
La niña tenía 12 años y, hasta antes de ser captada por traficantes, vivía en una de las 38 comunidades indígenas de Madre de Dios, una región de la selva peruana arrasada por la minería ilegal. Había sido explotada sexualmente en el centro poblado de Delta, un enclave donde operan al menos 30 bares y cantinas en medio de campamentos informales, algunos con vigilancia armada y trabajadores encapuchados.
El caso fue presentado hace unas semanas ante la Comisión Regional Multisectorial Permanente contra la Trata de Personas como ejemplo del avance del delito en territorios indígenas y la urgencia de medidas preventivas. La menor se encuentra bajo custodia del Estado —precaria en situaciones como esta—, mientras otras permanecen expuestas y fuera de las estadísticas oficiales.
Las sobrevivientes indígenas enfrentan obstáculos adicionales al intentar reconstruir su vida tras el rescate. Según Susana Chávez, directora de incidencia de Promsex, muchas vuelven a sus lugares de origen con miedo al estigma en medio del desamparo estatal. “Ese retorno puede devenir en nuevos rechazos, ya que muchas comunidades cuentan con pocos recursos para apoyarlas y cargan prejuicios hacia quienes han sido víctimas del delito”, dice.
Madre de Dios ha visto crecer una economía criminal monumental a lo largo de la Carretera Interoceánica, entre los kilómetros 98 y 115, en la zona de amortiguamiento de la Reserva Tambopata. En La Pampa, las mafias se enriquecen mediante la minería ilegal, tráfico de armas, combustible y la esclavitud moderna. “Lo que existe es absoluta tolerancia y normalización”, comenta Chávez. Desde estos territorios sin presencia gubernamental circulan promesas de prosperidad y trabajo para jóvenes vulnerables.
Los tratantes ahora aprovechan el auge digital y reclutan a sus víctimas en redes sociales, donde publican ofertas que asemejan oportunidades legítimas. En plataformas como Facebook, TikTok e Instagram, etiquetas como #LaPampa, #Ficheras o #Traqueros abren la puerta a un mundo de criminalidad y explotación disfrazadas de empleos bien remunerados.
El Ministerio Público registra en esta región más de 800 casos de trata con fines de explotación sexual o laboral entre 2020 y mediados de 2025, una estadística que la ubica en el tercer lugar a nivel nacional, solo por detrás de Lima y Piura. Las cifras no han caído tras la pandemia de COVID-19.
Diana Valencia, titular de la Fiscalía Especializada contra la Trata de Personas (FISTRAP) de Madre de Dios, indica que la mayoría de rescates ocurre en las zonas de La Pampa, Laberinto, Infiernillo, Huepetue y Mazuko. Las víctimas terminan explotadas en campamentos mineros y establecimientos que emergen alrededor. Llegan desde departamentos como Puno, Cusco, Apurímac, Huánuco y Lima. “Son captadas desde estos lugares, son trasladadas, transportadas hasta Madre de Dios a las principales zonas mineras para ser explotadas”, explica.
Las organizaciones indígenas han lanzado constantes advertencias —ignoradas tanto por autoridades regionales como nacionales— sobre el avance de campamentos mineros en sus territorios ancestrales, donde habitan pueblos como Harakmbut, Ese Eja, Yine, Amahuaca, Shipibo, Awajun, Matsiguenga y Kiwcha.
De acuerdo con la investigadora Claudia Arredondo, autora de un informe sobre trata para Promsex, el delito ya resulta “subregistrado” y la situación se agrava en la población indígena ante “barreras geográficas, limitaciones económicas, diferencias culturales y de idioma”, así como “desconfianza frente al Estado”.
La Federación Nativa del Río Madre de Dios y Afluentes (Fenamad) subraya que los campamentos destruyen bosques, contaminan ríos con mercurio y ponen en riesgo modos de vida tradicionales, profundizando la marginación histórica. Pío Vargas, presidente de Fenamad, advierte que un tercio de las comunidades nativas de la región ya convive con la minería informal, un hecho que los expone a redes de trata, sobre todo mujeres, niñas y adolescentes indígenas. La llegada de mineros y el crecimiento de campamentos generan entornos propicios para la explotación laboral y sexual.

De estas comunidades surgen reportes de familias que buscan desesperadamente a sus hijos e hijas. Vargas relata experiencias directas de engaños laborales y desapariciones. “Personas extrañas vienen a nuestras comunidades y las engañan a las jovencitas con ofertas laborales falsas. Lo digo con propiedad porque el año pasado visitamos una comunidad y ahí nos decían que se llevan a las muchachas. Eso es una clara violación de derechos (...) buscan alejarlas a las comuneras para que sus familias no puedan encontrarlas”, alerta.
El dirigente agrega que los menores varones también resultan explotados en labores de extracción de oro. El otorgamiento de concesiones a través del Registro Integral de Formalización Minera (Reinfo) ha permitido la colonización de personas ajenas a los territorios comunales. “El Estado mismo ha generado esta situación con los Reinfo. La clave es el aseguramiento del territorio para nosotros impedir la invasión de otras personas ajenas a las comunidades. Eso lo podemos conseguir con la titulación y el reconocimiento de nuestro derecho al territorio”, explica.
Solo en la comunidad shipiba de San Jacinto hay 188 personas inscritas en el Reinfo, en un territorio de poco más de 8,000 hectáreas. “Esta situación es más grave en las comunidades más grandes y es donde se reportan la trata de personas y también porque no tienen una demarcación territorial exacta”, apunta Vargas. Agrega que unas 20 comunidades de la región esperan la georreferenciación de sus tierras para evitar invasiones, disputas por límites y el avance de la minería ilegal, actividad en la que algunos nativos participan debido a la ausencia de acceso a educación, salud y empleo digno.
“Los hermanos han visto el tema del extractivismo como una fuente de ingreso porque no hay acceso a otras oportunidades que les genera ingresos para mantener a sus familias. Son temas en sí delicados porque inclusive algunas comunidades que no quieren quebrar eso por no dejar de tener esos ingresos. También la presencia de mineros y bares también contribuye a la pérdida de identidad cultural porque muchos jóvenes ya se han olvidado de las chacras y de otras actividades que como comuneros realizamos”, enfatiza.
La situación de inseguridad generalizada y la incidencia de casos de trata provocada por las prácticas mineras ilícitas es abordada en las reuniones mensuales que tienen los líderes y lideresas indígenas, explica Amalia Añez, nativa yine y coordinadora del Área Mujer de Fenamad.

“Al llegar los mineros (a las comunidades) llegan también los bares donde venden cerveza y muchas veces los que van a trabajar ahí ven a las chicas o incluso a las niñas así de 12, 13, 14 años y estos ya le conversan, le ofrecen dinero porque como las jovencitas y niños también de nuestras comunidades muchas veces nunca salen al ver 20 soles, 50 soles, ellos ya ven un buen dinero. Entonces, se van con las personas que están trabajando en la minería, se los llevan con engaños. Ahí vienen ya los abusos sexuales o también a veces ya hay chicas que están siendo prostituidas en los bares. Eso no debe suceder en nuestras comunidades, pero viene sucediendo. Es una amenaza, por lo que buscamos detener esta situación”, indica.
El Protocolo Intersectorial para la Prevención y Persecución del Delito y la Protección, Atención y Reintegración de Víctimas de Trata de Personas exige la atención de denuncias con un enfoque intercultural. Sin embargo, el Ministerio Público carece de cifras desglosadas por comunidades nativas, lo que restringe la efectividad de las intervenciones en uno de los sectores más expuestos a la trata.
Farah Rojas, especialista de género en Fenamad, observa que la falta de enfoque intercultural entorpece la presentación de denuncias y el acceso a la justicia. Las familias de las víctimas suelen acudir primero a sus líderes y representantes.
“Tenemos un área legal. Cuando alguna hermana reclama apoyo, coordinamos con las juntas directivas y escuchamos con respeto el tipo de ayuda que solicita. Como el MIMP no cuenta con intérpretes, muchas dependen de familiares para comunicarse, o reciben el acompañamiento de dirigentes de Fenamad si no hablan castellano. La Fiscalía, la Policía y el MIMP no contemplan el enfoque intercultural. En muchos casos, debemos intervenir para facilitar el proceso”, explica.
El Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP) gestiona seis servicios relacionados con la Política Nacional contra la Trata al 2030, incluido el plan de reintegración individual (Servicio 42). La institución sostiene que sigue una estrategia basada en la interseccionalidad, con énfasis en factores como la etnia, sobre todo en áreas de alta vulnerabilidad como La Pampa y Huepetuhe. Hace apenas dos años sumó el Servicio de Atención Rural (SAR), que tiene como objetivo brindar atención culturalmente pertinente a víctimas de violencia en contextos rurales.

De acuerdo con datos oficiales remitidos a Infobae Perú, solo 38 profesionales de los 21 servicios SAR distribuidos a nivel nacional dominan lenguas indígenas u originarias: 37 hablan quechua y uno, aymara. No hay personal capacitado en lenguas amazónicas, una ausencia que evidencia la brecha entre el enfoque interseccional que el ministerio proclama.
La atención en los Hogares Refugio Temporal (HRT) y en el Centro de Acogida Residencial Gracia (CAR Gracia), según Promsex, deja fuera la recuperación cultural y la mirada indígena. Las sobrevivientes quedan al margen de la red estatal, atrapadas en condiciones que desalientan la denuncia y siempre un peldaño más abajo respecto de quienes provienen de ciudades o el extranjero.
Lideresas y organizaciones especializadas demandan incorporar equipos interdisciplinarios con profesionales indígenas y trabajar de la mano con referentes comunitarios, promoviendo el combate al estigma y la sensibilización para evitar nuevas revictimizaciones.
Pese a la falta de registro oficial de casos indígenas, la FISTRAP Madre de Dios confirma la atención de víctimas originarias de comunidades amazónicas ubicadas cerca de campamentos mineros, donde abundan hombres que llegan en busca de oro y se convierten en clientes de bares y cantinas informales. Según el MIMP, entre enero y julio de 2025 se registraron 91 víctimas de trata con fines de explotación sexual en todo el país, 14 de ellas indígenas amazónicas y una quechua.
La cartera menciona que su programa Warmi Ñan solo interviene en casos de trata con fines sexuales; otras formas del delito son competencia del Ministerio Público y el portafolio de Justicia. Además, cuando los casos son investigados como crimen organizado, las sobrevivientes pasan a la Unidad de Asistencia a Víctimas y Testigos (UDAVIT) y el programa pierde acceso a ellas por la reserva del proceso.
Las denuncias sobre estos casos se ven limitadas por la distancia y la falta de recursos. La fiscal Diana Valencia resalta la dificultad de acceder a territorios lejanos, a los que solo puede llegarse “con bote y vehículos especiales”, sin fondos suficientes para movilizar equipos de Policía y Fiscalía. La región cuenta únicamente con siete policías en el Área de Investigación de Trata de Personas y Desaparecidos (AREINTRAP), señala la teniente Janeth Bautista, responsable de esta unidad. Además, dispone de cinco Centros de Emergencia Mujer, dos Servicios de Atención Rural, un Hogar de Refugio Temporal y un Servicio de Atención Urgente (SAR) para cuatro provincias.
La FISTRAP advierte que las víctimas proceden cada vez más de comunidades campesinas de Cusco y hasta de Bolivia, asediada por la crisis económica, lo que revela un perfil de extrema vulnerabilidad por parte de las víctimas.
Migrantes internos atraídos por falsas promesas
En Puerto Maldonado, capital de la región, es frecuente encontrar jóvenes de comunidades altoandinas que llegan desde regiones como Puno, Cusco, Arequipa, Apurímac, Ucayali, Huánuco, Loreto y Junín atraídos por anuncios en redes sociales sobre La Pampa, una zona controlada por organizaciones criminales armadas donde en los últimos años se han construido edificios de hasta seis pisos y los bares se alinean a lo largo de la carretera, abiertos desde la mañana.
La fiscal Betty Huiñocana detalla que estos jóvenes se sienten tentados por la diferencia de ingresos, pero desconocen la situación real y los peligros al llegar. “En sus comunidades ellos solo ganan de 20 a 30 soles diarios y les ofrecen ganar más de 150 y entonces ellos se emocionan, se alegran por ese nivel de ingresos, entonces aceptan inmediatamente y vienen a esta ciudad. Y al momento de llegar a la zona descubren los peligros que hay, porque ellos no les explican dónde van a ir, o sea, el lugar, cómo es, cuál es la situación, qué riesgos existen”, especifica.

La aparente “libertad” que los tratantes otorgan a sus víctimas —permiten entrar y salir de los lugares donde ocurre el abuso— complica el reconocimiento de la explotación y dificulta la asistencia estatal. Muchas, bajo presión o manipulación, aseguran estar allí por voluntad propia. Las bandas, incluso, suelen asignarles abogados para bloquear declaraciones.
“Por la lejanía de estos lugares y su difícil acceso, cuando llega el operativo de la Policía a los bares o cantinas ya no encuentran a las menores o hallan solo a las mayores de edad quienes casi siempre van a referir que ellas están ahí porque están trabajando, que es su trabajo, que ellas han venido por su voluntad, que no quieren nuestra ayuda. Estas redes mueven tanto dinero que ya a veces esperan las víctimas con sus abogados para evitar brindarnos declaraciones”, detalla Luis Ricardo Castro Mujica, coordinador de la UDAVIT de Madre de Dios.
Son territorios aislados, rodeados por selva densa, ríos y caminos intransitables, donde la cobertura estatal y policial es casi inexistente. Las redes criminales ocupan ese vacío para consolidar su poder y expandir el delito junto con la minería y el narcotráfico.

“Al inicio, cuando se realiza el operativo, ellas son poco colaborativas, incluso hay cierto rechazo contra nosotros y nos increpan de que nosotros estamos interfiriendo en el trabajo que ellas van a realizar. Sin embargo, el trayecto ya una vez rescatado y con el abordaje realizado durante el trayecto de la investigación, ellas ya van tomando conciencia y se reconocen como víctimas”, describe la fiscal Valencia.
La normalización de la trata “tiene un impacto devastador”, remarca Arredondo. Mujeres que llegan como víctimas inician vendiendo cerveza en bares improvisados, pronto atienden a clientes y con el tiempo se convierten en reclutadoras, principalmente en sus lugares de origen. Algunas alcanzan puestos de administración y unas pocas terminan abriendo sus propios negocios, integrando a nuevas afectadas al mismo engranaje.
Vanessa Soto, responsable local de Promsex, ha observado un aumento de mujeres y jóvenes que aceptan trabajos temporales en campamentos para costear estudios o adquirir bienes. Tanto estudiantes secundarios como universitarios recurren a La Pampa como una fuente inmediata de ingresos ante la falta de empleo en sus comunidades.
Hace tres años, la Operación Mercurio —una intervención militar en el corazón de la minería ilegal en Madre de Dios, donde ya se han deforestado más de 100.000 hectáreas— buscó frenar la trata de personas y la explotación sexual en ese territorio. Sin embargo, el problema no solo persiste, sino que se ha transformado: los tratantes simplemente dispersaron sus operaciones y luego regresaron con mayor organización y recursos. A la fecha, según el Instituto Peruano de Economía, Perú exporta casi la mitad del oro ilegal (44%) que circula por Sudamérica.

Las víctimas invisibles tras el rescate
No existen datos públicos sobre el retorno de víctimas de trata a sus comunidades, pese a que el año pasado Perú firmó un plan de acción con Colombia y Brasil para enfrentar este delito en la región amazónica. Las barreras económicas se interponen entre la recuperación y la repetición del ciclo de la explotación. La investigadora Claudia Arredondo señala que la oferta laboral formal resulta limitada y poco atractiva frente a la minería ilegal. “El mercado laboral depende de la castaña y el turismo, pero estos sectores no crean suficientes empleos formales. La economía del oro ilegal predomina en la región”, afirma.
La antropóloga agrega que las propuestas de trabajo legales casi nunca igualan los ingresos de las actividades ilícitas: “Se les ofrece el mínimo, o incluso menos, y los tratantes prometen hasta mil soles en solo un fin de semana”. Esta brecha lleva a muchas jóvenes a regresar a los bares mineros: las opciones legales les ofrecen la misma precariedad de siempre, los trabajos formales no compiten con las promesas del circuito ilícito —especialmente para quienes nunca pisaron una universidad— y pesa la urgencia de enviar dinero a casa, aunque venga de empleos informales y mal pagados.
“Algunas mujeres regresan voluntariamente a situaciones de explotación ante la falta de opciones reales”, sostiene. La debilidad estatal también contribuye a este panorama. “Todo está preparado para desplazar en las propias mujeres y en sus familias la responsabilidad de por qué están ahí. Hay muy pocas acciones que efectivamente están mirando cuáles son las condiciones que generan que estas personas caigan en esas redes”, sostiene Susana Chávez, de Promsex.
En el último decenio, el financiamiento estatal contra la trata disminuyó de 14 a 5 millones de soles. El presupuesto destinado a operativos de rescate solo alcanza para la fase inicial de intervención y no cubre gastos posteriores como alimentación, vestimenta ni el traslado y alojamiento de las familias. De los 53 Centros de Acogida Residencial (CAR) existentes en el país, apenas seis responden en casos de emergencia.
El propio Plan Nacional de Lucha contra la Trata se sostiene con aportes internacionales, y la política pública enfocada en el delito depende en buena medida de recursos externos. Entre los principales financiadores se encuentran Canadá y, hasta julio pasado, la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), cerrada de manera definitiva bajo la administración de Donald Trump.
Según Flor Huayana, de la misma organización, los gastos posteriores a los rescates recaían anteriormente en organizaciones no gubernamentales como Promsex, CHS y algunas más, pero ese respaldo hoy ha disminuido de manera notable. Las niñas víctimas cuentan con un protocolo que permite su traslado a centros especializados, aunque no existen refugios disponibles para personas adultas, lo que dificulta cualquier intento de reintegración.

“El país no se ha hecho cargo de esta política. No hay ninguna sistematización que permita saber a cuántas víctimas se ha acompañado durante un año ni cuáles han sido los cambios logrados. Ese seguimiento no existe”, matiza Chávez, quien subraya la urgencia de una justicia reparativa. La respuesta estatal queda lejos de ese desafío y tiene efectos claros: aumenta la deserción escolar, disminuyen los ingresos fiscales por el empleo precario, crecen los gastos estatales poco eficaces y se mantiene la corrupción en el sistema. “El país es el gran perdedor”, sentencia.
El año pasado, en esta región, solo se implementó un plan formal de reintegración para víctimas de trata. El acceso a educación o empleo —ya sea en Centros de Educación Técnica Productiva (CETPRO) o en trabajos locales— depende casi exclusivamente de una red dispersa de funcionarios estatales, representantes de organizaciones civiles, centros educativos y algunos negocios de la zona.
Existen también programas nacionales impulsados por los ministerios de Trabajo y de la Producción, enfocados en la capacitación y el emprendimiento, aunque la falta de articulación real hace que esas oportunidades se diluyan antes de llegar a quien las necesita. Un avance local ha sido el convenio alcanzado en 2023 con la Universidad Nacional Amazónica de Madre de Dios (UNAMAD), que reserva un cupo por carrera para sobrevivientes del delito.
En todos los casos, sin embargo, las víctimas indígenas permanecen al margen.
Este reportaje ha sido posible gracias al proyecto ‘No Mas Mujeres Invisibles’, ejecutado por Promsex y Centro Ideas, con el apoyo del Fondo Fiduciario de ONU Mujeres
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