
El sistema previsional peruano presenta una dualidad fundamental, que trasciende la simple elección entre dos opciones: la diferencia jurídica entre los aportes a la Oficina de Normalización Previsional (ONP) y las administradoras de fondos de pensiones (AFP) refleja concepciones distintas sobre el rol del Estado y la naturaleza de las obligaciones ciudadanas.
Los aportes a la ONP son una “contribución” según el Código Tributario vigente, es decir, un tributo cuya obligación tiene como hecho generador beneficios derivados de la realización de actividades estatales. Esta clasificación no es meramente técnica: implica que el aporte tiene carácter coercitivo, está respaldado por el poder tributario del Estado y su incumplimiento genera las consecuencias propias de toda infracción tributaria.

El régimen sancionatorio confirma esta naturaleza: las infracciones por no pagar las retenciones a favor de la ONP (a cargo del empleador) están sujetas a multas que pueden alcanzar el 50% del tributo no pagado, evidenciando que el Estado ejerce su potestad punitiva tributaria sobre estos aportes.
En contraste, las AFP operan bajo un sistema de capitalización individual, donde cada aporte va a una cuenta personal que acumula el dinero más la rentabilidad generada. Esta diferencia no es solo operativa, sino conceptual: los aportes a las AFP no constituyen tributos, dado que son obligaciones de naturaleza contractual dentro de un sistema privado de pensiones.

La lógica, por tanto, es diametralmente opuesta: en las AFP el dinero es del trabajador, mientras que en la ONP forma parte de un fondo colectivo. Esta distinción refleja modelos económicos diferentes: capitalización individual versus solidaridad intergeneracional.
Paradójicamente, el sistema que debería proteger a los trabajadores durante su vejez puede convertirse en un incentivo perverso hacia la informalidad laboral. La razón es estructural: ambas modalidades (ONP, AFP) requieren al menos 240 meses de aportes (20 años) para acceder a beneficios, un umbral que resulta desalentador en un país donde la estabilidad laboral es precaria.
Para muchos trabajadores, especialmente aquellos en empleos de subsistencia, la deducción del 13% del salario (ONP) o 10% más comisiones (AFP) representa una carga inmediata significativa, sin garantías reales de retorno futuro. La percepción de que difícilmente completarán los 20 años requeridos los lleva a preferir el trabajo informal, donde pueden acceder a la totalidad de su remuneración.

Por tanto, el diseño actual presenta falencias evidentes que podrían alentar la informalidad. Primero, la rigidez de los requisitos no considera las realidades del mercado laboral peruano, caracterizado por alta rotación y períodos de desempleo. Segundo, la imposibilidad de recuperar los aportes si no se cumple el umbral mínimo en la ONP genera una sensación de pérdida total que desalienta la formalización. Tercero, la complejidad del sistema y la falta de educación previsional dificultan que los trabajadores tomen decisiones informadas, lo cual los induce a evitar cualquier sistema antes que elegir mal.
La Ley de Modernización del Sistema Previsional (Ley 32123), promulgada en setiembre de 2024, cuyo reglamento fue aprobado por el gobierno este último 5 de septiembre (Decreto Supremo 189-2025-EF), establece una pensión mínima de S/ 600 para quienes acrediten 240 meses de aportes. Sin embargo, la norma genera una contradicción evidente: si el afiliado retira fondos de su AFP, pierde automáticamente el derecho a esta pensión mínima.
Esta disposición cobra particular relevancia con el octavo retiro de AFP aprobado por el Congreso: se permite retirar hasta 4 UIT (aproximadamente S/ 21,400) de los fondos previsionales, pero quienes lo hagan renunciarán a la pensión mínima garantizada por el Estado.

Se podría decir que hemos caído en el círculo vicioso de los retiros extraordinarios de AFP. Esto, si bien se podría tildar de medida populista, también evidencia fallas estructurales del sistema: los trabajadores prefieren acceder a su dinero ahora porque no confían en que el sistema les proporcionará una pensión digna en el futuro. Sin embargo, al retirar sus fondos, reducen aún más sus posibilidades de obtener una pensión adecuada, y se perpetúa así el problema.
El respaldo gubernamental al octavo retiro, expresado por la presidenta Boluarte, refleja esta tensión: reconoce que “es el dinero de las familias”, pero simultáneamente socava la viabilidad del sistema previsional que su propio gobierno acaba de reformar.
La reforma de 2024 es un paso importante, pero insuficiente puesto que no resuelve las contradicciones fundamentales. El desafío, por tanto, trasciende lo técnico: construir un sistema que proteja realmente a quienes más lo necesitan, teniendo en cuenta el contexto país. La formalidad laboral seguirá siendo esquiva mientras el sistema previsional genere más incertidumbre que certezas sobre el futuro de los trabajadores.

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