La tecnología como factor de poder

El control de la inteligencia artificial, los datos y las redes digitales se vuelve clave en la disputa geopolítica actual

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Inteligencia artificial
Inteligencia artificial

En pleno siglo XXI, los avances tecnológicos se han convertido en el motor principal del cambio global al atravesar todas las dimensiones de la vida contemporánea. La inteligencia artificial, la biotecnología, las telecomunicaciones, los semiconductores, la computación cuántica o la energía verde son algunos de los campos que reorganizan el poder mundial, redefinen la economía y replantean los valores culturales y la vida cotidiana. Sin embargo, estos desarrollos tecnológicos, cuyo impacto trasciende fronteras y reclama una perspectiva compartida, parecen chocar con una geopolítica marcada por la desconfianza y la competencia entre las principales potencias.

Esas circunstancias afectan la capacidad transformadora de la tecnología, el manejo de los flujos de datos, el comercio digital y las redes científicas que se extienden por todo el planeta. De hecho, la innovación se nutre de la colaboración, del intercambio de conocimientos y de la interconexión entre universidades, empresas y gobiernos. Por eso, los desafíos que se plantean, desde la regulación de la inteligencia artificial hasta la protección de datos personales o el control de armas autónomas, requieren acuerdos jurídico-vinculantes globales y reglas compartidas. También de un órgano de gobernanza común.

Sin embargo, las grandes potencias compiten por el dominio tecnológico, en una lógica peligrosa y basada en el concepto de que quien controle las tecnologías emergentes tendrán ventajas sustantivas en el diseño del orden económico y militar del futuro. Estados Unidos y China libran una auténtica lucha por los semiconductores. China invierte prioritariamente en inteligencia artificial, supercomputación y redes 5G para alcanzar la autosuficiencia. Europa, por su parte, busca un camino propio de autonomía digital, Rusia intenta aislarse en un ecosistema cibernético propio y otras potencias medianas aprovechan espacios y nichos tecnológicos cada vez más polarizados.

En este tablero que puede cambiar el equilibrio de poder entre naciones, la innovación tecnológica se convierte en un instrumento geopolítico más, tan estratégico como el petróleo en el siglo XX. Las redes digitales, los datos y los algoritmos están redefiniendo las formas de poder comparable a las fuentes tradicionales como el territorio, la energía o el capital. Su relevancia es tal que posee la capacidad potencial incluso de moldear el pensamiento colectivo, otorgando una capacidad sin precedentes a quienes lo diseñan y controlan. Además, la competencia por la preeminencia tiene consecuencias profundas al ir consolidando un mapa dividido entre los que producen tecnología y los que la consumen.

Frente a este panorama surge la necesidad de crear las bases de una gobernanza tecnológica colectiva. Hasta ahora los esfuerzos son frágiles, limitados y con participación restringida a las potencias tecnológicas principales. Mientras Estados Unidos impulsa un enfoque que promueve la libertad individual, la transparencia y la cooperación internacional, China parece inclinarse por un modelo centrado en el control estatal, priorizando la seguridad nacional y la soberanía digital. Pese a estas diferencias, es necesario que la diplomacia encuentre formas para la constitución de un órgano multilateral de Gobernanza Tecnológica que sea capaz de abordar de manera especializada y ágil los dilemas tecnológicos actuales y gestionar estándares tecnológicos, valores digitales, normas técnicas y éticas universales y auditables.

Para Argentina, que ha desarrollado unicornios tecnológicos relevantes, la gobernanza tecnológica global es especialmente relevante porque potencia su ecosistema tecnológico. Por lo tanto, participar en la construcción de normas internacionales claras permite que el talento local puede ampliarse en un entorno regulado y promoviendo una innovación responsable. El reto es contribuir al diseño de una arquitectura global que sea legítima y efectiva para canalizar el poder tecnológico hacia el bien común, en lugar que se convierta en fuente de conflicto o pérdida de control.