
El 14 de abril de 2025, Amanda Nguyen voló al espacio.
Lo hizo como parte de la histórica misión NS-31 de Blue Origin, junto a la primera tripulación compuesta en su totalidad por mujeres. Pero lo que realmente despegó ese día no fue solo una nave. Fue una historia que durante años había quedado suspendida, atrapada entre el silencio y un sistema que no hacía justicia a quienes habían sido víctimas de violencia. Una historia que luego de años logró ascender.
Años atrás, Amanda quiso ser astronauta. Se entrenó, se preparó, tenía todo para lograrlo. Pero su camino se interrumpió abruptamente cuando fue víctima de violencia sexual. El sistema judicial que debió protegerla le ofreció abandono: su kit de evidencia podía ser destruido a los seis meses. Sin notificación. Sin justicia.
Frente a eso, eligió transformar el sistema. Fundó Rise, una organización que convirtió su lucha personal en política pública. Organizó una movilización global por los derechos de personas sobrevivientes, redactó legislación, y logró que el Congreso de EE. UU. aprobara por unanimidad la Ley de Derechos de Sobrevivientes de Agresión Sexual.

Y cuando esa arquitectura de justicia estuvo en pie, volvió a mirar hacia las estrellas.
Amanda regresó a su sueño interrumpido. Y esta vez, lo llevó hasta el final. La vi despegar. Estuve ahí, en vivo. Y aunque el rugido del cohete fue impresionante, lo que más me estremeció fue lo que Amanda nos transmitió, una esperanza profunda.
Amanda llevó consigo al espacio su historia de vida y su cultura, llevó: 169 semillas de loto enviadas por el Centro Espacial Nacional de Vietnam —una ofrenda biológica y cultural— y un parche cosido a su traje que decía más que cualquier bandera.
Diseñado por una amiga suya, también hija de refugiados, el parche narraba el viaje de su familia: desde los barcos de escape tras la guerra de Vietnam hasta la cápsula espacial del New Shepard. Ese parche —personal y simbólico— era una cápsula de ADN cultural. Honraba a su madre en el bote, a su padre en un avión C-130, y a ella, tocando el cielo.
Amanda voló por millones. Por todas las que alguna vez dejaron un sueño en pausa. Por quienes cargan cicatrices invisibles. Por quienes luchan cada día para no dejar de imaginar. Voló también por quienes aún no creen que ese futuro pueda ser suyo.
En América Latina —donde la violencia sexual se normaliza, donde a nuestras niñas aún se les enseña a reducirse, y donde la justicia suele ser privilegio— el mensaje de Amanda es urgente. Porque su historia no es de superación individual. Es de transformación colectiva. De cómo una sobreviviente puede reescribir la ley, y luego su propia historia.
La historia de Amanda Nguyen nos inspira y nos recuerda que nadie más tenga que elegir entre sanar y soñar.
El día que despegó, no solo atravesó la atmósfera. Rompió el mito de que hay trayectorias imposibles. Y nos dejó, en la Tierra, un mensaje imposible de ignorar:
No hay nada más poderoso que una historia interrumpida… que decide continuar.

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