San Martín: un prócer, un héroe

El Libertador llevó adelante sus campañas militares bajo condiciones adversas impuestas tanto por su salud como por la falta de apoyo de las autoridades de su tiempo

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José de San Martín
José de San Martín

La grandeza del Gral. José Francisco de San Martín no se debe solamente a todo lo que hizo por la Argentina, Chile y Perú, sino, además, a que todo lo hizo “condicionado”. Condicionado por las autoridades nacionales que gobernaban las Provincias Unidas del Río de la Plata en la primera década de vida autónoma e independiente (las que, como Bernardino Rivadavia, no apoyaban con convicción la gesta libertadora), y condicionado por su salud, que tampoco le hizo fácil el camino.

En el año 1814, cuando tenía treinta y cinco (35) años de edad, José Francisco de San Martín vomitó sangre por primera vez, a raíz de una úlcera gastroduodenal con sangrado digestivo. Esta patología lo acompañó por el resto de su vida, a tal punto que, alguna vez, en 1816, le escribió al director supremo Juan Martín de Pueyrredón:

“Hace tres meses que, para dormir un breve rato, debo estar sentado en una silla ya que los repetidos vómitos de sangre me tienen sumamente debilitado”.

Estando en Chile, contrajo fiebre tifoidea, que es una enfermedad infecciosa que se manifiesta en el intestino y en la sangre, provocando vómitos, diarrea, alta fiebre y dolores abdominales. Más tarde, estando ya en Europa, casi fallece a raíz de una epidemia de cólera.

Pero, además, padecía otras patologías como tuberculosis, hemorroides, asma, gota, reuma, y como si ello fuera poco, sobre el final de su vida perdió la vista. También fumaba.

Cruce de los Andes
Cruce de los Andes

El cruce de los Andes ha sido una verdadera tortura para nuestro máximo prócer: soportar temperaturas que oscilaban entre los treinta grados durante el día, hasta los diez grados bajo cero durante las noches, así como también la falta de oxígeno a raíz de la altura (que podía llegar hasta los cinco mil metros sobre el nivel del mar), no era lo ideal para un hombre que tenía asma. Pero, aunque el clima no hubiera sido tan severo, las características de la travesía no eran aptas para alguien que tenía las demás enfermedades y complicaciones de salud antes citadas.

Emocionalmente, las cosas no iban mejor para San Martín: a los avatares propios de la lucha por la independencia y la falta de apoyo por parte de las autoridades centralistas porteñas, debió sumar la temprana muerte de su esposa Remedios de Escalada, cuyo deceso se produjo el 3 de agosto de 1823, cuando apenas tenía veinticinco (25) años de edad, a raíz de una tuberculosis.

El Libertador quedó con una hija muy pequeña (Mercedes de San Martín, más conocida como Merceditas), con la cual, después de haber cumplido sus hazañas históricas en América, se fue a vivir a Europa, primero a Londres y después a Francia.

Ocho años antes de morir, San Martín comenzó con problemas en la vista: al principio fue fotofobia (que constituye una molestia para ver a la luz del día), y poco tiempo después, antes de cumplir 70 años, el problema se le agravó por la aparición de cataratas, lo cual le produjo constantes bajones anímicos, ya que Don José dedicaba muchas horas del día a la lectura.

Fue justamente por eso que decidió correr el riesgo de someterse a una intervención quirúrgica, que estaba muy lejos de tener la sencillez y efectividad que tiene hoy en día, no sólo porque en aquel momento no había anestesia, y se suministraba opio para adormecer el paciente, sino porque no existían los avances científicos que hay en la actualidad. El riesgo consistía en perder definitivamente la vista, y así fue. La intervención quirúrgica no tuvo éxito y San Martín quedó ciego.

Este maravilloso hombre, respetado por todos, perfeccionista hasta el límite, incapaz de desenvainar su espada para usarla en las mezquinas luchas internas que se desarrollaban, en la Argentina, durante la etapa de la Confederación, murió como consecuencia de un shock hemorrágico provocado por su eterna úlcera gástrica.

José de San Martín en
José de San Martín en un daguerrotipo de 1948, a los 70 años. Es la única fotografía del Libertador

Cerca de las 15 horas del 17 de agosto de 1850, en la ciudad de Boulogne Sur Mer (Francia), cuando la presión arterial comenzaba a debilitarse a raíz de los dolores abdominales, y el frío corporal le acechaba, llamó a su amada Merceditas, la miró y le dijo angustiosamente: “Tengo la fatiga previa a la muerte”.

Treinta años más tarde, en 1880, sobre el final de la presidencia de Avellaneda, se llevaron a la Catedral los restos del Gral. José Francisco de San Martín, quien había fallecido el 17 de agosto de 1850, en Boulogne Sur Mer, Francia, país en el que se había exiliado voluntariamente desde 1824.

Como en su testamento San Martín había pedido que sus restos descansaran en Buenos Aires, ocurrida su muerte hubo que cumplir con los recaudos que, para estos casos, establecía la legislación francesa, entre los cuales estaba el de la obligación de embalsamar el cadáver. Efectuado el trámite, el cuerpo embalsamado del Gral. San Martín fue llevado a la iglesia de Notre-Dame (Boulogne, Francia) para que permaneciera allí hasta que se produjera el traslado a la Argentina.

Mientras tanto, el Gobierno de nuestro país, a través de su embajador en Francia, Felipe Arana, le pidió a Mariano Balcarce, yerno de San Martín, que efectúe los trámites necesarios para concretar el traslado del cuerpo del ilustre difunto, haciéndole saber que el gobierno argentino se haría cargo de los gastos pertinentes. Sin embargo, el trámite no se hizo con celeridad, y a raíz del derrocamiento de Rosas en 1852, la vida política de la Argentina produjo un cambio radical.

A partir de allí, cuestiones políticas e institucionales, tales como el proyecto para sancionar una Constitución y la separación de Buenos Aires del resto de la Confederación, postergaron el deseo del Libertador de descansar definitivamente en su país natal.

En el año 1864, el Congreso Nacional sancionó una ley a través de la cual se exigía, al entonces presidente Bartolomé Mitre, que adoptara los recaudos necesarios para cumplir con la repatriación de los restos de San Martín; sin embargo, la guerra con Paraguay provocó una nueva postergación del trámite, motivo por el cual los familiares del Libertador le pidieron, a la Municipalidad de Buenos Aires, que les ponga a disposición una parcela en el cementerio de la Recoleta, para trasladar allí el cuerpo embalsamado de San Martín y ubicarlo al lado de los restos de Remedios de Escalada.

Lo increíble es que, para analizar ese pedido, se formó una comisión especial, que terminó expidiéndose seis años después, manifestando que correspondía al Gobierno Nacional decidir dónde debían descansar los restos del prócer.

Para entonces, ya era presidente de la República el tucumano Nicolás Avellaneda, quien retomó el tema de la repatriación, constituyendo, para ello, otra comisión cuya decisión fue, esta vez, que los restos del Libertador debían descansar en la Catedral Metropolitana.

No obstante, ello generó una nueva controversia, ya que la idea fue resistida por las autoridades de la Iglesia Católica, especialmente por el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Federico Aneiros, para quien la pertenencia de San Martín a la masonería, tornaba inconveniente que el cuerpo del ilustre general descanse en un templo católico, apostólico y romano.

Fue por ello que se decidió construir un mausoleo al lado de la Catedral, en un terreno en el que, en su momento, estuvo el cementerio de la misma, y en el que, luego, se levantó la Capilla de Nuestra Señora de la Paz, que quedó finalmente anexada a la misma Catedral.

El féretro del ilustre prócer fue construido por el escultor francés Carrier Belleuse, quien también había sido el autor del Monumento al Gral. Belgrano, ubicado en la Plaza de Mayo, enfrente de la entrada principal de la Casa de Gobierno.

Finalmente, los restos de José Francisco de San Martín llegaron a la Argentina el 28 de mayo de 1880 (treinta años después de su muerte), y desde entonces descansan, eternamente en paz, en nuestra emblemática Catedral Metropolitana.

Y en buena hora que esos restos descansen en paz, porque a José Francisco de San Martín le debemos mucho más que habernos permitido sostener, abnegadamente, desde el campo de batalla, nuestra independencia de España; también le debemos su notable ejemplo de vida; ese que nos enseña cómo hacer para alcanzar nuestros objetivos, aún en medio de las mayores dificultades.