La situación en el sur de Siria vuelve a escalar. Esta vez, los choques entre tribus sunnitas, milicias beduinas y facciones sin control centralizado han generado un nuevo foco de tensión en la región de Suweyda, de mayoría drusa. En este caos creciente, Israel acaba de emitir un ultimátum de 48 horas al nuevo gobierno sirio para que ponga orden, el mismo gobierno al que hasta hace semanas le exigía retirarse del sur.
La paradoja es evidente: si bien Israel siempre consideró a Bashar al-Assad un enemigo, no promovió activamente su caída. De hecho, el régimen alauita resultaba funcional desde una lógica geopolítica: debilitado, dependiente de Irán y Rusia, pero lo suficientemente racional como para evitar una guerra frontal con Israel. La alternativa—una Siria dominada por actores yihadistas— resultaba aún más peligrosa.
Sin embargo, en diciembre de 2024, ese equilibrio precario se rompió. Tras una ofensiva coordinada de milicias sunnitas respaldadas por redes islamistas transnacionales, combinada con levantamientos tribales en el este y el sur del país, el régimen de Assad colapsó. Sus últimos bastiones en Damasco fueron tomados tras semanas de combates, mientras Rusia reducía su presencia a su base naval en Tartus y evitaba involucrarse en el caos terrestre. Fue entonces cuando emergió Abu Mohammad al-Jolani, excomandante de Jabhat al-Nusra (franquicia siria de Al-Qaeda), quien logró imponer cierto orden en las zonas centrales del país y formar un gobierno con respaldo informal de Turquía y Qatar.
Pese a su pasado yihadista, Jolani se esforzó por mostrarse ante Occidente como un actor moderado y pragmático, buscando legitimidad internacional y evitando discursos radicales que dificultaran su reconocimiento. Esa estrategia fue en parte aceptada, en un contexto donde la urgencia por un interlocutor estable y la lucha contra otros grupos extremistas hicieron que Occidente tolerara o subestimara su trayectoria y vínculos, un cálculo que ahora pone en evidencia sus límites.
Pero el nuevo liderazgo no logró consolidar poder sobre todo el territorio. La fragmentación persiste: tribus, milicias locales y minorías étnico-religiosas controlan distintas zonas sin obedecer a Damasco. Las facciones que hoy combaten en Suweyda no responden a Jolani y operan de manera descentralizada, guiadas por intereses locales.
Los drusos —una minoría con presencia significativa tanto en Siria como en Israel— han quedado atrapados en medio del conflicto. Los sectores más organizados de esa comunidad exigen garantías de protección antes de siquiera considerar un proceso de desarme. Mientras tanto, el nuevo gobierno central teme que cualquier concesión de autonomía pueda sentar un precedente riesgoso frente a los kurdos o incluso los alawitas. El sur del país se ha vuelto ingobernable.
Israel ya había intervenido militarmente a principios de este año, primero para impedir que arsenales del antiguo ejército sirio cayeran en manos de las milicias de Jolani y luego para contener ataques contra pueblos drusos. Aunque oficialmente justificó su accionar en la protección de una minoría aliada —cuyos miembros incluso sirven en las FDI—, el cálculo era también estratégico. Dejar avanzar a yihadistas sin responder habría proyectado una imagen de vulnerabilidad. Y en Medio Oriente, donde el poder se mide tanto por lo que se hace como por lo que se tolera, la inacción puede equivaler a una invitación al ataque.
Mostrar determinación frente a los ataques contra los drusos no sólo reforzó un vínculo comunitario, también envió un mensaje disuasorio. Si Israel permitía que Jolani masacrara impunemente a los drusos, ¿quién sería el próximo blanco? La defensa de esa minoría se convirtió así en una cuestión de seguridad nacional. El poder es el único idioma que ciertos actores entienden.
El momento elegido para intensificar la presión sobre Siria no es casual. En las últimas semanas, dos partidos clave abandonaron la coalición de gobierno de Netanyahu, dejándolo al borde de una elección anticipada. Su única vía para sostenerse son ahora los sectores más radicales del espectro político, aquellos que promueven el proyecto del “Gran Israel” y ven con buenos ojos una intervención más agresiva en el entorno regional. La política interna condiciona —y muchas veces determina— la política exterior. Aunque Estados Unidos y las monarquías del Golfo impulsan una negociación más amplia para incorporar a Siria en un eventual segundo ciclo de los Acuerdos de Abraham, la realidad doméstica israelí dificulta cualquier repliegue.
En ese sentido, no es descabellado pensar que Israel contemple a mediano plazo la consolidación de un enclave druso autónomo en el sur sirio, una suerte de “buffer” similar al Kurdistán iraquí. Tal estructura no sólo serviría para contener el caos sirio, sino que funcionaría como un eventual proxy contra Irán o Hezbollah. En una región donde las fronteras son cada vez más porosas, la influencia territorial se juega en la consolidación de actores intermedios antes que en grandes ocupaciones.
Hay que decirlo con claridad: Occidente —y en particular Washington, bajo presión de Trump— cometió un error estratégico al legitimar demasiado rápido al nuevo gobierno sirio tras la caída de Assad. La prisa por llenar el vacío dejó de lado una lección básica de toda transición post-conflicto: ningún actor debería ser reconocido plenamente antes de garantizar un mínimo control territorial y compromiso con el desarme. Hoy vemos las consecuencias: una capital débil, periferias ingobernables y un Estado que no lo es.
En este contexto, el accionar israelí puede parecer contradictorio, pero responde a una lógica profundamente arraigada en su historia: la supervivencia exige claridad, fuerza y proyección. Defender a los drusos no sólo protege a una comunidad aliada, también refuerza una narrativa interna de cohesión nacional y una señal externa de que Israel sigue marcando las líneas rojas en su vecindario.
La diplomacia, en estos casos, no se mide sólo en comunicados. Se mide en hechos. Mientras Jolani intenta consolidar su poder sobre las ruinas de una Siria fracturada, Israel le recuerda —por la vía militar— que hay ciertos límites que no está dispuesto a dejar pasar. Y mientras tanto, el tablero regional se reorganiza, no en conferencias internacionales, sino en los frentes calientes del sur sirio.
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