
La pregunta que Shakespeare inmortalizó hace más de cuatro siglos resuena hoy en un contexto inesperado: Ser o no ser. ¿Quiere la ONU ser protagonista del siglo XXI y asumir el papel que el mundo necesita, o prefiere seguir atrapada en estructuras y mentalidades del pasado, alejándose cada vez más de la realidad? Su 80º aniversario no llega con un clima de celebración, sino con un diagnóstico severo que impone un cambio profundo.
La ONU gestiona el presente con las herramientas y la mentalidad del siglo pasado. Las crisis actuales —energética, alimentaria, ecológica, social— requieren una organización más ágil, más transparente, con mecanismos efectivos de rendición de cuentas y una visión de largo plazo que integre ciencia, diplomacia y gobernanza global para lograr resultados acordes a estos tiempos.
La Agenda 2030 no ha dado buenos resultados. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) nacieron con esa romántica ambición integral, pensando solo en políticas One Size Fits All… pero la realidad demostró que no es así. Los resultados están lejos de las expectativas: según el Sustainable Development Report 2024, más del 80 % de las metas están “off track” —una expresión más diplomática que traducirlo como “descarriladas”. Solo un 16 % avanza al ritmo necesario.
Y debo decir que este hallazgo es revelador, tal vez insuperable... Un informe reciente de la ONU obviamente, muestra que la mayoría de sus propios reportes apenas se leen: solo el 5 % supera las 5.500 descargas y uno de cada cinco no llega a las 1.000. Si ni siquiera dentro del sistema se consumen y debaten estos diagnósticos, no sorprende que las alertas se pierdan en una administración endogámica y paquidérmica.
Este asunto exige abordar de frente los temas políticamente incómodos. En esta línea, vale decirlo con claridad: las discusiones en torno a la llamada “agenda woke” son oportunidades válidas para abrir un debate sobre prioridades, lenguaje y foco de las políticas globales.
El próximo Secretario General, que asumirá en 2027, heredará una ONU desbordada de desafíos y urgencias. Tomemos como ejemplos simbólicos el NY Climate Week en breve, sumado a la próxima COP30 en Brasil, el país más biodiverso del mundo.
La transición energética, la descarbonización de la atmósfera y la biodiversidad como sistema operativo de la Naturaleza, no son agendas aisladas, sino piezas de un mismo rompecabezas. Para avanzar la ONU deberá reformularse, trabajar junto al sector privado y ayudar a tender puentes con los gobiernos, impulsando metodologías y normas comunes que permitan que los mercados funcionen con equidad, transparencia y respetando las salvaguardas sociales y ambientales.
Si queremos ver un cambio real, es el momento de poner atención en el candidato a Secretario General de la ONU Rafael Mariano Grossi, actual director del Organismo Internacional de Energía Atómica, quien ha demostrado que es posible combinar liderazgo, solvencia técnica, credibilidad política y visión estratégica en entornos de alta complejidad. Grossi es graduado del Servicio Exterior de la Nación, una de las instituciones más prestigiosas de la Argentina. Sus apoyos internacionales transcienden continentes. Sus excelentes vínculos van desde el Secretario de Estado Marco Rubio hasta su par chino Wang Yi, pasando por la Unión Europea que lo sienten como un candidato propio. Rafael Grossi nunca estuvo involucrado en la política argentina, pero si mantenía una fluida y cálida relación con el Papa Francisco.

La ONU sigue dependiendo en gran medida de un reducido grupo de países para sostener su funcionamiento. El mayor de ellos es, sin discusión, Estados Unidos, que es el donante número uno en varios frentes: aporta el 22 % del presupuesto regular total, cerca del 25 % de las operaciones de paz y miles de millones en contribuciones voluntarias que financian agencias como UNICEF, ACNUR o el Programa Mundial de Alimentos. Desde Washington se reconoce que debe reformarse. Durante su audiencia en el Senado como candidato a embajador de EE. UU. ante la ONU, Mike Waltz afirmó que el organismo está “inflado y sobrepolitizado” y que es necesario aplicar “recortes drásticos y fusiones de agencias para que deje de ser un elefante burocrático”. El mensaje es consistente: son tiempos de cambio.
La ONU no está en crisis: está en negación. Y, como enseñan los buenos psicoanalistas, para sanar primero hay que reconocer el problema. El próximo Secretario General deberá abrir ese espacio de autocrítica y aceptación para iniciar un proceso real de transformación. No se trata solo de ajustar engranajes, sino de replantear el propósito, las prioridades y la forma de trabajar. Sin ese primer paso, cualquier reforma será cosmética. Con él, en cambio, la ONU podrá volver a ser el constructor global de puentes que, como dice el Papa León XIV, el mundo necesita.
La pregunta que da inicio a este artículo no es retórica. To be or not to be: ser o no ser parte activa y relevante de la realidad del siglo XXI. La ONU puede elegir. Puede Ser y renovarse con visión, liderazgo y valentía, o resignarse a No Ser, quedando relegada a un papel secundario en la historia.
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