Impunes más del 90% de acusados por trata de personas: sin justicia y poco apoyo, las víctimas cargan solas con las secuelas

Tras dos años de cautiverio en un night club, Jhinna Pinchi se convirtió en un símbolo de la lucha contra la trata de personas en el Perú. 16 años después de su fuga, enfrenta las mismas carencias institucionales que afectan a cientos de víctimas: falta de apoyo psicológico, laboral y educativo, y el peso de la reintegración asumido en soledad. Su historia muestra cómo, pese a la existencia de leyes y programas, el acceso real a la recuperación y a una vida libre sigue bloqueado para la mayoría de sobrevivientes

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Dieciséis años después de su fuga, Jhinna Pinchi sigue esperando justicia y apoyo real del Estado. Video: Paula Elizalde

El 10 de septiembre de 2009, Jhinna Pinchi Calampa —nacida en la comunidad amazónica de Mishquiyacu, 27 años, exestudiante de un instituto— saltó desde la azotea del night club La Noche de Piura, donde había permanecido cautiva y explotada sexualmente durante dos años, y empezó una vida marcada por la supervivencia, la lucha judicial y una persistente desprotección institucional.

Dieciséis años después, radica en un pequeño departamento de alquiler junto a sus dos hijos y se desempeña como orientadora judicial, lejos de la notoriedad pública que tuvo su caso: un expediente judicial emblemático en la lucha contra la trata de personas, que contrasta con la escasa atención en el proceso de reintegración de las sobrevivientes.

“Desde esa fuga hasta ahora, no he dejado de correr”, dice a Infobae Perú. Sin una protección efectiva, Jhinna enfrentó amenazas de muerte por parte de la red que la captó en una peluquería de Tarapoto (San Martín), mientras estudiaba la carrera de Administración en esa ciudad de la selva peruana. Fue trasladada con engaños hasta Piura en julio de 2007, el mismo año en que se promulgó la Ley N.º 28950, que tipica el delito.

Luego de escapar, vivió durante casi un mes en una comisaría hasta que fue derivada a un refugio temporal. El juicio tardó cinco años en iniciarse y, mientras se desarrollaba, la única testigo que corroboró su denuncia murió atropellada, sin que el tribunal le diera mayor relevancia.

Recién a fines de 2013, tras una primera sentencia absolutoria, cuatro de los implicados fueron finalmente condenados, pero el principal acusado —Carlos Chávez Montenegro, dueño del local— logró mantenerse en la clandestinidad, fue declarado reo contumaz e incluido en el programa de recompensas hasta hace dos años; hoy su paradero es desconocido.

El proceso judicial para víctimas
El proceso judicial para víctimas es largo y desgastante; en el caso de Jhinna, el juicio tardó cinco años en iniciarse. Foto: Paula Elizalde / Infobae Perú

Jhinna no logró completar el acompañamiento psicológico ni la beca educativa ofrecida inicialmente; sus estudios posteriores en industria alimentaria y pastelería los financió por cuenta propia. No accedió a programas de integración laboral ni alguna oferta concreta para reconstruir su vida. La ausencia de mecanismos reales la obligó, como a cientos de sobrevivientes, a buscar sola su propio sustento y reparación. “Yo he peleado lo que me tocaba. Luego me agoté —dice—. Buscar justicia te desgasta o te mata”.

El caso fue singular, no solo por la respuesta estatal, sino por la exposición mediática que logró reunir al exigir justicia. Su testimonio, difundido por cadenas internacionales y reconocido incluso por el Gobierno de Estados Unidos, puso al descubierto la compleja estructura y el alcance de este delito en el país, que solo en los primeros seis meses de este año ha dejado 392 víctimas.

Desde el 2020 hasta junio de 2025, bajo el control creciente de redes criminales transnacionales, el Ministerio Público registró 13.672 casos a nivel nacional, de los cuales el 70 % involucra a mujeres, niñas y adolescentes. Rossina Guerrero, directora de Promsex, detalla que el perfil de las víctimas ha cambiado en el último lustro. “Ahora suelen provenir de zonas rurales y empobrecidas como Huancabamba, Ayabaca y Morropón en Piura, así como de Cusco, Puno y Arequipa, y son trasladadas principalmente a la región de Madre de Dios”, epicentro de la minería ilegal.

Flor Huayana, responsable de proyectos sobre trata de la misma organización, agrega que “la captación y explotación también se ha adaptado a las nuevas realidades pospandemia”, con el uso intensivo de redes sociales y tecnologías digitales, y mediante “promesas engañosas de becas educativas, culturales o deportivas”. Explica, además, que han surgido “estrategias como los servicios de delivery y los bares itinerantes”, lo cual complica la detección y persecución del delito.

A estos desafíos se suman las barreras que enfrentan las sobrevivientes para acceder a programas sociales, así como otros obstáculos que, según CHS Alternativo, debilitan la respuesta estatal: la falta de transparencia, la escasa atención a los factores estructurales de riesgo, sobre todo en zonas con alta incidencia del delito, y una ausencia de medidas contundentes para frenar las falsas ofertas de empleo, fiscalizar actividades vinculadas a la explotación y reforzar el control del transporte.

Piura, por ejemplo, continúa como una de las regiones más afectadas y punto clave de captación, tránsito y destino de víctimas. En el primer semestre de 2025 se reportaron 122 casos, aunque la región no cuenta con un albergue especializado. La única casa de acogida disponible atiende únicamente situaciones de violencia familiar.

La Unidad Distrital de Asistencia a Víctimas y Testigos (UDAVIT) dispone de una sala temporal con capacidad máxima para cuatro personas y un límite de permanencia de 48 horas, según protocolo. La construcción de un albergue especializado y la implementación de un Centro de Acogida Residencial (CAR), bajo responsabilidad del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP), aún no se ha concretado y permanece en calidad de proyecto pendiente.

Jhinna logró escapar de esa región sin progresos significativos. Siete años después de haber salido formalmente del sistema de protección, aún carece de certezas económicas y de redes estables de apoyo, pero ha convertido su experiencia en una forma de resistencia: acompaña a otras mujeres en situaciones de violencia desde su rol como orientadora judicial.

“Mi caso no es diferente al de las demás sobrevivientes —dice—. A veces comparto eventos o reuniones con funcionarios para sensibilizar, y les comento que, por ser adulta, cuestionaban que fuera víctima. Como orientadora judicial, puedo decir que esa mentalidad no ha cambiado: falla el seguimiento, el trato y atención a víctimas, a pesar de que las entidades dicen estar capacitadas”.

Alberto Arenas, abogado especializado en el delito y exdirector de Protección Especial del MIMP, explica que el sistema concentra sus esfuerzos en niñas, niños y adolescentes debido a su alta vulnerabilidad, aunque relega a mujeres adultas. Muchas de ellas son madres que necesitan apoyo integral para continuar con la crianza, acceder a empleo, vivienda y atención en salud mental tras haber escapado o sido rescatadas. A pesar de esta realidad, no existen programas con enfoque familiar ni adaptados a contextos rurales o amazónicos.

Jhinna Pinchi con el exsecretario
Jhinna Pinchi con el exsecretario de Estado de EE.UU. John Kerry, en un reconocimiento por su activismo. Foto: Embajada de EE.UU. en Perú

Arenas advierte además que, aunque el ministerio cuenta con una guía para diseñar e implementar procesos de reintegración individual para sobrevivientes, no se ha registrado ni un solo caso en que estos se hayan llevado a cabo de forma completa en víctimas adultas. El acompañamiento previsto en los protocolos —agrega— se ha limitado a oficios, derivaciones formales o atenciones puntuales sin continuidad.

La “Política Nacional contra la Trata de Personas y sus Formas de Explotación al 2030” reconoce que la victimización sigue siendo un problema público y, a pesar de los esfuerzos realizados, las cifras no muestran una disminución constante. Para revertir esta situación, la política establece tres objetivos prioritarios: reforzar la vigilancia preventiva, aumentar el presupuesto destinado a combatir el delito y fortalecer la atención y reintegración de las personas afectadas. Este último aspecto, esencial para la recuperación de las víctimas, recae en el MIMP, responsable de brindar asistencia técnica especializada a las entidades que ejecutan los planes de reintegración.

Cada caso debería contar con un plan adaptado y un proceso de acompañamiento real durante toda la etapa de recuperación e inclusión, de acuerdo a la “Guía de Elaboración del Plan de Reintegración Individual para Personas Afectadas por el Delito de Trata de Personas”, aprobada mediante el Decreto Supremo n.º 009-2019-MIMP.

“Este proceso incluye varios pasos: la evaluación inicial de la situación de la víctima, la denición de objetivos (a corto, mediano y largo plazo), la identicación de los servicios y recursos necesarios, y el establecimiento de un cronograma de actividades. Para su implementación efectiva el MIMP debe articularse con diversas instituciones, entre ellas los ministerios de Salud, Educación, Trabajo y Justicia, así como los gobiernos regionales y locales, y las organizaciones de la sociedad civil que estén en capacidad de proporcionar servicios especializados o apoyo complementario”, señala el estudio Diagnóstico interseccional sobre el contexto y la situación del delito de trata de personas y explotación sexual en Lima, Madre de Dios y Piura, elaborado por Promsex y Centro Ideas con el apoyo del Fondo Fiduciario de ONU Mujeres.

Sobreviviente de la trata, hoy Jhinna lucha sola contra las secuelas y la indiferencia institucional. Video: Paula Elizalde

En rigor, la atención a víctimas de trata con nes de explotación sexual está a cargo de los Centros Emergencia Mujer (CEM), que suman 433 en todo el país. Aunque esta cifra podría parecer alentadora, las denuncias de las usuarias refieren el décit de abogados para atender sus procesos judiciales y la ausencia de psicólogos en muchos locales, lo que diculta sus procesos de atención.

De acuerdo con el Programa Warmi Ñan, entre enero y mayo de 2025, los CEM atendieron 64 casos de trata con esta finalidad. Todas las víctimas eran mujeres y el 87,5 % correspondía a niñas y adolescentes. Aunque estos centros cumplen un rol clave en la reconstrucción del proyecto de vida de las sobrevivientes, el financiamiento para combatir este delito ha sufrido recortes drásticos.

En 2015, el Estado asignó 14 millones de soles; en 2017, esta cifra disminuyó a 11 millones, y actualmente apenas llega a cinco millones anuales, lo que supone una reducción aproximada del 64%. La política nacional contempla 42 servicios dirigidos a sobrevivientes —prestaciones ofrecidas por ministerios u organismos autónomos, que pueden ejecutarse de forma exclusiva o con apoyo técnico a gobiernos regionales y locales—, pero la implementación del Plan de Reintegración Individual (PRI), incluido como uno de sus objetivos prioritarios, resulta inviable sin recursos.

Huayana subraya que este décit se refleja en tres aspectos clave: escasez y alta rotación de personal con capacitaciones superficiales, insuficiencia de logística y fondos para el rescate y atención inmediata, especialmente en zonas de difícil acceso, y servicios de salud mental casi inexistentes para las secuelas como depresión, trastornos de ansiedad, estrés postraumático e ideación suicida. En consecuencia, las víctimas quedan expuestas a la revictimización, la pobreza y el abandono institucional.

La protección estatal suele ser
La protección estatal suele ser insuficiente, con amenazas constantes de las redes criminales hacia quienes denuncian. Foto: Andina

La investigadora Andrea Querol, presidenta de CHS Alternativo, resalta que uno de los pocos servicios clave que cuenta con presupuesto, aunque limitado, es el destinado a la atención, cuidado, protección y reintegración de niñas, niños y adolescentes víctimas de trata, a través de los Centros de Acogida Residencial (CAR) especializados. En la misma situación se encuentran el servicio de alojamiento temporal y la atención brindada en los CEM. Rossina Guerrero indica, por su parte, que “una reintegración efectiva y sostenible” es imposible sin recursos adecuados.

“El proceso de restitución de derechos puede requerir, en muchos casos, un periodo aproximado de tres años, siendo además un proceso no lineal, prolongado y condicionado por múltiples factores individuales y contextuales”, matiza. Agrega, en ese sentido, que una oportunidad estratégica clave está en involucrar a los gobiernos regionales y locales en la lucha contra el delito.

“Su papel debe enfocarse en implementar servicios de prevención, atención especializada y fomentar la coordinación interinstitucional —continúa—. Las comisiones regionales son experiencias valiosas para lograr acuerdos y fortalecer respuestas conjuntas, pero su funcionamiento depende principalmente de la voluntad política de las autoridades, crucial para asegurar la continuidad, sostenibilidad y eficacia de las políticas públicas”.

Una atención fragmentada

Jhinna recuerda que la asistenta social y la abogada que la visitaban no sabían cómo formular las preguntas para abordar su caso. “Era un expediente tan complejo y tan poco comprendido”, relata sobre su breve experiencia en el sistema de protección en una casa refugio administrada por la Municipalidad Metropolitana de Lima. Arenas subraya que, en esta etapa, las sobrevivientes suelen ser percibidas únicamente como parte de la investigación fiscal, “sin que sean reconocidas como sujetos de derechos”.

“Va más allá de aislarlas del mundo, evidentemente —indica—. Mientras el Estado no tenga un programa real de recuperación de víctimas, que implique contactarlas, hacer seguimiento, asegurarse de que accedan a servicios, no existe una verdadera reintegración”. Enfatiza que el modelo institucional vigente opera como compartimentos estancos: cada institución cumple su plan operativo y luego se retira. “Entonces, la víctima queda librada a su suerte”.

Muchas sobrevivientes, como Jhinna, no
Muchas sobrevivientes, como Jhinna, no culminan los programas estatales de apoyo por la falta de seguimiento y continuidad. Foto: Paula Elizalde / Infobae Perú

Desde Promsex, Huayana resalta que la tendencia a priorizar la persecución del delito por encima de la atención integral a las sobrevivientes afecta negativamente la garantía de sus derechos y “se ve agravada por las dicultades en la articulación y coordinación interinstitucional”. Arenas complementa que la conexión entre el sistema de justicia y los servicios de atención a víctimas es prácticamente inexistente.

“Ese es el problema endémico del Perú —lamenta—, que cada quien trabaja de forma desarticulada. Aunque existen mesas multisectoriales y espacios de coordinación, en la práctica, todos regresan a sus ocinas y se olvidan”. No existen datos verificables sobre cuántas víctimas, como Jhinna, lograron escapar por sus propios medios. De hecho, los especialistas coinciden en que no se ha registrado ningún caso similar al suyo: alguien que haya escapado de sus tratantes de esa manera y luego los haya denunciado, uno a uno, ante la opinión pública y en los tribunales.

Cada año, decenas de mujeres adultas rescatadas regresan a sus hogares sin un plan de reparación. La atención recae en las Unidades Distritales y Provinciales de Asistencia a Víctimas y Testigos (UDAVIT y UAVIT), que tienen una presencia limitada y se concentran principalmente en las capitales de provincia y algunos distritos adicionales.

Actualmente, existen 43 unidades que brindan protección, apoyo psicológico, asesoría legal y otros servicios cuando lo consideran necesario. Esta falta de espacios dedicados exclusivamente a adultos —tanto mujeres como hombres— pone en evidencia una “grave debilidad” en la oferta de servicios estatales.

En el caso de menores, la atención recae en las Unidades de Protección Especial (UPE) del MIMP, que brindan servicios similares y también están facultadas para disponer el ingreso a un albergue cuando corresponde. Además, existen al menos siete CAR especializados para adolescentes víctimas de trata, los mismos que operan en regiones como Lima, Madre de Dios y Loreto.

El acceso a programas de
El acceso a programas de reintegración laboral y becas educativas es limitado y los mecanismos reales para la recuperación no funcionan. Foto: Andina

Querol opina que es “necesario mejorar la articulación entre instituciones y denir con claridad las responsabilidades, para evitar la duplicación de esfuerzos, recursos y equipos”. El caso de adolescentes ingresadas a los CAR representa quizás uno de los ejemplos más evidentes de esta desconexión entre el aparato estatal: aunque estos espacios fueron creados para protegerlas, con frecuencia no se ajustan a las necesidades especícas de cada víctima. Quienes no encajan en este sistema simplemente carecen de una alternativa clara.

Por ello, el abogado Arenas respalda las propuestas de diversas organizaciones para establecer una plataforma nacional de trazabilidad postrescate, que permita monitorear a cada persona afectada y acompañarla en el proceso de reintegración.

En el registro de sentencias, la impunidad tampoco se revierte: la mayoría de los responsables están prófugos y otros reciben penas suspendidas. Los procesos judiciales que avanzan suelen depender de la presión mediática o del esfuerzo solitario de las víctimas por exigir justicia, como en el caso de Jhinna.

Entre 2020 y junio de 2025, el Ministerio Público imputó a 11.322 personas por este delito. Sin embargo, únicamente 630 tratantes recibieron una sentencia condenatoria, lo que implica que apenas el 5.56 % de los responsables fue efectivamente procesado y sancionado por el sistema de justicia. Otros 157 (1.39%) casos terminaron con sentencias absolutorias. Es decir, que más del 90% de acusados quedaron libres.

Los perfiles de las personas tratantes son diversos en cuanto a género, edad y trasfondo socioeconómico, aunque, según Promsex, suelen estar vinculados a economías ilegales como la minería, tala, narcotráco y otras actividades del crimen transnacional. La organización ha detectado una creciente participación de profesionales y familiares en las redes, ya sea colaborando en la captación o encubriendo el delito.

“Esta diversidad sugiere que la participación en la trata puede ser vista como una opción económica en un sistema que adapta a las personas a roles funcionales dentro de la red de trata, ya sea de manera ocasional o permanente”, indica.

En su libro Buscando Justicia, que reúne 40 testimonios de sobrevivientes, Querol subraya una demanda común y persistente entre las víctimas: la necesidad de que los agresores enfrenten consecuencias penales efectivas. “Lo que ellas verbalizan es que, primero, paguen por lo que han hecho y eso signica que estén presos, que no haya impunidad. Mientras siguen libres, les genera frustración, rabia, ansiedad y depresión. Al no estar presos, se instala el miedo que afecta también a la familia. Deben convivir con eso. Además, las víctimas que son menores sienten que ellas están encerradas y no sus agresores”, afirma.

Para muchas, el acceso a justicia no solo representa una forma de reparación simbólica, sino también una garantía de no repetición, una protección para otras mujeres. La académica explica que, pese a la necesidad de las víctimas de saberse atendidas por el sistema de justicia para continuar con sus vidas, en la práctica el sistema de justicia y los programas de reintegración, usualmente corren por carriles separados. Por un lado, el proceso judicial y por el otro, los programas de reintegración social y de atención general.

El fenómeno de la trata
El fenómeno de la trata afecta principalmente a mujeres, niñas y adolescentes de regiones rurales y empobrecidas. Foto: Andina

“La víctima que recibe algún servicio o respuesta de parte del estado, con frecuencia tiene uno o el otro (pero no ambos)”, sentencia. Para muchas sobrevivientes, alcanzar justicia no se reduce a obtener una sentencia condenatoria, sino a lograr un cierre emocional, recuperar su seguridad y reconstruir su dignidad. Es en ese contexto donde la reparación —incluida la económica— adquiere sentido.

“No esperan un monto especíco de reparación, en realidad nunca es el caso, es como si el cierre signicara que nalmente la persona ya no esté en el entorno, que ya no las siga amenazando, que no signique un motivo de ansiedad, y que ellas puedan contar eventualmente con una ayuda económica”.

Arenas menciona, en tanto, que no hay muchas sentencias con reparaciones civiles signicativas, a pesar de que la sanción tiene un efecto reparador para la víctima. “Las reparaciones no siempre se están cobrando porque los victimarios no las pagan”, señala. Bajo su mirada, la administración de justicia peruana es aún “retrógrada, arcaica y poco especializada” para enfrentar ecazmente la complejidad del delito.

“Hay miedo y desconocimiento dentro del Poder Judicial para crear jurisdicciones especializadas en delitos que lo requieren, como los de violencia sexual y trata —subraya—. Se necesita jueces formados en estas temáticas, que comprendan el impacto profundo de estos delitos en las víctimas, y que valoren adecuadamente factores como la vulnerabilidad por género, origen geográco, desconocimiento de derechos o contextos culturales que normalizan la violencia”.

Entre 2023 y 2025, el 5,7 % de los casos reportados fue archivado. Según Rossina Guerrero, esta impunidad responde a varios factores: investigaciones penales decientes, falta de protección a las víctimas, temor a represalias y una aplicación incorrecta del tipo penal. Esta cadena de reveses no solo revictimiza a las sobrevivientes, sino también diculta su recuperación psicológica y desincentiva tanto la presentación de nuevas denuncias como la continuidad de los procesos judiciales.

Los servicios estatales presentan deficiencias:
Los servicios estatales presentan deficiencias: falta de refugios especializados, atención psicológica insuficiente y escasez de albergues. Foto: Andina

Aunque la Ley N.º 31146, promulgada en 2021, modicó la normativa contra la trata e incorporó principios sobre la reparación civil, no fue sino hasta julio de 2024 que el pleno jurisdiccional estableció los criterios que deben seguir los jueces para aplicarla.

Voces silenciadas

Los testimonios exponen una radiografía cruda y dolorosa:

“Me habían ofrecido que me iban a apoyar, que cualquier cosa para lo que necesito que paso a informarles, (…) pero nunca me han vuelto a llamar para que me pregunten como estás”

“Hubiese querido tener el abogado (...) porque de verdad fui muy perjudicada (...) no me ayudaron, eso fue”

“Quisiera que me dieran más opciones de trabajo en donde yo pueda elegir (...), pero nunca se dio”

“Sí, me preguntaron, pero no, nada, no me ayudaron”

“Necesito llevar un proceso de psicoterapia, pero seguido, continuo. No puedo dejarlo porque veo que recaigo. Siento etapas de depresión o que recaigo”

“Lo único que yo pediría es (...) que puedan mejorar los policías. Y que sean más seres humanos” (*)

El Estado tiene pendiente la
El Estado tiene pendiente la concreción de proyectos clave, como centros especializados de acogida para víctimas adultas. Foto: Paula Elizalde / Infobae Perú

Jhinna los ha escuchado, los ha leído: sobre todo lo ha vivido. “La gente que estuvo conmigo durante esos años me pregunta cómo sigo viva, cómo hice, y la verdad es que tampoco tengo una respuesta clara”. De vez en cuando, revisa nombres de otras chicas que estuvieron cautivas en La Noche: algunas lograron salir adelante, otras terminaron implicadas en redes criminales. Se ocupa de sus hijos mientras se recupera de una cirugía mayor que costeó de bolsillo, ya que no cuenta con ningún tipo de seguro.

Aparece esporádicamente en eventos relacionados con derechos humanos o justicia, pero mantiene distancia: “En algún momento me sentí utilizada —reconoce—. Llegué a preguntarme si realmente había valido la pena arriesgar mi vida: salir en los medios, dar la cara, acudir a las audiencias mientras me seguían... ¿Y el día después, qué?”.

En el departamento que arrienda, acompañada por sus dos hijos y dos gatas que corren entre los muebles, aún espera respuestas. La ministra de la Mujer, Fanny Montellanos, dijo a Infobae Perú que el programa Warmi Ñan mantiene desde 2022 un convenio con IBT Group para impulsar la reinserción laboral y la formación profesional de sobrevivientes de violencia, incluidas víctimas del delito, pero en su trabajo como orientadora, Jhinna no ha conocido un solo caso desde esa fecha en el que esta iniciativa se esté haciendo efectiva.

La reconstrucción de la vida
La reconstrucción de la vida de las víctimas se dificulta por la falta de reparación civil y de aplicación efectiva de sentencias penales. Foto: Paula Elizalde / Infobae Perú

Hasta antes de la pandemia, ella administraba un pequeño local de comida frente al colegio de sus hijos, como una forma de mantenerse cerca y protegerlos. Sin embargo, se vio obligada a venderlo todo para cubrir los gastos relacionados con su salud. Ninguna autoridad institucional ha vuelto a contactarla. Es la primera vez en 14 años que accede a hablar con la prensa.

“Lo que valoro de todo es que ella esté viva”, se sincera el mayor en retiro Hilario Rosales, quien lideró la investigación del llamado caso La Noche desde el ámbito policial. El contexto era adverso: fiscales implicados directamente por Jhinna y una red criminal que actuaba con total impunidad. Rosales fue removido, aparentemente para frenar el avance de la causa, mientras que los magistrados involucrados no enfrentaron cargos penales (apenas uno recibió una sanción administrativa de 30 días).

“La trata también prospera gracias a la corrupción —apunta el mayor—. Como sucede ahora, me ofrecieron dinero para cerrar el caso. Ese manto de impunidad no ha caído; se ha hecho más fuerte. Por estas cosas, insisto en que se debe romper todo el sistema”. Entonces, golpea la mesa y después no dice más nada.

Este reportaje ha sido posible gracias al proyecto ‘No Mas Mujeres Invisibles’, ejecutado por Promsex y Centro Ideas, con el apoyo del Fondo Fiduciario de ONU Mujeres

(*) Testimonios del libro Buscando justicia, de Andrea Querol