En los márgenes de nuestras ciudades, donde la pobreza no es solo económica, sino también afectiva, educativa, institucional, los jóvenes crecen a la intemperie. Sin familia que los espere, sin escuela que los abrace, sin hospitales que los reciban. Allí, en ese vacío estructural, el paco no es solo una droga: es síntoma, es denuncia, es sentencia. Es una de las formas más violentas de exclusión que atraviesan a nuestras barriadas. Y no se trata de una epidemia biológica, sino de una herida social: no llegó por azar, ni se irá por decreto.
El documento “La droga en las villas: despenalizada de hecho”, escrito hace casi dos décadas por el Equipo de Curas Villeros, sigue siendo dolorosamente actual. Allí se afirma con claridad evangélica: “El problema no es la villa, sino el narcotráfico. La mayoría de los que se enriquecen con el narcotráfico no viven en las villas”.
Pero es en las villas donde la droga se respira, donde se ofrece antes que el juego, la escuela o el trabajo. Donde, como decía uno de los pibes, “el paco llega antes que el pan”.
Quienes escuchamos las lágrimas de las madres del paco sabemos que el drama no es solo el consumo. Es la soledad, la falta de sentido, el abandono. Jóvenes de doce, trece, catorce años que fuman veneno porque no encuentran otro modo de acallar el dolor. Chicas que se prostituyen por una dosis. Madres que dejan el trabajo porque ya no pueden dejar sola la casa ni un segundo: su hijo se lleva hasta las chapas para venderlas.
Por eso, hablar de drogas en los barrios populares no puede reducirse a estadísticas ni a debates ideológicos sobre despenalización. Porque cuando se discute si “el Estado debe obligar a tratar”, lo que en realidad se posterga es la obligación del Estado de hacerse cargo. Como se plantea en el mismo documento: “Esta discusión pertenece a las últimas páginas de un libro. Todavía en nuestros barrios no se han escrito las primeras”.
Los Centros Barriales de la Familia Grande del Hogar de Cristo nacen de esta herida. No como instituciones técnicas, sino como comunidades de fe encarnada. Son espacios que no esperan que el joven llegue limpio ni convencido. Van a buscarlo. Porque saben que si no vamos a tiempo, tal vez sea tarde. Porque saben que, muchas veces, cuando ese joven golpea la puerta, ya es un milagro que esté vivo.
El “método” —si se puede llamar así— es la pedagogía de la presencia: estar. No para corregir ni sermonear, sino para acompañar. Para abrazar sin juzgar. Para escuchar con paciencia. Para llorar juntos. Porque lo primero que necesita un pibe que fuma paco no es una beca, ni un plan, ni una cama: es un vínculo. Alguien que lo mire y le diga “acá podés estar”. Y sostener esa palabra con ternura, con comunidad, con tiempo. Como nos dijo una vez un chico del Hogar: “Yo me salvé porque alguien me esperó”.
La recuperación no es lineal ni inmediata. Es un camino largo y frágil. Pero posible. Lo decimos con esperanza: muchos vuelven a vivir. Muchos que estaban dados por perdidos hoy acompañan a otros. Son testimonio viviente de que el amor transforma. Pero no se trata solo de historias individuales. Si queremos que la recuperación sea sostenible, hay que cambiar el entorno. Como se advierte en el mismo documento: “Para que se recuperen estos chicos hay que cambiar también el mundo a su alrededor”.
Porque no alcanza con una internación. No alcanza con sobrevivir a la abstinencia. Hay que poder volver y no encontrar la droga en cada esquina. Hay que poder conseguir un trabajo. Tener un DNI. Tener un lugar donde vivir. Y, sobre todo, volver a creer que vale la pena vivir.
Esto nos exige políticas públicas integrales, con recursos, con presencia territorial, con articulación interinstitucional, con escucha real a quienes están en los barrios todos los días. Con presencia inteligente del Estado. No se puede gestionar por formularios. Se necesita humanidad. Y saber que es un trabajo en conjunto entre Estado y comunidad.
Como sociedad, nos toca hacernos cargo. Porque con el paco, perdemos todos. Pierde la madre que no duerme. Pierde el pibe que no aguanta. Pierde el docente que intenta contener con lo poco que tiene. Pierde el barrio, con pasillos que se llenan de miedo. Pierde el Estado, que llega tarde o no llega. Y pierde también la Patria, cuando se desangran sus hijos más pobres.
Pero también podemos ganar todos: cuando una comunidad se organiza, cuando una parroquia abre sus puertas, cuando un juez escucha a una madre desesperada, cuando se entiende que recuperar una vida no es un gasto, sino una inversión en humanidad.
El Papa Francisco lo dijo con claridad: “La esperanza no defrauda. Y el amor que no incomoda, no transforma”. Por eso, esta lucha —porque es una lucha— no es solo contra la droga. Es por el sentido. Por el derecho a vivir con dignidad. Por el derecho a ser mirado con ternura. Por el derecho a no ser descartado.
En este 26 de junio, Día Internacional de la Lucha contra el Uso Indebido y el Tráfico Ilícito de Drogas, desde los barrios populares levantamos la voz. No para reclamar solamente, sino para compartir una certeza nacida de la experiencia: la vida puede más. La ternura puede más. Y cuando nos organizamos como comunidad, la esperanza vuelve a florecer en los lugares más impensados.
No hay solución mágica, pero sí hay camino. Un camino que se llama presencia, acompañamiento, comunidad, fe. Un camino que, como decía San Alberto Hurtado, se resume en una frase simple y profunda: “En nuestras obras, nuestro pueblo sabe que comprendemos su dolor”.
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