
A unos metros de la Plaza de Armas de la ciudad de Moquegua, una cárcel se imponía sin reservas. En un lugar donde los antiguos habitantes habrían imaginado encontrar una casa, se levantaba una robusta prisión. Sus paredes habían sido testigos de innumerables secretos y espectadores involuntarios de la vida que continuaba justo afuera.
Esta edificación, que antaño era conocida como la cárcel pública, ha recorrido un camino de transformación en el que ha preservado su identidad, aunque ya no cumple su función original. Lejos quedaron los espacios de encierro y aquellos gritos de injusticia, para convertirse ahora en la sede de la Dirección Desconcentrada de Cultura de Moquegua, parte del Ministerio de Cultura desde julio de 2010.
Al llegar a la calle Ayacucho N.º 530, es poco probable que alguien piense o mencione que este lugar fue, en la segunda mitad del siglo XVIII, escenario de actos de violencia. A menos que se trate de un historiador o apasionado de la historia, capaz de percibir en el aire los vestigios de aquella época.

Precisamente, son ellos quienes podrían saber que este monumento arquitectónico fue, en su época, un lugar de reclusión y castigo para indígenas, esclavos y aquellos considerados rebeldes. Sin embargo, no se limitó a esos fines; sus espacios también se destinaron a la corrección de delincuentes y ciudadanos que atentaban contra la ley, la vida y las normas de convivencia de ese entonces.
Pero el hecho histórico más sobresaliente es la presencia del mariscal Ramón Castilla en esta cárcel, que se convirtió en su centro de operaciones. Esto ocurrió apenas unos años antes de asumir la presidencia del Perú. Habiendo señalado esto, resulta pertinente dar a conocer los pormenores de los sucesos, dado el interés de un sector de la población en estos acontecimientos.
Injusticias y transformación de la cárcel de piedra de Moquegua
En la sede de la Dirección Desconcentrada de Cultura de Moquegua hay algunos elementos de lo que fue la cárcel pública; sin embargo, más allá de estos remanentes, lo que perdura en la memoria de los peruanos son las historias detrás de este monumento arquitectónico. Gracias al esfuerzo de los investigadores, es posible conocer lo que sucedió en distintos periodos.

Un ejemplo de ello es el estudio de Omar Iván Benites Delgado, quien dedicó un libro a desentrañar la historia de la antigua cárcel de Moquegua. En la introducción del libro “De cárcel pública a entidad cultural del Estado”, el investigador escribió lo siguiente:
Es preciso señalar que en 1767 no se suscitaron las primeras protestas debido a los abusos cometidos por los españoles hacia los esclavos. El investigador revisó los folios del Corregimiento para relatar lo que sucedió con algunos de los manifestantes en 1762.
“Se encuentra una causa criminal (diligencia), que se sigue en contra de Bernarda Nicolasa y Viviana, mulatas, y contra Cipriano, negro, por el supuesto crimen del español Pablo Bamonde, en la que se da cuenta de la incomodidad de la cárcel pública habiéndose elegido otra para tal efecto”, contó.

Si bien esta prisión cobró protagonismo en la segunda mitad del siglo XVIII, su origen se remontaría a las últimas décadas del siglo XVI. En el Archivo Regional de Moquegua, se pueden encontrar los resúmenes de los protocolos de los Primer y Segundo Libros Notariales, que abarcan desde 1587 hasta 1596 y desde 1596 hasta 1600.
Al margen de ello, es menester tener en cuenta las injusticias cometidas dentro de la cárcel, así como la valiosa joya arquitectónica que representa.
Ahora bien, la cárcel no siempre estuvo construida en piedra calcárea. Antes del terremoto del 13 de mayo de 1784, sus paredes ostentaban adobe y quincha. El movimiento telúrico destruyó la estructura, lo que hizo necesario reconstruirla con materiales más resistentes.

En otro apartado de su texto, indicó que Montenegro y Ubaldi comunicaron el hallazgo de canteras de piedra en Moquegua en 1771. De este hecho, se puede deducir que las autoridades virreinales no encontraron un material mejor que la roca.
En lo que respecta a los elementos característicos de la construcción de piedra, es sabido que en la última década del siglo XX, se hallaron ventanas originales de la fachada principal, que estaban tapiadas. También se comprobó la existencia de una puerta bloqueada que daba acceso a la celda de los reclusos varones. En el ambiente del zaguán, se descubrió otra ventana sellada, que contaba con una reja metálica similar a las que se abren hacia el interior de la actual Dirección Desconcentrada de Cultura.
El local funcionó como cárcel pública hasta 1985. Después de eso, se convirtió en las instalaciones del Instituto Nacional de Cultura de Moquegua. Actualmente, este espacio alberga la Dirección Desconcentrada de Cultura de la ciudad en cuestión, que forma parte del Ministerio de Cultura.

La llegada de Ramón Castilla a la cárcel puso en peligro su vida
En 1842, tras vencer al general Antonio Gutiérrez de la Fuente en El Alto de Intiorco, al término de la Quebrada del Diablo (Tacna), Ramón Castilla llegó a Moquegua. Allí, utilizó la cárcel pública como su centro de operaciones, lo que casi le cuesta la vida.
Lo sucedido el 29 de septiembre de 1842 fue narrado por el Dean Juan Gualberto Valdivia (1796-1884). Su relato aparece en el libro de Benites Delgado.
“Un joven moqueguano, José Beltrán, se propuso emprender contra los tacneños. Buscó armas, municiones y dinero; y llegó a reunir armados en Samegua veintinueve paisanos. (...) Y un día claro se puso en marcha a ocupar la plaza de Moquegua. En la plaza había colocado Castilla, a un costado una de las compañías, y la otra en el edificio de la cárcel frente a la iglesia. Llegó a la esquina de la plaza Beltrán, y rompió fuego sobre la puerta de la cárcel, donde había un centinela.

Castilla, que recién se sentaba a la mesa, al servir el primer plato de sopa oyó los primeros tiros; tomó su espada, y corrió a la plaza, siguiéndole cuatro de sus asistentes. En el tránsito le mataron dos de ellos; y cuando entró a la plaza a pie apresuradamente para tomar uno de los cuarteles concluyeron los tiros sobre él.
Una bala le llevó un bocado de su espada, pero no la aflojó de la mano; otra le llevó la charretera izquierda (...) y le hirió el hombro, y entonces tomó la espada con la izquierda. Tres agujeros le hicieron en la levita, pero continuó su marcha (...)”.

El desenlace de este enfrentamiento no fue trágico. Ramón Castilla intentó acceder a la cárcel, pero no pudo porque estaba cerrada. Con determinación, se dirigió hacia la Alameda, donde, en el cruce de las calles Ayacucho y Áncash, lo esperaba Nicolás Jacinto Chocano, quien en ese momento se desempeñaba como subprefecto de la ciudad.
Chocano le ofreció un caballo, algo de comida y una bolsa con monedas, lo que resultó determinante para que el mariscal Castilla pudiera escapar de la situación. Gracias a esta ayuda, logró evadir el peligro que lo acechaba.
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