
Durante años, la escena se repite: un alumno se copia en una evaluación. A veces es obvio. A veces, sofisticado. En ocasiones, lo justifican (“todos lo hacen”); otras, lo minimizan (“es solo una vez”). Y aunque a veces se lo corrige con una advertencia o se le baja la nota, la pregunta que flota, incómoda, es otra: ¿qué estamos enseñando realmente cuando alguien se copia?
Cuando un estudiante se copia, no está solamente haciendo trampa: está ensayando una respuesta frente al límite. Está mostrando cómo lidia con la frustración, con la exigencia, con la idea de “no poder”. Es un gesto que revela, mucho más de lo que parece, la forma en que ese alumno entiende el esfuerzo, el valor del conocimiento y hasta su propia autopercepción.
Vivimos tiempos en los que la realidad avanza más rápido que la escuela. Mientras algunos docentes recién comienzan a evaluar con formularios de Google Forms -y celebran el paso del papel al entorno digital-, muchos estudiantes ya usan herramientas como Google Forms Solver, una extensión que permite detectar automáticamente las respuestas correctas en un cuestionario, incluso antes de leer las preguntas.
Sí: mientras pensamos que innovamos, ellos ya hackearon el sistema. Y no es por maldad. Es por ingenio, por oportunidad, por cultura de la inmediatez. Porque si el sistema no ofrece desafíos con sentido, ellos encontrarán atajos. No para aprender, sino para sobrevivir a la evaluación.
El problema no es la tecnología. El problema es seguir enseñando como si el acceso a la información fuera lo mismo que el acceso al conocimiento. Porque podemos prohibir el Solver… o podemos empezar a hacer preguntas que no se resuelvan con un clic.
La escuela no puede seguir corriendo detrás de la realidad. Tiene que mirar de frente lo que pasa afuera, y hacerse la pregunta incómoda: ¿Estamos evaluando aprendizajes o simplemente midiendo memoria?
Copiar es, muchas veces, un atajo al que se recurre cuando se pierde el sentido del esfuerzo. Cuando lo importante ya no es aprender, sino aprobar. Cuando el objetivo no es el proceso, sino el resultado. Y ese cambio de foco no nace en ellos. Es un reflejo del sistema, del entorno, de las urgencias que los rodean. De la presión por la nota, del miedo al castigo, de la ansiedad de no “fracasar”.
Entonces, ¿qué hacemos los adultos cuando se copia? ¿Aplicamos una sanción? ¿Le bajamos la nota? ¿Lo dejamos pasar? ¿Miramos para otro lado?
La escuela no puede limitarse a ser un lugar donde se “cazan” trampas. Ni tampoco convertirse en un campo minado donde todo es sospecha. El aula no debe ser un lugar de vigilancia, sino un laboratorio de ciudadanía. Un espacio donde se construyan criterios internos, no solo reglas externas. Donde la ética no sea un conjunto de normas impuestas, sino una brújula propia.
Copiarse, a primera vista, puede parecer una picardía. Una transgresión sin mayores consecuencias. Pero si rascamos apenas la superficie, lo que emerge es mucho más complejo. Es una decisión tomada en soledad. Es un alumno diciendo, con hechos, más que con palabras: “no llego”, “no puedo”, “me da miedo fallar”.
Y cuando un alumno se copia y nadie lo detiene, lo que aprende no es solo que “salió impune”. Aprende que lo importante es zafar. Que lo que uno hace cuando nadie lo ve, no importa. Y ahí, aunque no lo digamos, les enseñamos que la integridad vale menos que el resultado. Que el fin justifica los medios.
Educar no es simplemente explicar qué está bien y qué está mal. Es ayudar a pensar por qué algo está bien. Es generar la pregunta interna antes del acto. Es formar criterio, no solo imponer normas. Es ayudar a que los chicos construyan un vínculo sano con el error, con el esfuerzo, con la demora en los resultados. Porque sí: la copia también habla de nuestra dificultad como cultura para aceptar el proceso. Para abrazar lo que lleva tiempo.
No se trata de perseguir. No se trata de humillar. Se trata de formar. Porque cada decisión construye identidad. Lo que uno hace cuando cree que nadie lo está mirando dice mucho más que la nota que obtiene.
Copiarse, lejos de ser una simple anécdota escolar, es un espejo. Uno que nos obliga a mirar también nuestras propias prácticas: ¿Qué lugar ocupa el error en nuestras aulas? ¿Qué enseñamos sobre el valor del proceso? ¿Qué priorizamos al evaluar: la comprensión real o la calificación rápida? ¿Cómo van a elegir con integridad si nunca les mostramos que la ética también se entrena?
Sí, copiarse es un síntoma. Pero también es una oportunidad. Una oportunidad de parar, de mirar, de hablar de integridad, de responsabilidad, de sentido. De volver a poner el foco en el para qué de lo que enseñamos. Porque si la escuela no enseña a elegir con conciencia, ¿qué está enseñando?
Copiarse puede parecer inofensivo, pero es, en el fondo, un ensayo de adultez. Porque cada alumno está, con cada acción, ensayando quién quiere ser. Y cada vez que lo dejamos pasar, también ensayamos nosotros qué tipo de adultos queremos ser frente a ellos.
La buena noticia es que se puede enseñar otra cosa. No con sermones, sino con coherencia. No con castigos, sino con conversaciones. No con vigilancia, sino con vínculos. Porque la integridad, igual que la empatía o la autonomía, no se enseña desde el miedo. Se contagia. Se construye. Se vive.
Lo que parece una trampa escolar, muchas veces es un pedido de ayuda mal resuelto. Y lo que parece una picardía sin consecuencias, puede convertirse en una forma de vivir si no hacemos nada. Educar, también, es ayudarlos a no olvidarse de quiénes quieren ser, incluso cuando nadie los esté mirando.
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