
Argentina, 1999. Al cierre de una década definida por la apertura económica, la modernización institucional y la desregulación productiva, se consumó en el Congreso un golpe demoledor contra el modelo de libre mercado que, según los trabajos de Gerardo della Paolera, María Alejandra Irigoin y Carlos G. Bozzoli, había dado lugar al mejor gobierno de la historia argentina hasta entonces, al abrir paso en materia económica a las ideas de tradición liberal tras la hiperinflación y el estatismo de los años ’80.
No fue un golpe militar, pero sí fue quirúrgico. No fue una revolución, pero sí una traición constitucional. El Congreso de la Nación, recordado por los altísimos niveles de corrupción y empujado por lo que hoy identificaríamos como la “proto-casta reguladora”, concretó la única revocación de un veto total durante los dos mandatos de Carlos Menem, y una de las pocas en toda la historia constitucional argentina: la insistencia parlamentaria sobre la Ley 25.028, que dio luego origen a los Colegios “profesionales” inmobiliarios, marcó el viraje intervencionista en el ocaso de los años ’90 y significó el punto de inflexión que interrumpió la ola de libertad económica que había transformado el país.
La revocación a un veto total del Poder Ejecutivo ya es, de por sí, un hecho tan insólito como trascendental. En un sistema presidencialista en el que el Poder Ejecutivo controlaba políticamente con holgura ambas cámaras del Congreso, logró imponerse el lobby de un pequeño grupo vinculado al sector inmobiliario, con los suficientes “incentivos” como para torcer el rumbo de la historia del mercado en función de sus propios intereses.
Fue un episodio tan simbólico como estructural: el primer gran hachazo del socialismo parlamentario sobre el esqueleto del menemismo. Y también fue el primer latido de una lenta, pero sostenida agonía institucional que desembocaría en el ascenso del radicalismo estatista, la catástrofe del 2001 y más de veinte años de kirchnerismo regulador, corporativista y decadente. La Ley 25.028 fue, en esencia, la génesis legislativa de la gran tragedia argentina.
La importancia del veto revocado en el presente
¿Y por qué es clave recordar esto hoy, en pleno cambio de época? Porque la Ley 25.028 fue la piedra fundacional de la casta inmobiliaria, el acta de nacimiento de una estructura colegiada que mantiene secuestrado al mercado del corretaje, una actividad que por naturaleza es pura intermediación comercial. Con la falsa bandera de la profesionalización, se reinstaló el privilegio corporativo y se demolió el principio liberal que sostenía que, en un mercado libre, para operar comercialmente bastaba con la voluntad y la responsabilidad, no con la venia de un burócrata politizado.
Carlos Menem, en pleno uso de sus facultades constitucionales, aplicó en 1998 un veto total a la Ley 25.028 mediante el Decreto 1279/98, por considerarla contraria al espíritu de desregulación que había impulsado desde 1991. En sus considerandos, advirtió con claridad que la creación de Colegios imponía barreras artificiales, obligaba a las provincias a adoptar normativas forzadas, exigía títulos universitarios innecesarios, instauraba controles territoriales incompatibles con una sociedad abierta y fijaba aranceles mínimos que violaban la libre competencia, configurando un inadmisible control de precios.
Tenía razón. Y el Congreso, sin embargo, lo ignoró. En plena transición política, y sin discusión pública ni resistencias formales, revocó el veto presidencial. El hecho de que esta decisión se haya tomado sin debate alguno en el recinto (tal como consta en la 64ª Reunión, 27ª Sesión Ordinaria del 1º de diciembre de 1999, página 6495) simboliza la consolidación silenciosa de un modelo corporativo que se impuso disfrazado de consenso.
El 1º de diciembre de 1999, en la misma semana en que Menem dejaba la presidencia, el Senado ratificó la Ley vetada. Lo hizo bajo el pretexto de la “profesionalización”, pero en realidad institucionalizó la captura corporativa del mercado inmobiliario, entregándole el monopolio a los colegios para que convirtieran el corretaje en una “ciencia” blindada por la coacción legal.
Así se consagró un nuevo mecanismo de extracción de recursos sin aporte de valor, disfrazado de legitimidad académica, y sin precedentes en la historia del comercio argentino y mundial: hasta hoy, nuestro país es el único del planeta que llega a exigir título universitario para ejercer el corretaje inmobiliario.
El desenlace fue tan inevitable como devastador: las provincias se alinearon en bloque con la Ley 25.028. Nacieron colegios monopólicos en cada rincón del país, florecieron requisitos tan absurdos como innecesarios –como la “licenciatura” de cinco años en corretaje inmobiliario que se exige en el artículo 1° de la Ley 11.084 de Entre Ríos–, se configuró un entramado burocrático asfixiante, se fijaron precios mínimos por decreto y se criminalizó el ejercicio libre de una actividad esencial.
El mercado dejó de responder a la lógica de la competencia y pasó a regirse por la rosca política. Ya no importaba a quién servía, sino con quién te sentabas a negociar. Así, una de las industrias clave para el desarrollo económico quedó secuestrada por la lógica corporativa del privilegio.
El 1º de diciembre de 1999 no fue simplemente la sanción de una ley, fue el acta de defunción del sueño desregulador que había sostenido la era menemista. Ese día, el Congreso decidió que un argentino de bien ya no podría ejercer libremente en el mercado de la intermediación inmobiliaria sin rendirle cuentas a una corporación. Fue la primera victoria formal del socialismo legislativo en tiempos democráticos luego de las ideas de libertad económica de los ‘90, el punto de quiebre en que el Parlamento dejó de representar el ideario de la libertad económica para convertirse en guardián de privilegios y sepulturero del mercado.
La desregulación en un cambio de época
Hoy, cuando tantos se preguntan por qué el mercado inmobiliario argentino es costoso, ineficiente y capturado por estructuras anacrónicas, la respuesta no está en la coyuntura: está en la historia. La única revocación al veto total de una ley en los últimos 40 años fue aquel 1º de diciembre de 1999. Se trata de un hecho atípico incluso en la historia democrática argentina, lo que revela con crudeza la dimensión de los intereses que se pusieron en juego y el poder real de las estructuras corporativas que desde entonces parasitan el mercado.
Ese mismo Congreso Nacional fue, en retrospectiva, el que consagró el regreso del Estado regulador. El mismo Estado que luego fracasó, que permitió la proliferación de privilegios, y que elevó los niveles de corrupción hasta convertirlos en norma. El mismo que hoy se pretende sanear. Y el mismo que deberá ser enfrentado nuevamente, pero esta vez sin ceder ni una sola coma.
La historia no absuelve a quienes, en nombre del orden, destruyen la libertad. Y el 1º de diciembre de 1999 fue, sin dudas, el primer golpe certero contra una Argentina que caminaba en la senda de la libertad económica. Hoy nos queda la memoria, el diagnóstico y, más que nunca, la responsabilidad de revertirlo.
Poco más de 25 años después, con una nueva administración nacional que ha puesto en discusión las castas heredadas del pasado, existe la oportunidad histórica de desandar este camino. La derogación de la Ley 25.028, o su reforma estructural, ya no es una utopía: es una necesidad imperiosa para devolverle la libertad al mercado inmobiliario y cerrar el ciclo de decadencia que aquella revocación habilitó. Porque el primer veto revocado a las ideas económicas de los años ‘90 fue también una génesis y el primer ladrillo de la posterior decadencia.
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