Jorge Eslava nos recibe con la calidez de quien sabe que las mejores conversaciones nacen en espacios íntimos. Su nueva vivienda, aún impregnada del aroma de los libros recién acomodados, se siente como un refugio donde el tiempo discurre con paciencia. La brisa entra suavemente por las ventanas abiertas, el sol se desliza entre los estantes y en su mano, una taza de café humeante acompaña el inicio de un diálogo que promete ser tan vasto como su trayectoria.
Su voz, pausada y reflexiva, nos guía por los caminos de su oficio, ese que ha transitado con la devoción de quien entiende la escritura no solo como un ejercicio creativo, sino como una forma de resistencia. Poeta, narrador, editor, maestro: cada faceta suya se entrelaza con la siguiente y construye una vida entregada a la palabra. Ha escrito para niños, jóvenes y adultos con la certeza que la literatura debe despertar y sembrar preguntas.
En su mirada se percibe la misma inquietud que ha marcado su obra, una mezcla de curiosidad y rigor que lo lleva a explorar los rincones más profundos del lenguaje y la memoria. Entre sorbos de café, nos habla de sus proyectos, de las historias que aún aguardan ser contadas y de la responsabilidad de seguir escribiendo en tiempos convulsos. Así, entre el murmullo del viento y el eco de sus palabras, comienza nuestro encuentro con un escritor que, más que relatar el mundo, lo interroga sin descanso.

—¿Cuál de todas las crónicas y entrevistas de su libro Los bienes ajenos fue la más desafiante a realizar para usted?
De todas las entrevistas, la más desafiante fue la que le realicé a Michelle Petit. Había escuchado hablar de ella, leído alguno de sus libros, pero no estaba lo suficientemente informado, documentado ni preparado para enfrentar una entrevista con una intelectual de su nivel. Acababa de escuchar una ponencia suya que me sorprendió, y sin pensarlo dos veces, me acerqué a ella y le pedí la entrevista.
No estaba prevista, y además, comenzó muy mal, ya que hice preguntas completamente fuera de foco, que no tenían relación con su especialidad ni con su trabajo. Me lo hizo notar en dos o tres ocasiones y, en un momento, sentí que la entrevista se me iba de las manos. Temí perder la oportunidad de entrevistar a alguien que, a través de uno o dos libros, me había deslumbrado, sobre todo porque trabaja con la lectura en zonas donde no se lee y donde, además, el acceso al libro es casi inexistente, especialmente en regiones de conflicto. Sobre ese tema, yo sabía muy poco. Afortunadamente, en el momento oportuno logré dar un giro a la conversación y la entrevista terminó desarrollándose correctamente.
Otra entrevista que disfruté mucho fue la mantuve con Joaquín Sabina, porque ocurrió al filo de la Nochevieja y el inicio del nuevo año, en medio de los reclamos de su novia y sus dos hijas, quienes debían partir a una reunión familiar. Mientras tanto, nosotros seguíamos enfrascados en la conversación y, por supuesto, en los brindis.
Por otro lado, otra que postergué durante años por temor fue la que le hice a Desiderio Blanco, un gran maestro universitario, semiótico y rector de la Universidad de Lima. Fue mi profesor en San Marcos en un curso que nunca supe cómo aprobé. Sentía una profunda admiración por su erudición, pero al mismo tiempo, un cierto resquemor por su fama de hombre de carácter fuerte.
No era explosivo, pero sí intolerante frente a la ignorancia o la falta de rigor. Era un hombre meticuloso, cuidadoso al hablar, y sabía que entrevistarlo requería una preparación exhaustiva. Me imponía respeto, sobre todo porque al leer sus artículos, me parecía un intelectual de la talla de George Steiner, alguien que lo sabía todo y había transitado por los caminos de la filosofía. Además, su historia personal era fascinante: había sido sacerdote durante muchos años y se atrevió a dejar los hábitos por amor. Era un gran lector, había escrito un libro de poemas y poseía un vasto conocimiento sobre cine y arte.
Durante mucho tiempo pospuse la entrevista, pero finalmente me atreví a solicitar una cita. Para mi sorpresa, la conversación fluyó tan bien que se extendió a dos sesiones. Él quedó muy satisfecho con el resultado, y yo aún más.
Esas fueron las tres que podría mencionar como las más desafiantes, cada una enfrentándome a situaciones y tensiones diferentes.
—¿Algún personaje que le hubiera gustado entrevistar?
A mí me hubiera gustado entrevistar a Constantino Carvallo. Justo tengo una novela sobre acerca de eso. Una de las obsesiones del libro es la del personaje protagonista, que es un alter ego mío, del autor. Se la pasa buscando la forma de entrevistar a Constantino Carvallo porque siente una gran admiración por él.
Este profesor es diferente; tiene muy claro que quiere ser un maestria distinto, pero no sabe exactamente cómo lograrlo, no tiene una orientación definida. Lo único que tiene claro es su deseo de ser un docente disruptivo, simpático y cercano a los estudiantes, pero carece de una filosofía bien estructurada. La pedagogía se desprende de la filosofía, por lo que es imposible pensar en términos pedagógicos sin una base filosófica. Educar es, al mismo tiempo, educarse; es una forma de asumir la vida con sus gozos y sacrificios.

Desde que supe de la existencia de Constantino, me interesé profundamente en conocerlo a fondo. Finalmente, llegué a conocerlo y fui su amigo durante 30 años. No trabajé con él en el colegio codo a codo, pero sí sacamos adelante varios proyectos juntos. Cuando él falleció, quedé a cargo de su obra: la edité y publiqué tres tomos. Sin embargo, a pesar de todo, sigue siendo para mí un personaje oceánico, profundo y en muchos aspectos desconocido. En esos rincones de desconocimiento, me hubiera gustado indagar más a través de una entrevista.
Nuestra amistad se mantuvo hasta donde fue posible. Íbamos al estadio, a pesar de que él era un aliancista acérrimo y yo soy crema hasta los huesos. Me habría gustado hacerle muchas preguntas sobre su formación. Constantino es, sin duda, un personaje al que me hubiera encantado entrevistar.
Otro personaje que estuve a punto de entrevistar, con quien tuve dos encuentros en España, fue Rafael Alberti, una de las figuras más representativas de la generación del 27.
Lo conocí cuando tenía más de 80 años y me sorprendió su vitalidad; estaba a punto de casarse con una mujer 45 años menor que él. Un día lo encontré completamente devastado. Sabía dónde vivía, en el séptimo u octavo piso de un edificio, y que solía desayunar en el primer piso. Allí lo vi varias veces. Sin embargo, en una ocasión no lo encontré y subí a su departamento. Toda la casa estaba patas arriba: había tenido una fuerte discusión con su pareja. Ese día teníamos pactada una entrevista, pero no se llevó a cabo.
Para mí, Alberti es uno de los poetas más contundentes de las primeras décadas del siglo XX en español. Fue un poeta versátil que supo conciliar su actitud revolucionaria, combativa y férrea con una poesía de múltiples ramificaciones. Se movió entre la poesía de vertiente popular, el surrealismo y la poesía militante. Me parecía un personaje de enorme atractivo y su propia personalidad era avasallante.
—¿Cuál cree que es el verdadero impacto de un escritor en la sociedad? ¿Le preocupa que su obra trascienda en la historia?
Es probable que la mayoría de escritores reste importancia a lo que antes se llamaba la posteridad. Sin embargo, creo que, a la larga, ocurre algo similar a lo que sucede en los talleres de literatura. Al principio, todos llegan con ahínco e interés, leen sus textos después de haber pasado noches en vela trabajándolos. Pero si los comentarios del grupo no son muy alentadores, si les dicen: “Bueno, a tu texto le falta esto, yo le agregaría aquello”, muchos terminan excusándose con frases como: “En realidad, yo no escribo para los demás, escribo para mí mismo”.
Curiosamente, aunque dicen escribir para sí mismos, han llevado su texto a un espacio donde será sometido a una lectura colectiva. Algo similar ocurre con los escritores que afirman que solo escriben para sí mismos. Yo creo que, en realidad, la primera consigna de la literatura es comunicar. La segunda también es comunicar, pero a través de un objeto estético. A partir de ahí, cada escritor elige su propio camino: puede orientar su obra hacia lo más íntimo y personal, hacia lo social o hacia los pasillos más oscuros de la existencia.
No creo que la trascendencia desvele a los escritores, pero sí es una meta, una especie de séptimo cielo al que muchos aspiran. Trascender significa que tu obra logre ir más allá de los muros de tu casa o de tu estudio. Es parecido a lo que sucede con los buenos maestros: no basta con ser un buen profesor dentro del aula, también se quiere dejar una huella más allá de la hora de clases. Ser el profesor al que los estudiantes buscan fuera del colegio, el que sigue presente en sus vidas, el que recibe visitas de exalumnos. Eso, aunque sea una pequeña señal de trascendencia, me complace profundamente.
—Usted ha explorado diferentes géneros como el ensayo, la poesía, la narrativa y la literatura infantil. ¿Con cuál de ellos se siente más cómodo?
Ahora me siento más cómodo con el ensayo. Creo que esto también tiene que ver con la edad. Sin embargo, la literatura infantil sigue interesándome, emocionándome y comprometiéndome.
Nunca me ha parecido un género fácil de cultivar. Continúo leyendo sobre educación y literatura infantil porque me gustan los retos que implica. Me parece un desafío enorme lograr transmitir una historia humana a través de un léxico reducido.
Los niños pequeños, como lectores, tienen un vocabulario acorde con su edad. Aunque los primeros años de vida son el periodo en el que más palabras aprende una persona, su repertorio lingüístico sigue siendo limitado, así como sus referentes. Con esos insumos hay que construir una historia, y eso representa un reto enorme.
—Usted menciona en Los bienes ajenos que no ejerció el periodismo por cobardía. ¿A qué se refirió con eso?
Por cobardía, sí. Pero no se trata de una falta de coraje para enfrentar una circunstancia en particular porque me considero una persona más temeraria que prudente. Sin embargo, lo que realmente me desequilibra es el desorden en la vida.
Cuando era muy joven, conocí el ritmo del periodismo de cerca. Empecé a trabajar en un periódico a los 17 o 18 años y observé a los fotógrafos y redactores, que además tenían formas de vestir y comportarse muy distintas. La vida de un periodista consistía en entrar y salir constantemente, estar redactando una nota y, de pronto, recibir nueva información que los obligaba a dejar todo y salir corriendo. Era un oficio de sobresaltos, de interrupciones y de invasiones constantes en la vida personal.

Eso fue lo que me alejó del periodismo. Yo necesito demasiado orden para trabajar. Ahora mismo, por ejemplo, cuando nos hemos sentado a tomar este café, usted habrá notado que guardé todo con calma: recogí las tazas, guardé el café, el edulcorante, limpié la zona para que quedara impecable. Tengo una manía por el orden.
Me hace mucha gracia una película argentina llamada El crítico, cuyo protagonista es un crítico de cine completamente insatisfecho. Sueña con hacer su propia película, pero es incapaz de concretarla porque todo a su alrededor le parece desordenado y fuera de lugar. No soporta, por ejemplo, que un celular esté en cierto ángulo y lo acomoda de inmediato, pero luego no le gusta la nueva posición y sigue moviéndolo hasta encontrar el lugar “correcto”. Su inconformismo es extremo, casi paroxístico. Me identifico con esa sensación de necesitar un entorno organizado.
—¿Cómo ve el periodismo narrativo actual en el Perú? ¿Cree que la crónica tiene el reconocimiento que se merece?
Creo que la crónica tuvo su momento hace unos 20 años. En esa época, el Perú contó con una de las mejores revistas de crónicas. Los periodistas peruanos advirtieron que el periodismo estaba experimentando un cambio drástico y que la única manera de salvarlo era ofreciendo una información diferente, apelando a todos los recursos del arte narrativo. Como resultado, surgió una generación interesante, incluso dos generaciones, de periodistas dedicados a este género.
Sin embargo, el desmoronamiento de nuestro sistema democrático ha desplazado al periodismo narrativo y cronístico en favor del periodismo de investigación. Pero para ejercer el periodismo de investigación se requieren muchos recursos por parte de los medios. Una crónica puede escribirse en una semana, pero una investigación periodística puede tomar meses de trabajo. ¿Quién sostiene económicamente ese tiempo en el contexto de nuestros periódicos o canales de televisión? Es una tarea difícil.
Mi percepción es que, actualmente, el periodismo peruano se divide en dos grandes frentes. Por un lado, hay un periodismo digno, que trata de hacer investigación y que se encuentra más bien en el ámbito del periodismo independiente. Por otro lado, hay un periodismo bastardo, plano, denigrado y empobrecido.
A pesar de ello, todavía hay periodistas dentro de este último sector que generan la duda: ¿por qué no renuncian a ese espacio y vuelven a un periodismo más decente? Así veo el panorama actual: un mundo dividido.
—¿Cree que los escritores en el Perú tienen alguna responsabilidad especial debido al contexto social y político en que se vive forma constante?
El escritor tiene un compromiso claramente estético con su obra. Sin embargo, precisamente debido a esa obra, que lo convierte en un personaje público, atendible o interesante, asume también una responsabilidad cívica. Esta responsabilidad se manifiesta en su vínculo con la sociedad y con su país.
Como sanmarquino y como alguien que sigue de cerca las vicisitudes de nuestro mundo político, no podría—ni racional ni temperamentalmente—ser indiferente. Asumo un compromiso. Algunos podrían decir: “Pero tú haces literatura infantil”. Sin embargo, basta con revisar mis libros para notar que, de alguna manera, siempre estoy buscando el conflicto, la denuncia, la protesta.
Quizás por eso no soy un escritor de literatura infantil particularmente querido por mis editores. Pero me interesa hacer una literatura infantil que tenga el mismo estatuto que la gran literatura.

—¿Usted cree que la literatura peruana refleja la realidad del país o hay algunos temas que todavía se evitan?
Hy muchos temas que se evitan dentro de la literatura infantil. Basta con recordar el Index, aquel tribunal eclesiástico que determinaba qué libros podían leerse y cuáles debían ser prohibidos. Aunque este sistema de censura fue creado siglos atrás, en el Perú adquirió gran fuerza durante la colonia y se mantuvo vigente hasta bien entrado el siglo XX. Fue abolido en los años 60, posiblemente bajo el pontificado de Juan XXIII o Pablo VI.
Sin embargo, aunque oficialmente ya no existe una lista de libros prohibidos, la censura persiste en muchas instituciones educativas. Aún hoy, hay colegios donde está prohibido leer ciertas obras de Saramago o incluso de Mario Vargas Llosa, a pesar de que el Ministerio de Educación ha recomendado la lectura de algunos pasajes de la Comisión de la Verdad.
Estos temas se evitan por miedo a que el profesor sea señalado o a que las autoridades del colegio enfrenten conflictos con los padres de familia, quienes han adquirido un peso y una notoriedad excesivos en las decisiones académicas. No debemos olvidar que el verdadero educador en el aula es el maestro, mientras que en casa, la responsabilidad recae en los padres. Sin embargo, la realidad nos muestra que muchas veces los padres no cumplen con ese rol.
Cada vez más, los maestros enfrentan estudiantes que llegan sin ningún contacto con la cultura, sin herramientas lingüísticas y sin hábito de lectura. Son criaturas indefensas ante el conocimiento, y con ellas, los docentes deben hacer milagros.
Esa censura también la he experimentado personalmente. Escribí una novela sobre las desapariciones forzadas, y a pesar de haber firmado un contrato, el libro fue censurado. Lo mismo sucede cuando trato ciertos temas en libros infantiles o juveniles. En algunas visitas a colegios, pareciera que estuviera prohibido hablar sobre mis intereses políticos. Recuerdo que, en una ocasión, una promotora editorial me reprochó por una respuesta que di a un estudiante de secundaria. Me preguntó por quién iba a votar en las elecciones, mencionó un nombre y respondí con sinceridad. Fue suficiente para que se inflamara de indignación.
Es curioso cómo un escritor de literatura para adultos puede expresar abiertamente sus posturas políticas, mientras que un escritor infantil parece estar obligado a ser un alma inmaculada: sin ideología, sin deseos, sin conflictos. Pero los escritores, como cualquier ser humano, somos un amasijo de emociones y dudas.

—¿Cuáles son las enseñanzas más grandes que le ha dado la docencia?
El profesor que entra al aula sin la disposición de aprender de sus estudiantes está desenfocado. No puede ser un sabio que se encierra en su cueva para luego salir esporádicamente a impartir conocimiento. Ese “afuera” que el profesor experimenta ocasionalmente es el mundo cotidiano del estudiante: la calle, la sociedad en constante cambio. Y precisamente ahí radica una de las mayores enseñanzas de la docencia: aprender de los jóvenes.
Las generaciones no se replican, sino que evolucionan, involucionan, cambian y hasta regresan. Hoy en día se usa jerga que se escuchaba en los años 60 o 70, pero también hay nuevos términos, muchos de ellos préstamos lingüísticos provenientes de la tecnología. Lo mismo ocurre con la música: mis hijos no escuchan lo que yo oía a su edad, y mis nietos tampoco escuchan lo que mis hijos solían escuchar. Si un profesor no está atento a estos cambios, pierde el tren de la historia.
El rol del docente es curioso porque, por un lado, es un conservador de conocimientos, tradiciones y ciertos valores. Pero, al mismo tiempo, está obligado a proyectarse hacia el futuro, pues educa a las generaciones que en diez o veinte años dirigirán los destinos del país.
Hay un verso de Silvio Rodríguez que ilustra bien esta idea: “ser un servidor del pasado en copa nueva”. Es decir, el maestro debe preservar el conocimiento, como un vino añejo, pero presentarlo en un recipiente nuevo, adaptado a los tiempos.
Yo, por ejemplo, soy un amante de la artesanía y del arte tradicional, y me interesa que se conserven porque forman parte de nuestra memoria y patrimonio. Sin embargo, también entiendo que el arte evoluciona, progresa y debe ser atendido. Esa apertura, esa capacidad de adaptación, es lo que debería definir el espíritu del maestro.

—Hay muchos escritores que tienen rituales o cábalas antes de de ponerse a escribir, ¿usted tiene alguna?
Más allá del orden, que para mí es fundamental, no tengo rituales específicos antes de escribir. Si el entorno es caótico, me resulta difícil concentrarme. Aunque en las últimas semanas he logrado escribir dos cuentos en condiciones poco ideales, en general, necesito un espacio armonioso, por más precario o reducido que sea.
Creo firmemente que el trabajo creativo es, ante todo, un proceso intelectual que comienza en la mente. Una historia puede acompañarme durante semanas antes de tomar forma. Durante ese tiempo, voy dándole estructura, estableciendo lineamientos y trazando posibles caminos narrativos. Solo cuando creo haber definido una línea argumental clara, comienzo a poblarla de personajes y situaciones. Pero sigue siendo un trabajo mental.
Después de varias semanas o incluso meses, cuando ya tengo una idea clara del desarrollo y un posible final, recién me siento a escribir. Para muchas personas, el acto de escribir comienza cuando se enfrentan a la pantalla o al papel, pero para mí esa es la fase más sencilla. Puedo escribir una novela en cinco semanas, pero he venido trabajándola mentalmente por cuatro meses.
Luego, viene el tercer tramo: la edición y corrección, que para mí es un proceso obsesivo. Quizás esto se deba a mis inicios en la poesía, género que me interesó profundamente en mi juventud. Tengo un cuidado especial por la precisión de las palabras. No soy de los que escriben un borrador de principio a fin y luego lo revisan. No paso a la siguiente línea si la anterior no me parece precisa, limpia, lograda. No solo en el concepto o la imagen, sino también en la musicalidad de las palabras.
—¿Qué proyectos se le viene a Jorge Eslava?
Tengo varios proyectos en marcha. Uno de ellos surgió casi por casualidad en una conversación con una editorial: una antología que recopile personajes, hechos, circunstancias y festividades importantes del Perú a través de textos escritos por clásicos peruanos.
También, vengo trabajando mentalmente una novela desde hace un par de años. Ya tengo la locación, los personajes y la historia, pero aún me falta el coraje para empezar a escribirla. Siento que será un libro con un tono casi testamentario, y quizá el título, que me resulta un poco melancólico, sea lo que me frena. Por otro lado, tengo dos o tres proyectos de literatura infantil en camino, que seguramente resolveré este año.
Además, hace un par de años escribí Gymnasium, una plaqueta sobre una de mis pasiones: el ejercicio físico, en particular el entrenamiento con pesas y el boxeo. En este libro intenté entretejer mi experiencia deportiva con mi visión de la existencia. La obra fue bien recibida y obtuvo el premio Luces. Inicialmente tenía 20 poemas, luego se duplicó a 40 y añadí una nueva sección.
Ahora estoy ampliándolo aún más. La primera versión tenía secciones sobre Entrenamiento y fatiga, y luego agregué Reposo, porque quien entrena sabe que el descanso es fundamental. Ahora quiero incluir una nueva sección sobre Sustento, es decir, la nutrición, que es otro pilar esencial del rendimiento físico. Me parece un proyecto original porque aborda el cuerpo desde el sacrificio y el logro.
A diferencia de muchas otras áreas de la vida, el deporte es tangible, medible. No siempre sabemos cuán buenos hemos sido en nuestra profesión o en nuestras relaciones personales, pero en el deporte hay marcas concretas. Yo sigo fijándome metas y venciendo mis propios límites año tras año. Vamos a ver hasta cuándo resisto.
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