
Peter Drucker solía decir que “la cultura se come a la estrategia en el desayuno”. Hoy podríamos sumar que también se come a la tecnología, a la presencialidad y a cualquier modelo de trabajo si no hay un propósito claro y un diseño consciente detrás. Porque más allá de la herramienta o el canal, lo que verdaderamente transforma los negocios es el mindset. Y ese mindset nace, crece o se estanca en la cultura.
Estamos atravesando un momento en el que muchas empresas están volviendo a la presencialidad y es importante preguntarse qué buscamos al hacerlo. ¿Control? ¿Colaboración? ¿Identidad? En Estados Unidos, estudios de neurociencia están midiendo la “sincronización cerebral” entre personas que trabajan juntas y logran un estado de flow compartido. Esa conexión -hoy difícil de replicar 100% en entornos remotos- nos recuerda algo esencial: no trabajamos solo con datos y pantallas, trabajamos con otros. Por eso, diseñar experiencias que fomenten esa conexión, sea virtual o presencial, es el verdadero desafío.
Según datos del informe del Observatorio Permanente de la Industria del Software y Servicios Informáticos de la Argentina (OPSSI), elaborado por la CESSI (Cámara de la Industria Argentina del Software), el 48,6% de los equipos técnicos trabaja de manera remota, mientras que el 45,2% de los colaboradores considera que ganó en productividad con esta modalidad. Sin embargo, un 65% valora positivamente el regreso a la presencialidad.
Lejos de hablar de un modelo único, esto muestra que lo que se impone es la hibridez con sentido: elegir cuándo, cómo y para qué estar juntos.
En ese punto, la presencialidad deja de ser un fin en sí misma y debe pensarse de manera multisensorial. Es decir, espacios -físicos o virtuales- que fomenten la innovación, la concentración, el diálogo y la creatividad según el contexto. Más que optar por uno u otro extremo, lo que realmente importa es diseñar con propósito.
En paralelo, la irrupción de la inteligencia artificial abre otra conversación crucial: ¿cómo se acompaña desde recursos humanos para que las personas puedan usarla con sentido? Hoy, la tasa de los colaboradores que ya utilizan IA en sus trabajos es tres veces mayor que la que las empresas esperan o promueven. Por ello, las organizaciones deben preguntarse si están formando, habilitando y ofreciendo herramientas adecuadas. Porque, en la actualidad, el activo más valioso dejó de ser el conocimiento acumulado y pasó a ser la capacidad de aprendizaje.
A eso se suma otro fenómeno silencioso pero potente: el pluriempleo. En Argentina, alcanzó niveles históricos: 2,4 millones de personas -es decir, un 12,4% de la población ocupada-, tiene más de un empleo, según el Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas (IPyPP). Frente a un contexto en el que el tiempo y la atención están cada vez más fragmentados, se vuelve crucial repensar cómo lograr que el trabajo que ofrecemos sea verdaderamente significativo, atractivo y flexible, capaz de competir con una jornada laboral disgregada. También resulta clave rediseñar las estrategias de atracción para captar el interés de personas que ya no buscan un único lugar, sino múltiples experiencias que les aporten valor. En este escenario, romper con lo tradicional deja de ser una opción para convertirse en una necesidad.
En este contexto de transformación constante, el rol de recursos humanos cambia: ya no es solo quien ejecuta políticas, sino quien puede leer las tensiones del presente, anticipar lo que viene y traducirlo en prácticas con impacto real en la vida de las personas.
Diseñar el trabajo del futuro exige tener claridad sobre la cultura que se quiere construir, generar condiciones para que el aprendizaje sea continuo, fortalecer los vínculos humanos y mantener vivo el propósito, incluso en escenarios inciertos. Porque la tecnología sola no va a cambiar la forma de trabajar. Son las personas quienes pueden hacerlo, pero solo si les damos el contexto, la confianza y las herramientas necesarias para aprender, experimentar, colaborar y evolucionar.
Las tecnologías cambian el escenario, pero es la cultura —y quienes la cultivan— la que define el juego.
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