En la Amazonia, donde los ríos se encuentran con el mar, se realiza la COP30 de Belém.
Allí, en el centro mismo de la crisis climática, miles de voces marcharán en un funeral de los combustibles fósiles. No será una metáfora poética ni un gesto teatral: será una advertencia viva. El mundo no puede seguir alimentando la máquina que está desestabilizando el clima del planeta.
La era de los combustibles fósiles se sostiene sobre una verdad innegable: cada vez que el petróleo, el gas o el carbón arden, liberan gases que atrapan calor y elevan la temperatura global. Esto no es una teoría discutible. Es la física misma. Y la física no negocia. Mientras la humanidad siga dependiendo de este modelo energético, el planeta continuará enfermando.
Las consecuencias ya están aquí: inundaciones que destruyen ciudades enteras, sequías que ponen fin a cosechas esenciales, incendios que consumen bosques milenarios, tormentas que arrasan costas y comunidades. Ninguno de estos eventos es “natural”. Son la respuesta directa de un planeta forzado más allá de sus límites.
Los combustibles fósiles marcaron una época histórica, sí. Alimentaron la industrialización y la modernización. Pero hoy, sostenerlos, significa insistir en una idea de progreso que ya no existe. La energía renovable no es una promesa, es una realidad: es más barata, más segura y más democrática. En 2004, el mundo instalaba 1 GW de energía solar al año; hoy, instala 1 GW cada 12 horas. Uruguay produce casi toda su electricidad desde fuentes limpias. Chile supera el 60%. Brasil avanza firmemente. América Latina ya está demostrando que otro camino energético no solo es viable, sino más inteligente.
Sin embargo, la región aún enfrenta una contradicción dolorosa: exporta petróleo y carbón, pero importa combustibles procesados a costos más altos. Es decir, da sus recursos y compra su dependencia, lógica que no solo es económica y ambientalmente insostenible, sino también injusta. América Latina tiene las condiciones para liderar la transición energética global, pero solo si deja atrás el rol de territorio sacrificado.
La ciencia ha sido clara: no puede haber nuevas explotaciones fósiles si queremos evitar un escenario irreversible. Y, aun así, los gobiernos siguen subsidiando las fuentes que están destruyendo las bases mismas de nuestra existencia. Cada año de demora es una década de daños.
Por eso, el funeral de los combustibles fósiles no busca nostalgia: busca decisión. Es un acto que declara que el duelo terminó. Que ya no estamos esperando una alternativa: la alternativa existe. La pregunta es política, no tecnológica.
Los gobiernos reunidos en la COP30 deberán elegir: proteger la vida o proteger intereses que ya no tienen futuro. Si no enterramos los combustibles fósiles ahora, ellos nos enterrarán después.
El funeral en Belém será el comienzo de una transición que nace desde los territorios. Un llamado urgente para que la región elija la vida, la justicia climática y la soberanía energética. Porque no está en juego la Tierra. Está en juego nuestra capacidad de seguir habitándola.
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