La tarde del 30 de abril de 1933 en el Perú se tornó histórica y trágica. Tras asistir a una ceremonia castrense, el presidente Sánchez Cerro fue asesinado mientras abordaba su automóvil oficial. El autor del disparo, capturado de inmediato, era un joven militante aprista que alegó actuar por cuenta propia.
Sin embargo, ese argumento jamás convenció del todo a los sectores cercanos al régimen ni a los analistas posteriores. El país quedó envuelto en el duelo y el desconcierto. Las tensiones políticas con el APRA, la presión de los altos mandos militares y el contexto internacional abrieron un abanico de hipótesis.
Algunas apuntaban al interior del ejército; otras, a grupos radicales que consideraban al mandatario un obstáculo para sus aspiraciones. El magnicidio no solo truncó una presidencia, sino que también dejó una herida institucional que el tiempo no ha logrado cerrar del todo.
Un crimen que dejó una república herida

La escena ocurrió a plena luz del día, frente a testigos y escoltas. Sánchez Cerro, jefe de Estado desde 1931, había terminado de presidir un acto militar cuando un joven se acercó y le disparó a quemarropa. El agresor fue abatido de inmediato, pero el daño estaba hecho. El país quedó conmocionado. La noticia recorrió las calles de Lima antes de que los diarios imprimieran sus primeras ediciones.
El gobierno, en cuestión de horas, culpó al APRA como autor intelectual del ataque. Las detenciones se multiplicaron. El partido fundado por Haya de la Torre, ya enfrentado con el régimen, fue perseguido con mayor dureza.
Pero no todos creyeron esa versión. Algunas voces, dentro y fuera del ámbito político, insinuaban que el crimen podía haber nacido en los propios círculos de poder, en represalia por decisiones que incomodaban a sectores conservadores y castrenses.
La versión oficial y las dudas que no desaparecen

Según los documentos del caso, Abelardo Mendoza Leyva actuó en solitario. La tesis judicial fue clara: el móvil era ideológico, el crimen, premeditado. Pero muchas piezas no encajaban. ¿Cómo pudo el atacante eludir la vigilancia de seguridad presidencial? ¿Por qué no se investigó a fondo la posible complicidad de miembros del ejército? ¿Quién ordenó que el juicio fuera tan breve?
La narrativa oficial nunca satisfizo del todo. Investigadores independientes, décadas después, reconstruyeron el contexto con nuevas miradas. Algunos sugirieron que sectores del ejército veían con desconfianza el liderazgo de Sánchez Cerro.
Otros creían que la presión de grupos financieros y terratenientes jugó un papel silencioso. Incluso surgieron voces que mencionaban posibles pactos con potencias extranjeras en juego. El expediente fue cerrado, pero las preguntas siguieron abiertas.
El APRA, el enemigo ideal o el chivo expiatorio

Desde antes del atentado, el vínculo entre Sánchez Cerro y el APRA era tenso y violento. El régimen no dudaba en reprimir manifestaciones, mientras los apristas lo acusaban de dictador. Las huelgas y protestas eran frecuentes, y los choques entre las bases del partido y las fuerzas del orden, sangrientos.
Cuando se culpó al APRA del asesinato, el aparato estatal ya tenía todo listo para una represión sistemática. Dirigentes fueron arrestados, las casas del partido allanadas y sus actividades declaradas ilegales. La figura de Haya de la Torre fue perseguida aún más, y su imagen vinculada al crimen marcó su destino político por años.
Sin embargo, con el tiempo surgieron dudas sobre la facilidad con la que se armó esa acusación. Algunos historiadores creen que el partido fue víctima de un montaje para justificar su marginación política. Otros sostienen que sectores del APRA sí estaban dispuestos a eliminar al mandatario. El misterio, como tantas veces en la historia peruana, quedó sin despejar.
Sombras en el ejército y teorías que persisten

Uno de los aspectos menos explorados en su momento fue el malestar interno dentro de las fuerzas armadas. Sánchez Cerro, aunque proveniente del ejército, había generado tensiones con altos oficiales. Su estilo autoritario, las reformas que impulsaba y su relación ambigua con algunos actores políticos incomodaban a los mandos tradicionales.
Algunos militares vieron en su muerte una oportunidad para restaurar el equilibrio perdido. Se mencionaron nombres, se insinuaron traiciones, pero nada fue confirmado. Documentos que podrían haber arrojado luz fueron extraviados o clasificados por décadas. Un sector del periodismo incluso sostuvo que la cúpula castrense dejó hacer, facilitó la acción del asesino o directamente organizó el magnicidio.
A casi un siglo del crimen, las especulaciones no cesan. El asesinato de Sánchez Cerro permanece como uno de los hechos más oscuros de la historia republicana peruana. Ni la justicia, ni los archivos oficiales, ni el relato institucional han logrado apagar el eco de aquella bala.
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