
Mientras el mundo observa otros conflictos, Sudán vuelve a convertirse en el escenario de una de las peores crisis humanitarias de nuestro tiempo. Las masacres recientes en Darfur y, especialmente, en El Fasher, retoman la lógica de exterminio que marcó los años 2003–2005. Más de dos décadas después, Sudán vuelve al mismo punto: un Estado colapsado, milicias empoderadas y millones de civiles atrapados entre actores armados que gobiernan con violencia y en total impunidad. La diferencia es que hoy el mundo está menos dispuesto a intervenir, y el sistema internacional tiene menos herramientas que nunca.
Breve resumen histórico: un genocidio que nunca fue detenido
Sudán nació a la independencia en 1956 en medio de fracturas profundas: tensiones entre el norte árabe-musulmán y el sur africano-cristiano y animista, rivalidades tribales, disputas por el control territorial, desigualdad económica y un Estado central débil e incapaz de integrar su diversidad.
Las dos guerras civiles que desgarraron al país (1955–1972 y 1983–2005) dejaron más de dos millones de muertos y culminaron en 2011 con la independencia de Sudán del Sur.
El punto de inflexión global fue la guerra en Darfur, iniciada en 2003, cuando las milicias janjaweed —bajo el mando del régimen islamista de Omar al-Bashir— llevaron adelante una campaña sistemática de exterminio contra comunidades “no árabes”. Más de 200.000 muertos y millones de desplazados marcaron lo que muchos organismos calificaron como un genocidio.
Pero ese entramado paramilitar nunca fue desactivado. Se reorganizó bajo un nuevo nombre: Rapid Support Forces (RSF). La estructura genocida sobrevivió al dictador.
En abril de 2023 estalló la guerra entre las Fuerzas Armadas de Sudán (SAF) y las RSF, devolviendo al país a una lógica de destrucción total. Desde entonces, Sudán se convirtió en el epicentro de la mayor crisis humanitaria del planeta: 25 millones de personas necesitan asistencia y hay más desplazados internos que en cualquier otro conflicto actual. Lo que sucede hoy en Darfur es la continuación de un genocidio nunca plenamente detenido.
El factor religioso: identidad, legitimación y movilización
Aunque el conflicto sudanés no es teológicamente religioso, la religión cumple un rol central en su lógica política, identitaria y militar.
Islam sunita como matriz dominante, pero no homogénea: El islam sudanés combina influencias sufíes, movimientos reformistas y corrientes islamistas vinculadas históricamente al régimen de Al-Bashir.
Identidad “árabe” vs. “africana”: una frontera social dentro de una misma fe. La mayoría de las comunidades de Darfur —victimarios y víctimas— son musulmanas. Lo que distingue a los grupos no es la religión, sino la construcción política de una identidad “árabe” superior.
Uso instrumental de la religión para reclutamiento: Las milicias utilizan discursos religiosos para justificar la violencia, prometer protección divina y otorgar sentido a la guerra.
Actores directos e indirectos del conflicto
Actores directos:
• Rapid Support Forces (RSF)
• Sudanese Armed Forces (SAF)
• Milicias locales
Actores indirectos:
• Emiratos Árabes Unidos
• Egipto
• Arabia Saudita
• Rusia y China
• Organismos internacionales debilitados

Intereses económicos en juego
El conflicto persiste porque es rentable:
• Oro bajo control de la RSF
• Rutas comerciales del Sahel
• Tierra y agua bajo disputa
• Ayuda humanitaria como mecanismo de extorsión
• Acceso al Mar Rojo como premio geoestratégico
La pérdida de peso específico de la ONU, la CPI y los organismos multilaterales
La ONU carece de capacidad coercitiva, con un Consejo de Seguridad bloqueado por rivalidades entre potencias.
La Corte Penal Internacional mantiene órdenes de arresto que nunca se ejecutan.
La Unión Africana no posee mecanismos para imponer decisiones.
Las ONGs trabajan sin garantías de acceso ni protección.
Sudán expone la impotencia del sistema internacional para detener crímenes masivos incluso cuando la evidencia es abundante.
Rol ambiguo de las grandes potencias
Estados Unidos declara genocidio pero evita involucrarse militarmente, mientras que China prioriza el acceso a recursos y Rusia busca fortalecer su debilitada influencia militar y económica.
Por su parte, los países del Golfo mezclan la diplomacia oficial con el apoyo informal a las milicias y Europa se limita a denunciar sin actuar.
De este modo, Sudán es víctima de un mundo multipolar que castiga la inacción.
Conclusiones: un genocidio inconcluso en un mundo indiferente
Sudán demuestra que el sistema internacional ya no cumple su función de proteger a los civiles de crímenes masivos. La combinación de identidades étnico-religiosas manipuladas, intereses económicos brutales, milicias empoderadas, grandes potencias especulando y organismos multilaterales debilitados crea el escenario perfecto para la repetición de las masacres.
La pregunta no es por qué ocurre esto en Sudán, sino por qué seguimos aceptando que ocurra.
En un mundo cada vez mas multipolar, donde la “responsabilidad de proteger” se diluye, Sudán se transforma en un espejo incómodo: muestra lo que sucede cuando nadie está dispuesto a pagar el costo político de detener un crimen masivo.
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