
Qué será de ti, Luis Anthony, y de la sonrisa sin Parental Advisory que tenías tú y todos los niños de Yapatera. Me pregunto, si el sol aún los arroja hacia las dos únicas veredas que tiene Yapatera para entregarse a todos esos tus juegos. Yapatera, anexo del distrito de La Arena, era desde ese entonces doce casitas de carrizo que se habían levantado a un lado del salitre, el río y la basura; y que para llegar hasta esos dos tirantes de cemento, tenías que pasar por un basural; pantallas de televisores que los niños reventaban para mejorar su puntería; muñecas que, con un poco de agua y Patito, podían volver a peinarse; y unos cuantos gallinazos que con suma paciencia comprobaban la inflexibilidad de pavos y gallinas abatidas por la peste.
Quizá dos mil diez, o dos mil once: las canas son páginas en blanco de la memoria donde es imposible volver a escribir. Las copas de los árboles, que nunca tenían vino, se despeinaban con el viento, así como las hojas del calendario de cualquiera de esos dos años. Era diciembre y los niños de Yapatera empezaban a reunir de diez en diez para comprar sus canicas, yaxes, trompos y madejas. Otros iban por almendras, carbón, latas de leche, y se hacían estrictamente de otros reciclajes para las vacaciones venideras. Algunos, así como tú, preferían esperar a que Pá les dijera que era hora de botar esas llantas viejas de la bicicleta; porque con ellas, era imposible trasladarse todos los días hasta la chacra. Entonces, tu alegría se volvía redonda.
Jugando a empujar,
una llanta por el arrozal.
El hijo del campesino.

Desde hace unos tantos años, en el campo, las bicicletas habían empezado a reemplazar a los burros: por eso, luego de su visita a Piura, Vargas Llosa escribió “La desaparición de los piajenos”. En la Piura de antes, en la de Marito, en Yoknapatawphavargalllosiana de los cincuenta podías verlos amarrados en los postes de madera del centro de la ciudad. En aquella Piura, nuestros abuelos corrieron tan(n)bién detrás de una vieja llanta. No usaron la mano como ahora: la empujaron con alambre o garfio —como palito de selfi—, con el que supieron mantener el equilibro.
Dónde andarás, Luis Anthony: pequeño malabarista de arena. He regresado a Yapatera y fui hasta tu casita de carrizo y arena: cerrada. Aún recuerdo la salita: al medio, la pintura de fondo turquesa con el abuelo de cabellos cenizos y la abuela con aretes de oro; en una esquina, el equipo de sonido con dos grandes parlantes; al otro lado, la mesita de madera con una jarrita azul llena de chicha espumosa; y el sol entrando y dispersándose entre el carrizo: celda con partículas de oro. He preguntado por ti: creo que ya no vive acá porque ya no lo vemos ¿y sus padres?, creo que su papá quedó ciego, ¿y qué es de Luis Anthony?, la verdad que no sé, señor, ¿y Jóse, su hermano?, disculpe, ¿quién es usted?
Seguro ahora serás grande y Jenifer López —tu burra—, con pulgas y todo, habrá pasado a la Santa Gloria de Dios; ahí donde también estarán las lagartijas y los choquecos caídos en cada batalla de piedras. Dios quiera que tus padres, Jóse y tus otros hermanos estén bien, y que ahora tengas la bicicleta grande que siempre bostezaste, y la manejes a toda prisa por el borde de las acequias.

Seguro ahora te encargarás de la chacra de Pá donde habrás aprendido a arar/almacigar/regar/trasplantar/abonar/segar/azotar el arroz; y donde, posiblemente, hayas conocido el ritual del amor en el campo: abrazos, intentos de besos, y forcejeos hasta derribar a la mujer que, entre el pasto de elefante y la taralla, te dará a tu primer hijo.
Pies en el agua.
¿A dónde irán las ranas
después de la cosecha?
Desde hace un tiempo, vuelvo a Santa Elena y Vichayal: qué gusto me da ver a varios Luis Anthony’s siendo felices en las plazas, arrojados en las esquinas pintadas de rayuelas. Los parques o plazas son el único espacio con cemento donde puede cooorrer ------ rectitooo la bolincha directo ------ al ñoooco, y donde se puede pintar un ojo con un pedazo de carbón. Los Anthony’s juegan con la rueda, abren los brazos, saltan, y vuelan como pequeños pájaros paridos por el silbido del viento. Vuelven a saltar, y ahora más alto, y continúan detrás de la rueda, y caen como las plumas de los choquecos que se desvanecen desde los nidos que dormitan en los brazos de un abuelo algarrobo.

Cada juego tuyo ha sabido enmarrocar los pequeños bracitos del reloj: un nudo de Eielson en la línea del tiempo. ¿Acaso los niños no secan las pepas de almendra para luego jugar a la rayuela?, ¿o ya no hacen zumbar y requetezumbar los trompos?, ¿acaso ya no piden latas de leche a Má para el matagente, y medias a Pá para hacer pelotas? Pobres nuestros abuelos que para jugar fulbito tenían que limpiar, inflar y secar al sol el buche del pavo: solo así podían tener una pelota y gritar ¡goOool! desde las entrañas. Ahora son ustedes, malabaristas de arena, los encargados de bajar desde sus frondosos árboles genealógicos, todos esos tus juegos.
En Yapatera el pasado es presente; y este, eterno. La atemporalidad siempre será el baile del trompo alocado, el golpe de dos pequeños mundos de cristal, el derrumbe metálico de la torre marca Gloria, y toda esa magia que en la Ciudad —el monstro de mil manos iluminadas— ya no quiere reinventar. Y por más grande que seas, nunca dejes de ser niño, Ele A. Y si ahora ya no entras en ese polo del Manchester, reinventa el juego para las nuevas generaciones. Cada vez que, en alguna parte de La Arena, una llanta deje de servir, a un niño se le dibujará una sonrisa. Una sonrisa, como una llanta a la mitad.
Canta el grillo.
Sobre el algarrobo,
la tarde.
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