Una oportunidad llamada India: Milei, Modi y una apuesta al futuro

La visita del primer ministro indio a Argentina fue la primera de un máximo representante político de su país desde 1968, cuando lo hiciera Indira Gandhi. India representa un mercado de escala continental que demanda alimentos, energía y tecnología

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Javier Milei recibió a Narendra
Javier Milei recibió a Narendra Modi en la Casa Rosada

El vértigo geopolítico del siglo XXI suele reducirse a una tensión binaria: Estados Unidos versus China, Occidente versus Oriente, democracia versus autoritarismo. En ese esquema, los focos se concentran casi exclusivamente en una puja de titanes que, si bien real, no agota la complejidad del mundo que viene. Porque en las fisuras de esa narrativa emerge otro actor, menos ruidoso pero igualmente gravitante, que no solo se proyecta como potencia global, sino que desafía los marcos de análisis tradicionales: la India.

Pocas veces en la historia moderna confluyeron tantas variables estratégicas en un mismo país. India acaba de superar a China como nación más poblada del planeta, con una demografía joven, urbana y crecientemente educada. A diferencia del envejecimiento acelerado que amenaza al gigante asiático, India conserva un bono demográfico que será clave en las próximas décadas.

Pero no se trata solo de números: se trata de talento, innovación, empuje. India ya no es vista como una fábrica de call centers o programadores subcontratados; es un nodo central de desarrollo tecnológico global. En Bangalore y otras ciudades emerge un ecosistema digital que compite con Silicon Valley. Multinacionales indias lideran sectores como la industria farmacéutica, la energía solar, la producción de vacunas o la inteligencia artificial. Sus ingenieros dirigen Google, Microsoft, IBM y Adobe. Y sus científicos ya lograron lo que parecía improbable: colocar una nave en el polo sur de la Luna, antes que Estados Unidos o China.

Sin embargo, lo que torna a India realmente fascinante no es solo su crecimiento económico, sino su posicionamiento geopolítico. En un escenario cada vez más polarizado, India rechaza alinearse plenamente con ninguna de las dos grandes potencias. Es miembro activo del BRICS y mantiene una estrecha relación comercial con Rusia, de la cual depende en materia energética y militar. Pero al mismo tiempo es un socio clave de Washington en la región del Indo-Pacífico, participa del diálogo estratégico Quad junto a Japón y Australia, y ha firmado acuerdos de cooperación con Francia, Alemania, Corea del Sur e Israel. Tiene disputas territoriales sin resolver con China y ha mantenido choques militares en la región del Himalaya, pero evita escalar el conflicto. La India de Modi practica una diplomacia de equilibrios, difícil de clasificar con categorías del siglo XX. No es parte del eje autocrático, pero tampoco se deja arrastrar por la lógica occidental. India quiere jugar su juego, bajo sus propios términos.

Ese juego tiene una narrativa propia, en la que el país se concibe como civilización milenaria, potencia emergente y actor global con voz autónoma. Como ha dicho su canciller S. Jaishankar, India es “una nación no occidental, pero no antioccidental”, una definición que la diferencia con claridad del otro gigante asiático, China. No acepta lecciones ni de derechos humanos ni de economía de mercado. De hecho, las críticas a las tendencias liberales del gobierno actual no son menores: el nacionalismo hindú, el hostigamiento a minorías religiosas y la presión sobre la prensa preocupan a observadores internacionales. Pero reducir a India a esas tensiones internas sería no entender su dinámica de fondo. Porque, con todas sus imperfecciones, India sigue siendo una democracia: la más grande del planeta. Allí la oposición gana elecciones regionales, la Corte Suprema actúa con independencia, y los escándalos de corrupción no se ocultan detrás de un aparato represivo. En un mundo donde las democracias occidentales están en crisis y las autocracias se tornan cada vez más represivas, India ofrece un modelo híbrido que —con sus luces y sombras— funciona.

¿Y nosotros? Desde América Latina, y en particular desde Argentina, seguimos mirando al mundo con anteojeras heredadas. A Estados Unidos lo tratamos con recelo ideológico, a China con oportunismo comercial, y al resto del planeta con desinterés estratégico. India, por su parte, apenas figura en nuestros debates de política exterior. Y, sin embargo, se trata de una oportunidad inmensa: un mercado de escala continental que demanda alimentos, energía y tecnología; un país con el cual compartimos desafíos comunes —cambio climático, desigualdad, urbanización— y donde podríamos tejer alianzas genuinas, más allá de la lógica de dependencia. La India importa litio, compra alimentos, desarrolla biotecnología y está invirtiendo en infraestructura en África y Medio Oriente. No hay ninguna razón por la cual no pueda mirar también hacia Sudamérica.

El gobierno de Javier Milei reconoció esta realidad y tomó nota de la importancia estratégica de la India, una potencia en ascenso cuyo posicionamiento internacional resulta afín a la administración argentina, dado que mantiene excelentes relaciones con Washington y con Israel. En ese marco, se produjo una visita histórica: la del primer ministro Narendra Modi a Buenos Aires, la primera bilateral de un jefe de gobierno indio a la Argentina desde 1968, cuando lo hiciera Indira Gandhi. Se trata de un hito diplomático de enorme relevancia que pasó casi desapercibido para buena parte de la prensa local, pero que fue posible gracias al trabajo de la Cancillería liderada por Gerardo Werthein y del embajador argentino en Nueva Delhi, Mariano Caucino.

Por primera vez, Argentina destinó a India a un embajador con experiencia en Medio Oriente: Caucino ya había tenido un reconocido desempeño como representante ante el Estado de Israel durante la presidencia de Mauricio Macri. Su nombramiento no fue un gesto burocrático: fue una señal política de que India dejó de ser un destino periférico para convertirse en una prioridad estratégica.

Pensar a la India es pensar el futuro. Y hacerlo exige romper con la pereza intelectual de quienes aún creen que el mundo se organiza en torno a ejes fijos. India no será una potencia como China ni como Estados Unidos. Será India. Y eso, justamente, es lo que la vuelve estratégica. Porque representa una síntesis del siglo XXI: demografía joven y modernización acelerada; capitalismo vibrante y nacionalismo político; democracia electoral y tensiones religiosas; apertura selectiva y autonomía geopolítica. Entenderla no es solo comprender un país. Es anticipar una lógica global emergente.

Las potencias del mañana no se anunciarán con fuegos artificiales. Se insinuarán en los márgenes, crecerán en los silencios y se consolidarán donde pocos miran. India no es solo una geografía: es un signo de época. Percibirlo a tiempo es el verdadero arte de la política exterior. Todo lo demás es simple gestión de la irrelevancia.