Tras los horrores sin precedentes perpetrados por el régimen nazi, las potencias aliadas iniciaron juicios por crímenes de guerra, con el objetivo no solo de castigar a los perpetradores, sino también de establecer principios de responsabilidad penal y prevenir atrocidades futuras. Estos juicios, sin embargo, fueron mucho más que meros procedimientos legales; se convirtieron en sitios cruciales para la construcción de la memoria histórica, hitos legales que moldearon el lenguaje y los conceptos que usamos para comprender la violencia estatal y que continúan informando la interpretación histórica, incluso cuando el análisis histórico refina y desafía las definiciones legales. Para los historiadores, los juicios se convirtieron en algo más que un intento de responsabilizar a individuos por crímenes sin precedentes: fueron un enorme archivo, un laboratorio de conceptos y un prisma a través del cual el propio nazismo podía ser estudiado.
El archivo de la violencia estatal Los juicios de Nuremberg se erigen como archivos históricos incomparables, ofreciendo un vasto repositorio de evidencia documental y testimonial sobre la naturaleza del gobierno totalitario y las atrocidades en tiempos de guerra. Para los historiadores, esto significó el acceso a materiales que los nazis habían producido cuidadosamente – el rastro burocrático de papel de la guerra y el genocidio. Sin los juicios, muchos de estos documentos podrían haber sido destruidos o dispersados. Esto tuvo un efecto inmediato. Los primeros estudios del sistema nazi –pensemos en las obras de Hannah Arendt, Gerald Reitlinger y Raul Hilberg, entre otros– se basaron en los registros judiciales. La monumental obra de Hilberg, La Destrucción de los Judíos Europeos (1961), se basó en gran medida en documentos alemanes capturados e introducidos en Nuremberg. A través de estas fuentes, los historiadores pudieron reconstruir el funcionamiento de la burocracia nazi, las cadenas de mando y el papel de los funcionarios “ordinarios” en crímenes extraordinarios.
Entre el 20 de noviembre de 1945 y el 1 de octubre de 1946, sesionó en el palacio de Justicia de la ciudad de Nuremberg el Tribunal Militar Internacional. Integrado por cuatro jueces y cuatro fiscales de cada una de las cuatro potencias aliadas, el tribunal procesó a 24 importantes líderes nazis–aunque solo 22 estuvieron presentes. 12 de los acusados recibieron la pena capital, 7 fueron condenados a prisión y tres absueltos. Excepto Hermann Goering, que se suicidó en su celda, los restantes condenados a muerte fueron ahorcados el 16 de octubre, sus cuerpos incinerados y las cenizas arrojadas al río Isar. El proceso recopiló unas 300 000 declaraciones juradas, 3 000 toneladas de documentos alemanes capturados y miles de páginas de testimonios. En los 10 meses y 10 días que duró el proceso comparecieron 240 testigos presenciales, se emplearon miles de horas de grabaciones audiovisuales, incluyendo filmaciones oficiales, matizadas por grabaciones de testigos, documentos visuales y películas documentales producidas durante el juicio. El material fílmico presentado por la fiscalía, que mostraba los horrores de los campos de concentración y la naturaleza sistemática de la persecución nazi, proporcionó un testimonio visceral e innegable de la depravación del nazismo.
La meticulosa recopilación de documentos oficiales nazis –las actas de la Conferencia de Wannsee que detallan la logística de la “Solución Final”, por ejemplo– proporcionó evidencia irrefutable de la planificación y organización detrás del Holocausto, ofreciendo a los historiadores una visión sin precedentes de la maquinaria burocrática de destrucción. En los tres años siguientes a la finalización de los juicios de Nuremberg, las autoridades estadounidenses llevaron a cabo 12 juicios adicionales contra funcionarios, médicos, jueces e industriales. Estos procesos subsiguientes fueron reveladores de la complicidad de amplios sectores de las élites y la burocracia alemanas en los crímenes del régimen. Nuremberg fue, en cierto sentido, el primer gran proyecto de investigación histórica realizado en tiempo real: derecho e historia entrelazados.
Nombrar los crímenes Más allá de simplemente preservar la evidencia, los juicios catalizaron el desarrollo de un marco conceptual para comprender la violencia estatal. Nuremberg caracterizó al nazismo como una “conspiración criminal”, un plan organizado de agresión y persecución racial de principio a fin. Al resaltar la intención y la coordinación, la fiscalía sentó las bases para las primeras interpretaciones “intencionalistas” de la guerra y el genocidio. Esta perspectiva enfatizaba el papel central de Hitler, la ideología, la planificación a largo plazo y la toma de decisiones de arriba hacia abajo en la implementación de la política nazi. Hitler era, según esta visión, un dictador fuerte con objetivos claros y un grado considerable de control sobre el aparato estatal; su voluntad y puntos de vista eran decisivos. Para los historiadores “intencionalistas”, las intenciones impulsan las acciones; la guerra y el genocidio fueron un resultado deliberado e intencional de la ideología nazi.
Si bien los especialistas posteriormente complicaron esta imagen con conceptos como la “radicalización acumulativa”, el “gradualismo catastrófico” y la “competencia burocrática” —demostrando que las políticas evolucionaron bajo presiones situacionales en lugar de seguir un plan fijo—, los juicios ofrecieron un primer panorama global que hizo posible el análisis histórico. A partir de los años 60, la explicación “estructuralista” o “funcionalista” desafió esta visión al poner mayor énfasis en los procesos burocráticos, la toma de decisiones de abajo hacia arriba y las dinámicas dentro del estado nazi, este visto ahora como un sistema caótico, descentralizado y caracterizado por centros de poder en competencia y a menudo moldeado por iniciativas locales. Los “estructuralistas” veían en Hitler un dictador relativamente “débil” que a menudo reaccionaba a los acontecimientos en lugar de dirigirlos. Esta perspectiva analítica conceptualizaba la violencia nazi no como un resultado preestablecido, sino como un proceso gradual de decisiones crecientemente extremistas–de ahí la noción de “radicalización acumulativa”– que evolucionó con el tiempo, impulsado por iniciativas locales, la competencia burocrática y la escalada del racismo. En resumen: son las estructuras y los procesos los que impulsan las acciones.
El concepto de “genocidio”, acuñado por Raphael Lemkin, fue introducido en Nuremberg, y pese a no haber obtenido reconocimiento legal—ello ocurriría dos años más tarde cuando las Naciones Unidas adoptaron la Convención Internacional para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio de 1948–proporcionó una categoría fundamental que permitía describir la destrucción sistemática de grupos basada en su identidad nacional, étnica, racial o religiosa. Este esfuerzo por nombrar y definir crímenes sin precedentes influyó en el desarrollo de un vocabulario para discutir atrocidades y crímenes de guerra, con términos como “crímenes contra la humanidad” y “agresión” que aparecen en las acusaciones y sentencias de Nuremberg, sentando las bases para la jurisprudencia internacional de los derechos humanos y el análisis histórico posterior.
Asimismo, los juicios por crímenes de guerra posteriores a 1945 desplazaron el enfoque de los perpetradores individuales a la responsabilidad de los estados por las acciones de sus ciudadanos. El hecho de sentar en el banquillo a una veintena de jerarcas nazis estableció el principio de que los estados podían ser considerados legal y moralmente responsables en virtud del derecho internacional.
Limitaciones y sesgos Los juicios de Nuremberg han sido criticados como ejemplo de “justicia de los vencedores”. Razones no faltan si se considera que las potencias aliadas determinaron el alcance de los procedimientos y la definición de los crímenes. Sin embargo, también había razones que hacían difícil imaginar otro camino. En primer lugar, y quizá lo más obvio, la magnitud de la destrucción y pérdida de vidas causada por el nazismo dejaba poco margen para la búsqueda de soluciones convencionales, más aún si se piensa que el régimen de Hitler nunca buscó una salida negociada de la guerra: Alemania debía dominar o hundirse.
En su polémico libro The Betrayal (La traición), el historiador alemán Kim Priemel sostiene que la narrativa histórica construida en Nuremberg equiparó la culpa de Alemania con una “traición” o divergencia que la habría apartado de los valores que esta supuestamente había compartido con otras naciones occidentales. En los ojos de los aliados, los crímenes habían dejado a los alemanes sin reservas morales para juzgarse a sí mismos. Cabría agregar aquí un antecedente histórico que iba en la misma dirección. En 1921, el Alto Tribunal del Reich de Leipzig, acatando lo estipulado en el Tratado de Versalles (1919), juzgó a oficiales alemanes acusados de crímenes de guerra durante la Primera Guerra Mundial. Al año siguiente, el mismo tribunal procesó a varios miembros de la organización terrorista Consul por el asesinato del Ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar, Walther Rathenau. En ambos juicios, los acusados recibieron penas leves o fueron exonerados.
Los juicios de Nuremberg a menudo redujeron procesos históricos complejos a simples categorías legales. Conceptos como crímenes contra la humanidad y guerra de agresión moldearon nuestra forma de pensar la violencia estatal. El concepto de genocidio abrió campos de investigación completamente nuevos, pero su definición legal también restringió los debates, centrando la atención en grupos étnicos o nacionales y marginando, durante mucho tiempo, la persecución de oponentes políticos y homosexuales.
Los juicios fueron innovadores, pero selectivos y políticamente mediados. La selectividad –crímenes cometidos por los Aliados como el bombardeo de ciudades o la deportación de minorías fueron ignorados, los perpetradores de menor nivel a menudo escaparon del castigo– reveló las dimensiones políticas y sociales de la memoria y la rendición de cuentas, permitiendo a los historiadores estudiar no solo los crímenes nazis, sino también las narrativas de culpa, inocencia y complicidad. Por ejemplo, en el juicio de 1947-1948 contra los miembros de las Einsatzgruppen, las unidades móviles de exterminio, la fiscalía presentó pruebas de fusilamientos masivos en Europa del Este. Esta fue quizás la primera vez que el Holocausto se narró no solo como una historia de campos y cámaras de gas, sino como un asesinato masivo llevado a cabo por hombres con armas, cara a cara.
El juicio amplió nuestra comprensión histórica, pero al mismo tiempo muchos de los perpetradores recibieron condenas leves, y la participación del ejército regular (Wehrmacht) y los colaboradores locales del “Holocausto por las balas” permaneció en la sombra. Aquí reside uno de los mayores escollos de juzgar selectivamente la jerarquía nazi, ya que dejó sin examinar los niveles más bajos de complicidad que hicieron posible las atrocidades del régimen –los “hombres corrientes” estudiados más tarde por los historiadores Christopher Browning y Peter Fritzsche. En Nuremberg los vencedores querían un castigo rápido y ejemplar, no prolongar la guerra hasta que se hubiera investigado a cada uno de los 45 millones de miembros del partido nazi. Ese había sido el objetivo original del programa de desnazificación, que la Guerra Fría dejó sin efecto.
El Derecho y la Historia Existe una tensión fundamental entre la necesidad de definiciones legales precisas de los crímenes de guerra, centrales para garantizar el debido proceso y la rendición de cuentas en los procedimientos legales, y las realidades matizadas, a menudo ambiguas, propias de la interpretación histórica. Las definiciones legales de agresión, por ejemplo, se centran en actos específicos de fuerza militar, mientras que los historiadores exploran el contexto más amplio de factores políticos, económicos e ideológicos que contribuyen al conflicto, desafiando los límites rígidos de las definiciones jurídicas.
Con el tiempo, la investigación histórica a menudo ha matizado, y a veces corregido, las definiciones legales. Los historiadores que estudian el Holocausto, por ejemplo, ahora subrayan los factores estructurales y la violencia sistémica que contribuyeron al genocidio, desafiando interpretaciones legales anteriores que se centraban únicamente en la culpabilidad individual. Por el contrario, los procedimientos legales mismos y las montañas de evidencia presentadas en los juicios se han convertido en recursos valiosísimos que continúan alimentando los debates y la investigación históricos. Los vastos archivos de evidencia documental y testimonial generados por los juicios proporcionan una gran cantidad de material de fuente primaria para el análisis e interpretación históricos.
Además, las interpretaciones revisionistas de los “Principios de Nuremberg" y el concepto de Empresa Criminal Común–utilizado para el enjuiciamiento de los miembros de un grupo por las acciones del mismo–continúan alimentando los debates sobre la responsabilidad individual en el contexto de las atrocidades masivas, y la dificultad de aplicar leyes ex post facto. Como se puso de manifiesto en la controversia entre Saul Friedlander y Martin Broszat y Jürgen Habermas, sobre la necesidad y forma de “historicizar” el estudio de los crímenes nazis —es decir, aplicar a estos los mismos criterios científicos utilizados en el estudio de cualquier otro tema—los especialistas deben tener en cuenta los aspectos éticos a la hora de construir narrativas que sean a la vez históricamente precisas y sensibles a las experiencias de las víctimas.
Los juicios de Nuremberg dejaron una marca indeleble en la historiografía de la violencia estatal. Más allá de los procedimientos legales, los juicios sirvieron como instancias críticas en la construcción de la memoria histórica, moldeando nuestra comprensión de la dictadura, el genocidio y la relación entre el derecho, la justicia y la historia. Los juicios nos legaron archivos de valor incalculable, ayudaron a crear marcos legales y conceptuales para comprender el nazismo y dieron publicidad a las atrocidades de maneras que la erudición por sí sola no podría haber logrado. Pero también reflejaron los límites de la ley como historia —selectiva, politizada y a veces simplificadora. Y quizás, allí reside lo paradójico de su legado: aclararon y distorsionaron, preservaron y redujeron.
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