
Toda ley educativa no es solo un conjunto de artículos técnicos, es una toma de posición ética y política sobre qué entendemos por educación, quiénes son sus responsables y cómo se distribuyen los derechos y las obligaciones y, sobre todo, expresa una idea de sociedad. En ese marco, la comparación entre la Ley de Educación Nacional N.º 26.206, vigente desde 2006, y el nuevo proyecto de ley educativa permite advertir un cambio de paradigma profundo.
La Ley 26.206 se inscribió en una tradición que concibe a la educación como un derecho social indelegable y al Estado como su garante principal. Su arquitectura normativa se apoyó en tres pilares: igualdad, inclusión y responsabilidad estatal. El Estado planifica, regula, financia y supervisa; a su vez, las instituciones educativas gozan de autonomía pedagógica, pero dentro de un marco común que busca evitar la fragmentación del sistema e intenta superar la desigualdad social.
El nuevo proyecto, en cambio, desplaza el eje. Sin abandonar formalmente la noción de derecho, introduce con fuerza una lógica distinta: la de la libertad educativa entendida como capacidad de elección. Las familias ya no son solo sujetos de derecho a una educación garantizada por el Estado, sino agentes activos que eligen, evalúan y controlan. Este giro se expresa en múltiples dimensiones del texto: desde la promoción de la educación no formal acreditable hasta los mecanismos de financiamiento por demanda.
Uno de los cambios más significativos aparece en la gobernanza de las instituciones educativas. Mientras la Ley 26.206 reconoce la participación de la comunidad educativa en clave consultiva, el nuevo proyecto institucionaliza los Consejos Escolares de Padres con funciones de supervisión, rendición de cuentas e incluso participación en la designación y remoción de equipos directivos en las escuelas estatales. La familia pasa así de acompañar a cogobernar, alterando el equilibrio tradicional entre saber pedagógico, gestión profesional y control social.
También se redefine el rol del director escolar. En la normativa vigente, la dirección combina funciones pedagógicas y administrativas reguladas por cada jurisdicción. El nuevo proyecto consolida al director como autoridad ejecutiva, con liderazgo pedagógico fuerte, poder en la selección del personal, administración de recursos, admisión de estudiantes y disciplina institucional. Se trata de una figura más cercana al modelo de gestión empresarial que al clásico rol pedagógico-administrativo del sistema público argentino.
La profesión docente es otro punto de inflexión. La Ley vigente hoy sostiene la estabilidad laboral como principio estructurante, articulada con la formación continua y el desarrollo profesional. El nuevo proyecto mantiene los derechos laborales, pero los condiciona explícitamente al desempeño, la evaluación periódica y el mérito, estableciendo evaluaciones obligatorias cada cuatro años con impacto directo en la permanencia y la carrera. La estabilidad deja de ser un punto de partida y pasa a ser una consecuencia del rendimiento medido.
En esta misma línea, la carrera docente se reorganiza sobre criterios de competencia, resultados de aprendizaje e innovación, con trayectorias diferenciadas entre aula y gestión. Se crean nuevos organismos nacionales para regular la formación y la carrera, pero con una impronta más orientada a estándares, liderazgo y evaluación que a la construcción colectiva del saber pedagógico.
El financiamiento completa el cuadro. Mientras la Ley 26.206 prioriza la inversión estatal directa como herramienta de igualdad territorial, el nuevo proyecto incorpora con fuerza instrumentos de financiamiento por la demanda —vales, bonos, becas, créditos fiscales— que buscan garantizar la libre elección de escuelas. El riesgo, ampliamente documentado en experiencias internacionales, es que estos mecanismos, aun con controles, tiendan a profundizar la segmentación del sistema, beneficiando a quienes ya cuentan con mayores recursos simbólicos y materiales para elegir.
El Estado, en este nuevo esquema, no desaparece, pero cambia de rol. De garante central pasa a evaluador, acreditador y financiador indirecto. Se corre del centro de la escena pedagógica para ocupar una posición de supervisión y control, delegando mayor responsabilidad en instituciones, familias y dinámicas de mercado educativo.
La pregunta de fondo no es técnica, sino política y pedagógica: ¿puede la libertad de elección compensar las desigualdades de origen? ¿La competencia entre escuelas mejora la calidad o fragmenta aún más el sistema? ¿Qué sucede con el derecho a la educación cuando se transforma en capacidad de elegir?
Comparar ambas leyes es una invitación a pensar qué escuela queremos, para quiénes y bajo qué condiciones. Porque cuando la educación deja de ser un piso común y se convierte en una opción, el riesgo no es solo la desigualdad, es la pérdida de un horizonte compartido.
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