
¿Por qué hay tanta corrupción en el Perú? Es una pregunta que muchos se hacen al ver cómo se repiten los casos de sobornos, abuso de poder y enriquecimiento ilícito en distintos niveles del Estado. Este fenómeno debilita la democracia y rompe la confianza de los ciudadanos en sus autoridades.
La doctora en neurobiología Susana P. Gaytán, docente de Fisiología en la Universidad de Sevilla, analizó distintos estudios sobre el cerebro y la corrupción en un artículo publicado en The Conversation. Según explica, la neurociencia ha comenzado a investigar cómo influyen el poder político y el contexto social en las decisiones inmorales.
“En un cerebro sano, la tentación de adoptar un comportamiento corrupto debería provocar un conflicto entre el deber y la acción”, señala Gaytán. Es decir, cuando alguien se enfrenta a una situación corrupta, su cerebro debería activar mecanismos de autocontrol, miedo al castigo y valores éticos.
Sin embargo, esos mecanismos pueden fallar o quedar anulados. Cuando una persona repite actos de corrupción y no sufre consecuencias, su cerebro comienza a normalizar ese comportamiento. La tentación se vuelve más fuerte y el freno moral se debilita.

La neurociencia demuestra que este proceso no es solo una decisión racional. También involucra cambios reales en el funcionamiento del cerebro, sobre todo en las zonas que regulan la recompensa, el control de impulsos y la evaluación moral.
¿Por qué los corruptos repiten la misma conducta una y otra vez?
Gaytán explica que, cada vez que una persona comete un acto corrupto con éxito, se activa un circuito cerebral que libera sustancias relacionadas con el placer y la recompensa. Este proceso fortalece las conexiones neuronales que motivan a repetir la conducta.
“La satisfacción del éxito obtenido bloqueará los mecanismos de evaluación de la ética de los actos”, afirma. De este modo, el cerebro prioriza el beneficio inmediato —dinero, poder, influencia— y deja de pensar en las consecuencias futuras, como el daño a la reputación o el impacto social.

Además, las estructuras cerebrales que ayudan a planificar a largo plazo y a controlar los impulsos pierden fuerza frente a las recompensas inmediatas. Es como si el cerebro aprendiera a elegir siempre lo más ventajoso en el momento, sin importar si es correcto o no.
Otro factor que influye es el entorno. Según Gaytán, el cerebro humano está diseñado para adaptarse al grupo al que pertenece. “La razón es que nuestro comportamiento social se seleccionó, durante millones de años de evolución, para encajar en un grupo de pertenencia, asumir sus normas y, con ello, obtener su aprobación”, explica.
Por eso, si en un ambiente político o institucional se toleran o incluso se celebran los actos corruptos, es muy probable que el cerebro de quienes ingresan a ese entorno también adopte esas conductas como normales.
Cuando la corrupción se normaliza, el cerebro se adapta
En contextos donde la corrupción es parte del día a día, el entorno social refuerza el comportamiento corrupto. “La presión del medio activa las áreas del cerebro social, aumentando la motivación a emular la conducta grupal aunque se oponga a los principios éticos individuales”, indica Gaytán.
Con el tiempo, la exposición constante a estos actos provoca desensibilización. El cerebro deja de responder con rechazo o alarma. En cambio, aparece la racionalización: la persona empieza a justificar sus actos, diciendo que “todos lo hacen” o que “no tenía opción”.

Esta adaptación mental también ha sido confirmada por estudios con neuroimagen. Gaytán explica que “quienes ostentan poder modulan su valoración de las ganancias personales al alza”, es decir, tienden a justificar más fácilmente sus beneficios individuales, incluso si son indebidos.
La repetición, la falta de castigos y la presión del entorno crean así un cerebro que ve la corrupción no solo como posible, sino como lógica.
La pérdida de empatía facilita decisiones corruptas
Finalmente, Gaytán advierte sobre el papel de la empatía. Esta capacidad permite ponerse en el lugar del otro y reconocer el daño que una acción puede causar. Cuando se pierde la empatía, aumentan las decisiones egoístas y deshonestas.
“La corrupción distorsiona las prioridades comunitarias y el cerebro se inclina hacia todo lo que supone un beneficio personal”, explica. El resultado es un cerebro más frío, menos solidario y más enfocado en obtener ventajas propias.

Además, cuando alguien permanece mucho tiempo en el poder, se debilitan las zonas cerebrales que regulan el autocontrol. “El poder prolongado refuerza la atención en metas propias y desactiva las señales que permiten la reciprocidad”, sostiene la especialista.
Por eso, la neurociencia aporta una mirada complementaria a la lucha contra la corrupción. No basta con normas y sanciones. También es necesario transformar los entornos sociales, reforzar valores desde la educación y limitar los círculos de poder donde estas conductas se repiten y se arraigan.
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