
Cada vez que la tierra tiembla en Lima y el Callao, el pasado se asoma con fuerza desde el subsuelo. El reciente sismo del domingo 15 de junio, con epicentro en el puerto, reactivó en la memoria colectiva los antiguos temores. La tarde del 31 de mayo de 1970, el Perú enfrentó una de sus tragedias más profundas. Era domingo y en gran parte del país, las familias terminaban la jornada en casa o asistían a misa. A las 15:23, un violento movimiento sacudió la costa y la sierra de Áncash. No fue solo un sismo. Fue el inicio de una secuencia de destrucción que sepultó ciudades, borró pueblos del mapa y dejó cifras que estremecen hasta hoy.
El epicentro se ubicó en el océano Pacífico, frente a Chimbote, y el sismo alcanzó los 7,9 grados de magnitud. Aunque duró apenas 45 segundos, bastaron para desencadenar una catástrofe que dejó más de 70.000 muertos, 150.000 heridos y cerca de 800.000 personas sin hogar. En menos de un minuto, la naturaleza desató una combinación mortal de tierra, hielo y agua que convirtió a ese día en el más oscuro en la historia moderna del país.
A lo largo de la Cordillera Blanca, el deslizamiento del Huascarán arrasó con el pueblo de Yungay y redujo su población de 25.000 a menos de 400 personas. En Ranrahirca y otras localidades del Callejón de Huaylas, los sobrevivientes contaron historias que revelan el alcance de la devastación. Algunos, como los niños que asistían a una función de circo, se salvaron por minutos, gracias a decisiones inmediatas que marcaron la diferencia entre la vida y la muerte.
Las cifras, las imágenes y los testimonios muestran una escena nacional de emergencia total. El Perú, enfrentado a una crisis sin precedentes, pidió ayuda internacional, pero incluso el auxilio tardó en llegar. Las carreteras estaban inservibles. Las líneas eléctricas colapsaron. La comunicación fue casi imposible. La magnitud del desastre reveló las debilidades de un sistema que, según científicos, pudo haber actuado antes.
Un país reducido a escombros

Más de 186.000 edificaciones quedaron inhabitables tras el terremoto. En ciudades como Chimbote, entre el 80 % y el 90 % de las viviendas fueron destruidas. Los materiales de construcción más comunes en la zona, como el adobe, no resistieron. Las paredes se desplomaron sobre las familias que permanecían en casa aquella tarde.
En el valle del Callejón de Huaylas, el impacto fue distinto. La avalancha de lodo, piedras y hielo que descendió del nevado Huascarán alcanzó los 320 km/h. En cuestión de minutos, arrasó con Yungay y Ranrahirca. Se estima que 7,6 millones de metros cúbicos de material se desplazaron ladera abajo y sepultaron ambos pueblos.
Una estatua de Cristo en el cementerio y cuatro palmeras fueron lo único que quedó en pie en Yungay. La mayoría de los sobrevivientes se encontraba en puntos altos, como el cementerio o el estadio. Entre ellos, un grupo de 300 niños que asistía a un espectáculo circense fue conducido hasta el estadio por un artista conocido como Cucharita. “Él sintió el temblor y gritó que subieran con él”, cuentan los testigos.
El desastre ignorado

Ocho años antes, en 1962, Ranrahirca ya había sufrido una tragedia similar. Un alud provocado por otro sismo sepultó parte del pueblo y dejó 2.000 muertos. Ese evento impulsó la investigación de científicos extranjeros que, al estudiar el nevado Huascarán, detectaron una formación rocosa inestable, sostenida apenas por un glaciar. Advirtieron que una nueva ruptura podría destruir Yungay.
Pero el gobierno de entonces no permitió que esas advertencias circularan. Según el testimonio de quienes conocieron el caso, los investigadores fueron obligados a abandonar el país bajo amenaza de prisión. “El artículo fue censurado, y los ciudadanos que hablaron sobre él sufrieron represalias”, señalan fuentes de la época.
A pesar de que una cresta separaba a Yungay de la montaña, la magnitud del derrumbe fue suficiente para superar esa barrera natural. El resultado fue la aniquilación casi total del pueblo. En Ranrahirca, el patrón fue idéntico: cerca de 20.000 personas y solo unos cientos sobrevivientes.
El aislamiento tras el impacto

La Carretera Panamericana se partió en varios tramos, dificultando la llegada de ayuda. Las vías férreas también quedaron inservibles. Puentes destruidos, postes caídos, fallas eléctricas: toda la infraestructura colapsó. Muchas víctimas quedaron atrapadas durante días sin recibir asistencia.
En un área de más de 80.000 kilómetros cuadrados, las comunicaciones fueron imposibles. “Nos quedamos sin luz, sin señal, sin caminos. Lo poco que sabíamos era por lo que veíamos desde las alturas”, declararon vecinos de Huaraz.
La comunidad internacional respondió con envíos aéreos. Más de 60 países enviaron ayuda humanitaria. Sin embargo, los suministros no siempre llegaban al destino, y muchos damnificados sobrevivieron con lo mínimo. Estados Unidos, por ejemplo, envió alimentos, medicamentos y personal de rescate. Aun así, los obstáculos logísticos demoraron la respuesta en muchas localidades.
Como reacción institucional, en 1972 se creó el Instituto Nacional de Defensa Civil (INDECI). El objetivo fue preparar a la población ante emergencias similares y diseñar protocolos de prevención y respuesta. También se declaró el 31 de mayo como el Día de la Educación y la Reflexión sobre Desastres Naturales.
El antiguo Yungay fue sellado. El gobierno lo declaró cementerio nacional y prohibió cualquier tipo de excavación. Las ruinas de la catedral, las palmeras sobrevivientes y los restos del cementerio se convirtieron en sitio de memoria.
Pese al intento estatal de reubicar a los pobladores en otras zonas, los sobrevivientes decidieron instalarse a solo un kilómetro del antiguo asentamiento. Fundaron “Yungay Norte”, que más adelante retomó el nombre original. Allí viven hoy más de 10.000 personas. Según estimaciones recientes, un deslizamiento como el de 1970 es improbable en los próximos mil años, pero la comunidad prefiere no bajar la guardia.
Huellas en la memoria

El terremoto del 70 fue sentido desde Lima hasta Ecuador y Brasil. Pero su efecto principal quedó concentrado en Áncash y zonas de Huánuco, La Libertad y parte del norte de Lima. Las pérdidas económicas se estimaron en más de 500 millones de dólares de la época.
“Todo lo que conocíamos desapareció en un instante”, dijo un sobreviviente en declaraciones recogidas años después. Su testimonio resume lo que vivieron miles de familias: la ruptura total con la vida anterior. Y también el inicio de una nueva realidad.
Las consecuencias del desastre no solo se midieron en cifras. También quedaron inscritas en las decisiones del país, en su infraestructura, en sus simulacros escolares, en la planificación urbana y en la conciencia de que, en el Perú, los sismos no son ficción. Son historia viva.
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