
El Congreso intenta, una vez más, modificar el gasto público, esta vez en favor de los jubilados. Ya lo hizo antes también en favor de las universidades, ocasión en la cual el Presidente vetó la ley. Pero esta vez está en discusión si podrá hacerlo o no. Ahora bien, ¿es legítimo este aumento del gasto que pretende el Congreso? La opinión pública local no tiene dudas al respecto: el Presupuesto de gastos es una ley del Congreso que este puede modificar cuando lo considere, así como puede aprobar cualquier otra ley. Parece clarísima la atribución legislativa. Sin embargo, desde la gobernanza pública, considero que no lo es.
La atribución del Congreso, establecida en el inciso 8 del art. 75 de la Constitución, es la de “Fijar anualmente… el presupuesto general de gastos y cálculo de recursos de la administración nacional, en base al programa general de gobierno y al plan de inversiones públicas...” Por su parte, es una atribución del Poder Ejecutivo, a través del jefe de Gabinete, “enviar al Congreso los proyectos de ley de ministerios y de presupuesto nacional, previo tratamiento en acuerdo de gabinete y aprobación del Poder Ejecutivo” (Art. 100, inc. 6 de la Constitución). Además, “ejecuta la ley de presupuesto” (Art. 100, inc. 7).
Como se aprecia, el presupuesto es una de las tantas cuestiones relevantes que exige de la participación de los dos poderes de gobierno y esta exigencia constitucional consiste en una actuación en acuerdo mutuo, pero con incumbencias distintas. El Ejecutivo debe elaborar el plan de gobierno y convertirlo en un presupuesto de gastos concreto y ejecutable; y luego, debe ejecutarlo y rendir cuentas de ello, elevando la cuenta de inversión al Congreso. La atribución del Congreso, por su parte, tiene dos límites principales que debe respetar: 1) debe fijar el presupuesto en base al programa general del gobierno; 2) su atribución debe ser ejercida anualmente.
Parece clarísima la atribución legislativa. Sin embargo, desde la gobernanza pública, considero que no lo es
La primera limitación del Congreso es conceptual y muy importante: no define ni aprueba el Presupuesto, sino que fija el Presupuesto que elabora el Gobierno, que es quien define su programa. La atribución es la de considerarlo, hacerle algunas modificaciones menores y luego fijarlo, para que el Gobierno lo pueda ejecutar con una base estable a lo largo del año. Decimos que las modificaciones deben ser menores porque deben respetar el programa del gobierno elegido por el pueblo con su voto; no puede el Congreso elaborar un programa propio de gobierno, porque no fue votado para eso.
La segunda limitación es temporal: debe hacer esto solo una vez al año, a partir del 15 de setiembre, fecha en la cual el Ejecutivo debe enviar su programa de gobierno al Congreso (art. 26 de la ley de administración financiera), y antes de fin de año, para que rija a partir del año siguiente a su fijación. No puede, en cambio, alterar el Presupuesto durante su ejecución cada vez que lo considere, por el doble motivo de que: 1) debe considerar el presupuesto siempre a propuesta del Ejecutivo y no por su propia iniciativa y 2) debe hacerlo una vez en el año, para que se lo pueda ejecutar de manera estable y sin cambios.
Es decir: ambos poderes actúan de consuno y una vez al año. En todo caso, si se decidiera cambiar el presupuesto durante su ejercicio, algo no recomendable, debería ser siempre de común acuerdo, como exige todo tratamiento de este tema.
El tema central de la gobernanza es definir las incumbencias y límites que deben respetar cada uno de los actores de una institución
La ley que está tratando el Congreso en este momento, que ya cuenta con media sanción de Diputados y está tratándose en el Senado, es una iniciativa del propio Legislativo que no cuenta con ningún acuerdo del Ejecutivo. Por lo tanto, debe considerarse un acto inconstitucional. No es habitual hacer este planteo y no se registran antecedentes recientes en ese sentido, pero lo es. En caso de prosperar, el gobierno debería utilizar la vía judicial de reclamo, que es la apropiada, en vez de apelar al veto, aunque desde un punto de vista estratégico ello lo haría depender de que la Justicia comparta esta interpretación inusual. El atajo del veto, si es asequible, se entiende que le resulte más tentador.
Gobernanza pública americana
El tema central de la gobernanza es definir las incumbencias y límites que deben respetar cada uno de los actores de una institución. Del mismo modo que en el gobierno corporativo (gobernanza privada) se debe delimitar con claridad la relación entre accionistas, stakeholders, directores y gerentes para que una empresa funcione adecuadamente y se respete su interés social, en la gobernanza pública también hay límites para cada actor central de una república. En este caso, los tres poderes republicanos, el pueblo como votante soberano y la sociedad como opinión pública y fuente de legitimidad de ejercicio.
Nuestro sistema republicano siguió la versión norteamericana y no la europea continental. En nuestro caso, existen dos poderes con legitimidad de voto y no solo uno, como en el caso europeo. En efecto, los ciudadanos americanos elegimos legisladores, como los europeos, pero también presidentes. En el caso europeo, los primeros ministros son elegidos por el parlamento de entre sus propios miembros y uno de los legisladores es convocado a armar gobierno hasta que se decida convocar una nueva elección legislativa.
Cuando hay dos poderes con legitimidad popular, en cambio, la disputa entre ellos no puede resolverse por apelación a una jerarquía, según la cual el parlamento es el soberano y el primer ministro, su delegado dependiente. En nuestro caso, el Presidente cuenta con legitimidad tanto como los legisladores. ¿Cómo se dirimen sus disputas, entonces, cuando estas suceden?
Tal vez por una tradición intelectual en filosofía política que nos hace muy dependientes del modelo asambleario francés, solemos mirar a Europa más de lo que corresponde a nuestro sistema. Nos guste o no, los constituyentes siguieron las recomendaciones alberdianas y tomaron el modelo norteamericano casi al pie de la letra. Por lo tanto, cuando se producen disputas entre ambos poderes no podemos recostarnos en la idea de que el Congreso manda y el Presidente, obedece, que es lo que suelen hacer tanto los analistas como los propios dirigentes políticos.
Los últimos cuarenta años de democracia han tenido una característica que hizo que esta tendencia equivocada no se pusiera de manifiesto: la escena política estuvo siempre dominada por dos grupos políticos bastante homogéneos que se turnaron en el poder ejecutivo mientras dominaban prácticamente de manera plena las elecciones y el Congreso. El peronismo y el radicalismo, primero, y sus continuadores, el kirchnerismo y Cambiemos, luego, dominaron la escena entre 1983 y 2023, por lo cual las disputas entre Ejecutivo y Legislativo, cuando surgían, se dirimían entre dirigentes acostumbrados a lidiar con sus rivales de siempre.
La irrupción de Javier Milei cambió por completo este panorama. Las dos coaliciones, algo pulverizadas y desestructuradas, por cierto, siguen dominando el Congreso, pero el Ejecutivo ya no está formado por integrantes de esas coaliciones. Por lo tanto, cuando surgen conflictos entre ambos poderes, algo natural en cualquier república, inmediatamente se traducen en conflictos entre rivales políticos. Con el agravante de que la división entre las dos viejas coaliciones, por un lado, y el nuevo oficialismo, por otro, se ha transformado en uno de los ejes de confrontación política centrales del surgimiento del nuevo poder: la “casta” abroquelada en el Congreso vs. las nuevas fuerzas que gobiernan el Ejecutivo.
Sin embargo, que sea éste el eje de confrontación política no debe distraernos del problema de fondo que necesitamos resolver, a saber, un problema de gobernanza pública que no se nos había hecho patente a los argentinos hasta la llegada de un gobierno que no responde a la dualidad política de los últimos cuarenta años, pero que no por ello deja de ser un problema político relevante que debemos resolver.
Ha habido múltiples ejemplos en este año y medio de gobierno. Los DNUs, la Ley Bases, los vetos a los aumentos presupuestarios, etc. Todos estos ejemplos nos obligan a repensar cuál es la solución adecuada a un sistema republicano con doble legitimidad de voto, para el cual no puede aplicarse la superior jerarquía del Congreso por sobre el Ejecutivo, pues no es parte de nuestro sistema. La tiranía del Congreso, más que el despotismo del Ejecutivo, fue uno de los temas que más preocuparon a los padres fundadores norteamericanos cuando debatieron los detalles de su constitución, que fue base de la nuestra. El propio Rousseau señalaba que ambos excesos, junto con la desobediencia civil, son los tres peligros que amenazan con disolver la república. No hay un solo peligro, el de un presidente despótico, como solemos pensar los argentinos, con el recuerdo de las dictaduras recientes. Hay tres peligros. ¿Estamos ante el peligro de una tiranía del Congreso?
El autor es presidente del IGEP - Instituto de Gobernanza Empresarial y Pública
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