
En un mundo donde, según la OMS, la ansiedad y la depresión afectan a una de cada ocho personas, y a uno de cada siete jóvenes, la salud mental se ha convertido en un imperativo global. Frente a este escenario, la inteligencia artificial (IA) emerge como una de las herramientas más prometedoras —y controvertidas— para enfrentar esta crisis silenciosa. América Latina no escapa a esta tensión: con sistemas de salud fragmentados y recursos escasos, la IA podría ser tanto una aliada para democratizar el acceso como una amenaza si no se regula con cuidado.
En los últimos años, las herramientas de IA generativa —como los chatbots terapéuticos— se han multiplicado. Lejos de ser un fenómeno marginal, las consultas relacionadas con apoyo emocional ya figuran entre las principales razones de uso, junto a organizar la vida o encontrar un propósito, según un estudio de Harvard Business Review (2025). Esta tendencia marca un giro hacia lo emocional y existencial en el uso de la IA, empujada por ventajas difíciles de igualar: disponibilidad 24/7, anonimato, bajo costo y la posibilidad de hablar sin ser juzgado.
Pero, ¿puede un algoritmo ofrecer contención real? ¿Estamos listos para delegar nuestras emociones más profundas a un sistema entrenado con datos?
La IA aplicada a la salud mental no solo acelera diagnósticos. También abre nuevas vías de intervención preventiva, permite personalizar tratamientos y puede ser un puente para poblaciones que hoy están fuera del sistema. Tecnologías como la realidad virtual inmersiva, por ejemplo, ya se usan para tratar fobias, estrés postraumático o ansiedad social. Y el potencial de la IA va más allá: puede ayudar a capacitar profesionales, generar redes de apoyo entre pares o alertar sobre síntomas críticos de manera temprana.
Sin embargo, el entusiasmo convive con serias advertencias. El uso de chatbots como “terapeutas” sin supervisión ha generado preocupación en organizaciones como la Asociación Estadounidense de Psicología. En algunos casos, en lugar de cuestionar creencias negativas, estos sistemas tienden a reforzarlas. Y eso, tratándose de usuarios vulnerables, sobre todo adolescentes, puede tener consecuencias graves.
A nivel clínico, las limitaciones son evidentes: la IA no interpreta el lenguaje no verbal, no comprende el contexto emocional y no posee juicio ético. No puede reemplazar la empatía humana, ni ofrecer continuidad terapéutica, ni una comprensión cultural profunda. En el mejor de los casos, puede actuar como un complemento, pero nunca como sustituto del vínculo humano.
En América Latina la situación es paradójica. Por un lado, la IA podría ampliar el acceso en regiones aisladas o con pocos profesionales, solo algunos países —como Brasil, Chile y Uruguay— cuentan con estrategias de IA que incluyen la salud, y en muchos casos su implementación es fragmentaria o incipiente.
El contexto no ayuda: altos niveles de desigualdad, conectividad irregular y baja inversión en salud pública hacen que los riesgos de deshumanización, sesgo algorítmico y exclusión tecnológica estén más presentes que en otros lugares. Sin políticas públicas claras y un marco regulatorio robusto, el uso de IA en salud mental podría profundizar —y no reducir— las brechas existentes.
En este marco, uno de los principales desafíos es el uso de datos. Para que la IA sea efectiva, necesita entrenarse con información representativa. Pero en América Latina, los sistemas de salud carecen muchas veces de registros digitalizados, y los datos existentes no siempre reflejan la diversidad de género, etnia o condiciones socioeconómicas.
Esto plantea un dilema ético: sin datos locales, los algoritmos replican modelos del norte global, lo que puede resultar en diagnósticos erróneos o tratamientos inadecuados. Además, la privacidad es otro flanco sensible. ¿Quién controla los datos emocionales? ¿Qué tan precisos son los algoritmos para interpretar una emoción? ¿Cómo se protege a un adolescente que comparte pensamientos suicidas con un chatbot?
En este escenario, los organismos multilaterales y los gobiernos tienen un rol fundamental que va mucho más allá del financiamiento. Deben ser impulsores de estándares éticos, facilitadores del diálogo entre sectores, y garantes de que la transformación digital en salud se haga con enfoque de derechos humanos, inclusión y diversidad cultural. No alcanza con promover tecnología: es urgente acompañar con regulaciones, formación de talento y marcos de gobernanza que protejan lo más valioso que tenemos —nuestra salud mental— en tiempos de cambio vertiginoso.
Porque si el futuro va a estar mediado por algoritmos, entonces la pregunta no es solo qué pueden hacer por nosotros, sino qué valores queremos que guíen su uso. Y esa es una conversación que los organismos internacionales ni los gobiernos no pueden postergar ni mirar desde afuera.
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