
La historia del joven estadounidense con corazón peruano comenzó en un rincón del norte del Perú, donde el calor del día apenas lograba opacar la tensión del confliaeropuerto de Piura para internarse en Chulucanas, una ciudad golpeada por la pobreza y las amenazas constantes del grupo terrorista Sendero Luminoso. Su nombre era Robert Prevost, y aunque entonces pocos podían imaginarlo, aquel cura recién llegado de Chicago se convertiría, cuatro décadas después, en el Papa León XIV.
En un reportaje hecho por Reuters, se cuenta que quienes lo conocieron en aquellos años recuerdan más su disposición que su rango. Un joven que recorría los pueblos a caballo o a pie, llevando la misa a comunidades donde la electricidad era intermitente y la violencia, constante. Héctor Camacho, entonces un adolescente y monaguillo, recuerda con nitidez los días en los que Prevost se presentaba con una sonrisa, palabras mal pronunciadas y un entusiasmo inagotable. “Vino con poco español y muchos sueños. Pero tenía algo. La gente lo buscaba, querían estar con él”, dice Camacho desde Yapatera, uno de los pueblos que recorrían juntos.
En la parroquia de adobe, con piso de tierra y muros agrietados por la humedad, el joven sacerdote organizaba actividades para mantener a los niños lejos de los peligros. Baloncesto, natación, excursiones al mar. No eran lujos, sino estrategias. “Nos sacaba de la rutina y nos alejaba de las malas influencias. Contrató entrenadores para enseñarnos deportes. Fue una ayuda enorme en ese tiempo”, relata Camacho.
Amenazas, bombas y una decisión

Pero la labor pastoral de Prevost se desarrollaba en medio de un entorno que apenas dejaba margen para la paz. Durante los años ochenta y noventa, la zona fue blanco constante de amenazas, extorsiones y ataques por parte de Sendero Luminoso. Fidel Alvarado, quien era seminarista en Chulucanas, no olvida una noche en la que una bomba explotó en la puerta de la iglesia principal. “Nos dieron 24 horas para salir o nos mataban”, afirmó para el medio estadounidense AOL. La amenaza no era simbólica: los sacerdotes norteamericanos estaban en la mira directa de los insurgentes.
Pese al peligro, Prevost y sus compañeros no abandonaron el lugar. “Lo que los convenció a quedarse fue la gente”, dice Alvarado. “Habían caminado con ellos, comido en sus casas, sentido su dolor. No podían irse.” Años después, esas mismas comunidades conservaron fotografías descoloridas del joven cura, algunas en sepia, otras con bordes desgastados. En una de ellas, se lo ve alzando un cáliz en una iglesia ya desaparecida, cuya tierra compacta fue reemplazada por cemento décadas más tarde.
El actual obispo de Chulucanas, Cristóbal Mejía, muestra a los visitantes la habitación donde vivía Prevost: una pieza amplia, con cama, escritorio, un sillón sencillo y un baño compartido. Desde la ventana se alcanzaba a ver el jardín del patio central. El garaje aún alberga una camioneta antigua, parecida a la que usaba para movilizarse entre pueblos.
“Se acostaba a las once de la noche y se levantaba a las cinco para rezar”, dice Mejía. Esa disciplina lo acompañó incluso cuando pasó a Trujillo, donde asumió nuevas funciones dentro de la formación agustiniana. Allí también fue vicario judicial, profesor de seminario y párroco. Con los años, su español mejoró y su vínculo con Perú se volvió permanente: en 2015 se nacionalizó peruano.
Silencio ante la injusticia, nunca

Oscar Murillo Villanueva, sacerdote en Trujillo, conoció a Prevost en tiempos difíciles. “Sufrió con el pueblo. No guardó silencio frente a las masacres, frente a la negligencia de los gobiernos, ni frente a las inundaciones”, afirma. Dice que su palabra siempre se mantuvo firme, incluso cuando significaba entrar en zonas de conflicto o denunciar omisiones.
A pesar de su carácter firme, quienes lo trataron de cerca también recuerdan su humor. José William Rivadeneyra, que fue seminarista y hoy es profesor, lo describe como una persona capaz de contagiar alegría. “Tenía un sentido del humor inigualable”, señala. Aunque también podía ser estricto: no dudaba en expulsar a estudiantes que copiaban en los exámenes.
En uno de los momentos más difíciles de su vida, cuando su madre falleció, Prevost mostró una serenidad que marcó a Camacho. “Lo encontré empacando y me dijo que regresaba a Estados Unidos porque su madre había muerto. Lloré por él, pero él estaba tranquilo. Como si supiera que ella ya estaba en las manos de Dios.”
Tiempo después, Camacho le pidió permiso para ponerle a su hija el nombre de Mildred, en honor a la madre del sacerdote. Prevost aceptó y se convirtió en el padrino de la niña. Hoy, Mildred Camacho tiene 29 años, hijos propios, y aún guarda cartas que recibió del sacerdote, ya convertido en figura eclesial. “Me contaba de sus misiones, de sus viajes. Siempre terminaba con la misma frase: ‘Tenme en tus oraciones, así como yo te tengo presente en las mías’.”
Desde aquellos días en los pueblos de Piura hasta su próxima consagración en Roma, la historia de León XIV es también la historia de un país que lo acogió, de un conflicto que no logró espantarlo y de un compromiso que comenzó, sin adornos, con una misa en tierra batida y una comunidad que nunca lo olvidó.
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