
En el centro de la estructura humana habita una tensión que nunca se resuelve: deseamos lo que nos falta, pero cuando lo obtenemos, el deseo ahí se disuelve, y se desplaza. Jacques Lacan, en su retorno a Freud, reconoció allí una verdad estructural del sujeto: el deseo no apunta a un objeto capaz de colmarlo, sino que se sostiene precisamente en su imposibilidad de satisfacción. Lacan formula que el deseo se articula como el “deseo del Otro”, estructura que nos ata a la falta y, al mismo tiempo, nos constituye como sujetos hablantes. La falta, lejos de ser un defecto, es el núcleo que posibilita el movimiento mismo del deseo y, por ende, del sujeto. Lo constituye, nos constituye.
Puede decirse que, por un lado, el deseo es motor y promesa; nos empuja a actuar, a crear, a vincularnos. Es la fuerza que nos lanza al mundo y que da forma a nuestra singularidad. Sin deseo, no hay sujeto. Lacan llega a decir que el deseo es “la metonimia de la falta-en-ser”: una cadena que se desplaza de objeto en objeto, sin alcanzar nunca el punto de completud. En ese sentido, el deseo no es carencia, sino movimiento; no es debilidad, sino impulso vital.
Pero el filo opuesto del deseo -su reverso inevitable- es su carácter insaciable. En Aún (Seminario XX), Lacan advierte que “no hay relación sexual”, es decir, que no existe un encuentro pleno entre el sujeto y el objeto de su deseo. Siempre queda un resto, una distancia incalmable. El deseo, al ser del Otro, se duplica, se desplaza y se complejiza. En esa estructura intersubjetiva -mediada por la mirada, la palabra o el silencio del Otro-, el deseo se hace interminable, inacabable, inalcanzable.
Lacan subraya que el deseo nunca se satisface porque su esencia es el desplazamiento. Cada vez que un objeto parece responder al deseo, éste se corre, se relanza hacia otro punto. El movimiento es perpetuo, sin solución de continuidad. En términos clínicos, cada satisfacción deja un resto -el objeto a-, aquello que escapa y relanza la cadena deseante.
El deseo capturado, como insumo gratuito, por el consumo y la política.
Ese dinamismo -que en la teoría psicoanalítica es estructural, como dijimos- encontró en la cultura contemporánea un terreno fértil. La industria del consumo se apoya en la lógica misma del deseo para sostener su perpetua renovación. Cada objeto que se ofrece como “la” respuesta -el teléfono celular más reciente, el cuerpo ideal, estar a la última moda, la nueva cirugía que “rejuvenece”, la experiencia única, más ganancias, etc.- viene acompañado de la promesa de colmar la falta. Pero apenas se lo obtiene, el brillo se apaga y otro deseo ocupa su lugar. La insatisfacción se convierte así en el verdadero combustible -gratis- del mercado.
El neoliberalismo ha sabido leer esa estructura, incluso mejor que aquellos a los que por vocación nos apasiona estudio de la ciencia de la mente y de la conducta humana. Lo que antes era un drama subjetivo -la imposibilidad de colmar la falta- se convirtió en un modelo de negocio infinito y multimillonario. Este nuevo discurso hace creer que “no existe tal imposibilidad”, de ahí su “éxito”.
Hoy, la promesa no se nombra como “deseo”, sino como “felicidad”. Pero se trata del mismo mecanismo, solo que, con un envoltorio más amable, con mejor marketing, donde el mercado transforma la falta (condición del deseo) en promesa de satisfacción total. Las publicidades no venden productos: venden pseudos fragmentos de plenitud, venden la ilusión de que la felicidad está a una compra de distancia. Y, sin embargo, la lógica lacaniana nos recuerda que la felicidad entendida como completud es imposible. No hay objeto que la garantice, porque el deseo, por definición, no puede satisfacerse sin extinguirse.
Por eso la industria del consumo necesita mantener vivo el circuito del deseo. Cada nueva promesa debe parecer más cercana, más luminosa, más personalizada. La consigna implícita es clara: no pares de desear, no pares de consumir. En esa cadena infinita, el sujeto se confunde con el consumidor, y la falta -que antes era fuente de singularidad- se vuelve un vacío que el mercado promete llenar una y otra vez, hasta el hartazgo.
El resultado es una paradoja contemporánea: la búsqueda de felicidad que, al no encontrar su objeto, se transforma en ansiedad, compulsión, agotamiento, y en depresión. Vivimos en una época donde el deseo ya no es mayormente reprimido, como en el modelo freudiano clásico, sino sobre exigido. Se nos pide desear más, y más rápido. Pero el doble filo persiste: cuanto más deseamos bajo esta lógica más insatisfechos, y vacíos, nos volvemos. Existimos en “el malestar del exceso”: como dijimos el agotamiento, la ansiedad y la depresión no son vistas como síntomas de represión, sino como la consecuencia del vacío por saturación -hiperproducción de deseo e imagen-, lo que nos permite hipotetizar como una neurosis de época, la actual, la nuestra.
Freud ya había anticipado este dilema en El malestar en la cultura, cuando advertía que la felicidad humana no puede ser más que “episódica”, porque el principio del placer tropieza inevitablemente con la realidad. Ninguna satisfacción es duradera; cada cumplimiento reactiva una nueva carencia. En esa misma línea, Freud señalaba que la política, junto con el psicoanálisis y la educación, pertenece al grupo de las “profesiones imposibles”, precisamente porque intenta responder a una demanda que, por estructura, nunca puede satisfacerse por completo.
En el ecosistema digital actual, el desplazamiento del deseo se ha convertido en la lógica misma del consumo. Las redes sociales operan como un dispositivo global de producción y circulación de deseo. Allí, el sujeto no solo observa, sino que se ve a sí mismo a través de la mirada del Otro: los likes, los seguidores, donde los algoritmos funcionan como mediadores de una demanda invisible pero constante. Cada publicación promete un reconocimiento que, una vez obtenido, se desvanece y empuja a producir otro contenido. Así, el deseo se desplaza sin solución de continuidad, de una imagen a otra, de un deseo a otro, sostenido por una maquinaria que traduce, a la falta lacaniana, en estímulo de consumo perpetuo.
La industria digital entendió algo que Freud ya había anticipado en El malestar en la cultura: que el ser humano está condenado a una insatisfacción estructural. Pero mientras Freud veía en esa falta una condición inevitable del lazo social, las plataformas contemporáneas la transformaron en oportunidad de negocio. El algoritmo funciona como una lectura automatizada del inconsciente –“el saber no sabido”- de los sujetos: capta nuestros movimientos, nuestras búsquedas, nuestras dudas, nuestros gustos, nuestras fortalezas y debilidades, nuestros rasgos de personalidad y funcionamiento, y los convierte en datos para ofrecer nuevos objetos de deseo. Si Lacan afirmaba que el deseo “no es del orden del tener, sino del ser”, hoy el sistema que exacerba el consumo como “fin en sí mismo” ha conseguido invertir esa fórmula, haciendo creer que se puede “ser” a través de lo que “se tiene o se muestra”, según lo que el Otro digital nos indica “qué tener o qué mostrar”.
Los “influencers”, las tendencias virales y la lógica del scroll infinito son la expresión cotidiana de esa metonimia del deseo. No se trata solo de consumir productos, sino de habitar una narrativa que promete completud a través de la visibilidad. La felicidad -presentada como un objeto de consumo- se vuelve una promesa de plenitud siempre diferida, idéntica en estructura a la promesa política o amorosa: ambas sostienen la ilusión de que el próximo clic, la próxima elección o relación traerán la satisfacción final. Pero esa satisfacción nunca llega, porque el deseo, fiel a su estructura, se escapa. Lo que queda es la aceleración del circuito: más deseo, más consumo, más exposición, más vacío.
Como dijimos, la paradoja contemporánea es que ya no reprimimos el deseo, sino que lo híper producimos. No hay escasez, sino exceso. El mandato actual no es “renuncia a tu deseo”, sino “deseá sin parar”. Esa sobre estimulación -ese empuje a gozar, adictivamente, que Lacan llamaría plus-de-jouir- genera un malestar distinto del que describía Freud: ya no el de la represión, sino el del agotamiento. El malestar actual no es el del Superyó represor freudiano -el que prohíbe el deseo, sino el del mandato cultural a Gozar -el Superyó feroz que ordena consumir sin límite-. Así, vivimos exhaustos de desear, saturados de imágenes, confundiendo el movimiento del deseo con la promesa de felicidad que el mercado digital se encarga de reciclar cada día.
En el terreno político, el deseo colectivo se organiza del mismo modo que el deseo individual: siempre desplazándose, siempre creyendo que la próxima promesa traerá la plenitud que falta. Cada ciclo electoral repite esa lógica del deseo: el candidato encarna, por un tiempo, el objeto supuesto de satisfacción. Promete resolver la falta -la inseguridad, la desigualdad, la falta de desarrollo, la desconfianza- como si existiera una fórmula capaz de colmar el vacío social. Pero, una vez alcanzado el poder, el deseo vuelve a moverse, más aún cuando se incumple repetidamente. En todo caso, la promesa cumplida, también se revela parcial, el ideal se desgasta, la insatisfacción reaparece. Y el circuito recomienza, con nuevos nombres y nuevas promesas que repiten el mismo guion. U otros, cada vez peores, si son necesarios para “llenar” la nueva falta social: los pueblos también gozan de sus líderes, de sus enemigos, de sus propias quejas. La política no solo promete satisfacer el deseo, también ofrece un modo de gozar.
La política contemporánea, atrapada en la lógica del marketing, ha aprendido a operar como la industria del consumo: fabrica deseos y ofrece soluciones inmediatas. Pero el psicoanálisis enseña que ningún líder ni sistema puede colmar la falta estructural del lazo social. Pretender lo contrario no solo conduce a la frustración, sino también al desencanto y al vacío colectivo.
Tal vez allí, en reconocer los límites de toda promesa totalizadora, resida un gesto de madurez democrática. Aceptar que la política no puede garantizar la felicidad, del mismo modo que el consumo no puede llenarnos, es también una forma de humanizar la vida pública. La imposibilidad que Freud advirtió no es un fracaso: es la marca misma de lo humano.
En la experiencia analítica, este doble filo se vuelve una herramienta clínica. La transferencia -ese lazo entre paciente y analista- está atravesada por el deseo, pero no cualquier deseo: el deseo del analista. Lacan lo define como un deseo “sin objeto”, una posición ética más que emocional. Afirma que el deseo del analista “no es un deseo puro, sino un deseo de obtener la diferencia absoluta”, es decir, un deseo que no busca llenar al paciente, sino abrirle un espacio donde su propia falta pueda ser pensada. En ese filo, entre la falta y el acto de desear, se juega la posibilidad de la cura.
El doble filo del deseo, entonces, no es una maldición, sino una verdad estructural. Nos hace vulnerables, sí, pero también nos mantiene en movimiento. Vivir deseando -sabemos ahora- no es vivir insatisfechos, sino reconocer que la plenitud es una ilusión necesaria, una brújula que nos orienta, aunque nunca lleguemos a los bordes, a los extremos, al objeto deseado final e inamovible –que no existe-. El deseo, en su filo más agudo, no hiere: nos sostiene, nos da sentido para existir.
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