En tiempos donde el Virreinato imponía sus reglas desde Lima hasta el último rincón andino, una figura discreta comenzó a erosionar los cimientos del absolutismo con algo más potente que la espada: el pensamiento.
Toribio Rodríguez de Mendoza, nacido en Chachapoyas, no solo fue sacerdote y educador, sino uno de los primeros en introducir ideas emancipadoras en las mentes de la élite criolla. Su influencia no se manifestó con discursos de plaza ni con armas, sino en las aulas, en las reformas educativas y en la formación de generaciones que luego serían protagonistas del proceso independentista.
Educador que rompió con la enseñanza tradicional

Nombrado rector del Real Convictorio de San Carlos en 1790, Rodríguez de Mendoza transformó esta institución en un espacio donde floreció el pensamiento crítico. En lugar de perpetuar los métodos escolásticos y repetitivos que dominaban la educación colonial, introdujo contenidos modernos vinculados a la razón, la lógica, la ciencia y la filosofía ilustrada. Su propuesta educativa aspiraba a crear ciudadanos informados, no solo obedientes súbditos del rey.
Impulsó la inclusión de nuevas disciplinas y promovió la participación de estudiantes criollos en el debate político y social. Para él, la educación debía tener una función emancipadora, capaz de preparar a una sociedad para el cambio sin recurrir a la violencia. Muchos de sus alumnos se convirtieron en dirigentes políticos, abogados, periodistas y pensadores que más tarde contribuirían al nacimiento de la república peruana.
Un clérigo con ideas seculares

Aunque fue ordenado sacerdote, Rodríguez de Mendoza mantuvo una postura crítica frente a la influencia absoluta de la Iglesia en asuntos del Estado. Si bien su fe era profunda, también creía que la religión debía convivir con el pensamiento científico y que la razón debía guiar las decisiones públicas. Su visión se apartaba de la ortodoxia de su tiempo, lo que le generó resistencias dentro del mismo clero.
Desde su rol eclesiástico, abogó por una educación laica y propuso separar la moral religiosa de los asuntos civiles. A diferencia de otros religiosos de su época, no utilizó el púlpito como un lugar para infundir temor, sino para estimular la reflexión ética. Esta postura lo colocó entre los reformadores más audaces de su generación, capaz de conciliar fe y razón sin renunciar a ninguna de ellas.
Difusor de las luces en tierras coloniales

Rodríguez de Mendoza se convirtió en un canal entre las ideas ilustradas de Europa y la realidad virreinal americana. A través de libros, correspondencias y debates, logró que textos de Rousseau, Locke y Montesquieu circularan entre los jóvenes limeños, pese a la censura impuesta por la Corona. Más que un imitador, fue un adaptador: reinterpretó las ideas de igualdad, libertad y contrato social según las condiciones del Perú colonial.
Desde las aulas, defendió la necesidad de abolir la esclavitud, eliminar el tributo indígena y crear una administración basada en méritos, no en privilegios heredados. Su pensamiento no proponía rupturas inmediatas, pero sí socavaba poco a poco las estructuras del absolutismo. Rodríguez de Mendoza comprendía que el cambio duradero debía surgir del conocimiento, no de la imposición.
En las aulas del siglo XXI

El nombre de Toribio Rodríguez de Mendoza permanece vivo no solo en los libros de historia, sino también en instituciones modernas como la Universidad Nacional Toribio Rodríguez de Mendoza de Amazonas, creada en 2000. Esta casa de estudios representa un homenaje a su compromiso con la educación como motor de progreso.
En esta universidad, jóvenes de la región y de todo el país se forman bajo principios que el prócer promovió dos siglos atrás: pensamiento libre, conciencia social y vocación por el servicio público.
Además, su rostro forma parte de la colección numismática conmemorativa del Bicentenario del Perú, un símbolo del lugar que ocupa en la memoria republicana. Rodríguez de Mendoza dejó un legado que no se mide por batallas ganadas, sino por las mentes que ayudó a despertar.
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