En los años noventa, un crimen estremeció a la ciudad de Casma y dejó una huella profunda en la memoria colectiva del país. Consuelo Berrocal, una joven de 23 años diagnosticada con epilepsia y trastornos psicóticos, acabó con la vida de su hijo recién nacido y se comió parte de su cuerpo. El caso fue abordado con morbo por la prensa de la época, pero tras el escándalo inicial, la historia cayó en el olvido. Tres décadas más tarde, su situación ha cambiado y hoy se abre paso una pregunta inevitable: ¿qué fue de ella?
Actualmente, Consuelo Berrocal se encuentra en la etapa final de su tratamiento psiquiátrico. Durante años estuvo internada en diferentes centros de salud mental, hasta ser trasladada al Hospital Víctor Larco Herrera, donde su caso fue reevaluado. Allí se determinó que su comportamiento había estado profundamente vinculado a su condición epiléptica y a episodios psicóticos mal diagnosticados en un inicio. Hoy, con medicamentos adecuados y una rutina estable, ha logrado mantener su estado mental bajo control. Vende golosinas y espera regresar a su ciudad natal, Casma, con la esperanza de rehacer su vida lejos de las voces que una vez guiaron su acción.
Desde su internamiento en el Hospital Víctor Larco Herrera, Berrocal recibió atención psiquiátrica especializada que le permitió estabilizar su salud mental. Durante las sesiones terapéuticas relató lo ocurrido y fue evaluada por médicos que determinaron que sus actos fueron cometidos bajo un estado de psicosis aguda. Hoy, su expediente médico la cataloga como paciente compensada. Tiene 50 años y continúa bajo tratamiento psiquiátrico en un centro especializado, donde ha mostrado avances significativos en su salud mental.
En una entrevista, declaró con frialdad: “Estaba jugando con mi hijo, y jugando nomás lo hice. Te voy a matar, le decía así y ya me lo había comido”. Añadió: “Lo maté y me lo comí, las vísceras nomás me las comí. Las freí y las comí”.

También habló sobre las alucinaciones que la atormentaban: “Estaba oyendo voces, voces que me decían que me hacían perfecta o que mejor matara”.
Tras años de tratamiento, el equipo médico consideró que ya no representa un peligro para sí misma ni para los demás. Se mantiene ocupada vendiendo dulces y ha logrado insertarse de forma progresiva en un entorno controlado. Aunque su regreso a Casma no está exento de controversias, las autoridades sanitarias creen que puede enfrentar esta nueva etapa con las herramientas necesarias.
En 1993, el nombre de Consuelo Berrocal apareció en los titulares de los diarios por una razón macabra: el asesinato de su hijo de tan solo dos meses. El crimen ocurrió en Casma, región Áncash. Según los informes policiales, Consuelo asfixió al bebé y posteriormente extrajo sus órganos internos. Luego los frió y se los comió.
Cuando las autoridades llegaron al lugar, encontraron restos del niño sobre la cocina. El caso conmocionó a la opinión pública. Durante el interrogatorio, la joven mostró signos de confusión mental, lo que motivó su traslado a un hospital psiquiátrico. El expediente judicial reveló que durante el acto decía haber escuchado voces que le hablaban y que la inducían a actuar de esa manera. No fue procesada como una criminal común, sino que recibió una medida de internamiento indefinido.

El crimen fue ampliamente cubierto por los medios, pero sin una comprensión real de su condición mental. Años después, la historia de Consuelo sería recordada no solo por su brutalidad, sino también por la falta de atención adecuada que recibió en sus primeros años de vida.
Consuelo nació en la provincia de Casma y fue adoptada cuando era una niña por una familia que seguía las enseñanzas de Ezequiel Ataucusi. En ese entorno religioso y cerrado, fue criada con rigidez y sin acceso a una red de protección. Fue víctima de abuso sexual por parte de su hermano adoptivo, quien la violó cuando era menor de edad.

Producto de esa agresión nació su hijo, Frank Ángel. El entorno familiar no denunció el abuso ni tomó acciones para protegerla. La joven madre se encontraba sola, sin recursos, y con un cuadro de salud mental que ya mostraba signos preocupantes. Vivía en una realidad fragmentada, con episodios de desconexión y visiones que nadie supo interpretar a tiempo.
El contexto de abandono, el silencio cómplice de su entorno y la carencia de apoyo profesional agravaron su condición. La tragedia se gestó en una combinación de violencia estructural y desatención estatal.
Tras su detención, Consuelo fue trasladada a diferentes instituciones médicas. Durante los primeros años, su diagnóstico fue errático. Se habló de esquizofrenia, luego de psicosis puerperal, y finalmente de epilepsia con episodios psicóticos. Ninguno de estos diagnósticos fue tratado de manera adecuada hasta su ingreso al Hospital Víctor Larco Herrera.
Durante su tratamiento, relató que escuchaba voces que le decían que su hijo era una amenaza o que debía matarlo para “ser perfecta”. Estos delirios fueron interpretados por los especialistas como manifestaciones de un trastorno grave no tratado. Pasó más de tres décadas bajo vigilancia médica, con terapias intensivas, medicación y seguimiento continuo.
En ese período, su evolución fue paulatina. Aprendió a reconocer los síntomas de sus crisis y a mantener una rutina que le permita controlar su condición. Hoy, su historia sirve como evidencia de los vacíos que existen en la atención a la salud mental y en la protección de mujeres víctimas de abuso.
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