminó en un acto de desesperación política que selló su destino y lo enfrentó directamente con el hombre del momento: Simón Bolívar.
Hacia 1823, la causa independentista en el Perú pendía de un hilo. Lima, la capital virreinal, había sido capturada y recapturada por los realistas. El ejército patriota sufría derrotas humillantes, como el fracaso de la Primera Campaña de Intermedios, de la cual Riva-Agüero fue culpado por el Congreso. El gobierno, acorralado y sin recursos, se había trasladado al Real Felipe del Callao y luego a Trujillo.
En este ambiente de caos y desmoralización, el Congreso peruano, ansioso por una solución, puso sus esperanzas en Simón Bolívar, quien se encontraba en Guayaquil. Riva-Agüero, por su parte, recelaba de la intervención colombiana y temía que la “ayuda” de Bolívar terminara en la subordinación del Perú a la Gran Colombia, como él creía que había ocurrido en Quito y Guayaquil. Consideraba que la independencia debía ser “peruanizada”, es decir, lograda con fuerzas y liderazgo local.
La propuesta secreta: un reino con príncipe español

Frustrado por los fracasos militares, la falta de apoyo interno y el temor a la influencia bolivariana, Riva-Agüero optó por una vía arriesgada y secreta: la negociación directa con el enemigo, el virrey La Serna, que mantenía su cuartel general en Cusco.
La propuesta de Riva-Agüero no era un retorno a la colonia, sino una solución intermedia que ya San Martín había explorado en su momento: establecer un Reino del Perú independiente de España, pero que colocara en el trono a un príncipe de la Casa de Borbón. Esta fórmula buscaba apaciguar a la élite aristocrática limeña, que temía una revolución social radical, y mantener la estructura social existente, garantizando la estabilidad a través de una monarquía constitucional.
A través de una correspondencia clandestina, Riva-Agüero y La Serna intercambiaron misivas. Riva-Agüero argumentaba que esta era la mejor salida para evitar más derramamiento de sangre y consolidar una paz duradera. Desde la perspectiva del virrey, la propuesta podía ser una forma de mantener lazos con la metrópoli o, al menos, sembrar discordia en las filas patriotas.
La intercepción y la ira de Bolívar
Las comunicaciones secretas, sin embargo, no pasaron desapercibidas. Enterado de las intrigas, Simón Bolívar, quien ya había sido investido por el Congreso con poderes militares supremos para salvar la revolución, vio en las acciones de Riva-Agüero un acto de alta traición y un intento de sabotear la causa continental de la independencia.
Bolívar, con su visión republicana y panamericana, no podía tolerar un “reino” ni mucho menos uno vinculado a España. La situación se volvió insostenible. El Congreso, que ya había destituido a Riva-Agüero del mando supremo en junio de 1823 (mientras este se mantenía en rebeldía en Trujillo, desconociendo la autoridad del Congreso y la llegada de Sucre), se alineó con el Libertador.
Arresto, grilletes y destierro

La orden fue clara: apresar a Riva-Agüero. La tarea recayó en el coronel Antonio Gutiérrez de la Fuente. El 25 de noviembre de 1823, Gutiérrez de la Fuente capturó a Riva-Agüero en Trujillo.
El trato al depuesto presidente fue severo, reflejando la gravedad con que Bolívar y sus partidarios percibieron su traición. A Riva-Agüero no solo se le arrestó, sino que, como un criminal común, le fueron colocados grillos en los pies. El castigo físico y la humillación pública buscaban ser ejemplares.
Aunque circularon órdenes de fusilarlo a él y a sus partidarios, Gutiérrez de la Fuente no las cumplió, optando por una medida menos extrema pero igualmente definitiva. Riva-Agüero fue desterrado del Perú. Su destino inicial fue Guayaquil, en el actual Ecuador, que para entonces formaba parte de la Gran Colombia. Desde allí, continuaría su exilio hacia Europa, donde pasaría varios años antes de regresar al Perú.
¿Traición o un patriotismo mal entendido?
Este episodio selló el destino político de Riva-Agüero, quien en sus memorias escritas en el exilio (bajo el seudónimo de “Pruvonena”) tildaría a Bolívar de déspota y ambicioso.
Para sus defensores, Riva-Agüero fue un patriota que buscó una independencia “peruana” y receló justificadamente de las ambiciones de los libertadores foráneos. Para sus detractores, fue un conspirador y un traidor que, en el momento más crítico, estuvo dispuesto a negociar con el enemigo por intereses personales o de clase.
Lo innegable es que la purga de Riva-Agüero despejó el camino para que Simón Bolívar asumiera el control total de la situación militar y política del Perú, culminando en las decisivas batallas de Junín y Ayacucho, que sellarían la independencia definitiva de la América del Sur continental. La historia, en ocasiones, es escrita con grillos, destierros y visiones contrapuestas de lo que significa la libertad.
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