Recuperemos lo bueno de la educación tradicional

La pedagogía igualitarista arrasó con los cimientos de la enseñanza

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Escuela secundaria
Escuela secundaria

Argentina sigue estupefacta ante el desmoronamiento de los indicadores educativos. Una nación que supo ser líder en el plano cultural asiste perpleja a la destrucción de su acervo cognitivo.

Según los últimos resultados de las pruebas Aprender de 2024, solo el 58% de los alumnos del nivel secundario lograron el mínimo esperado en lengua. Asimismo, apenas el 14,2% de los estudiantes alcanzaron el nivel satisfactorio en matemática y prácticamente desapareció el segmento con desempeño avanzado.

Lo peor no son estos indicadores, sino el hecho de que los discursos, las recetas y las pretendidas soluciones siguen girando en torno a un paradigma fallido que nos llevó a este descenso bestial. Y no es un caso aislado. Buena parte de occidente, en mayor o menor medida, se encuentra en una situación comparable. Esto se debe a que fue hegemonizado en el último medio siglo por la pedagogía igualitarista.

Muchos se llenan la boca quejándose por los pésimos resultados de nuestro sistema educativo, pero repiten e insisten con las mismas recetas de siempre: más capacitación, más apoyo y acompañamiento, más gasto, etc. Nunca se invirtió tanto en educación como en las últimas décadas, y nunca los resultados fueron peores. No hubo tiempo en que los alumnos tuvieran tanto apoyo y acompañamiento, tantas contemplaciones, y jamás aprendieron menos.

No estoy diciendo que no haya que invertir en educación, ni que no tenga que haber acompañamiento. De hecho, resulta crucial aumentar el sueldo de los docentes y tornar la profesión más atractiva. Pero faltan cosas mucho más elementales, cuya ausencia anula todos los esfuerzos y que, además, no requerirían de mayor gasto. Por ejemplo, dotar a los docentes y las escuelas de autoridad firme, establecer regímenes estrictos y disuasorios de disciplina y orden escolar, volver a una sana exigencia, restaurar los sistemas de incentivos y priorizar estrategias de enseñanza probadas y seguras, con respaldo científico. Todo esto no suele formar parte del debate, cuando no demandaría un solo centavo de gasto y potenciaría y revitalizaría enormemente el sistema educativo.

Reivindicar la educación tradicional puede sonar provocador y políticamente incorrecto, pero tiene sentido. Déjenme explicarme. Por educación tradicional se entiende aquí una enseñanza jerárquica, dotada de autoridad eficaz, formadora de hábitos y que garantiza a todos un mínimo de saberes y competencias básicos. Eso se ha perdido y los resultados están a la vista. Se quiso innovar sin base científica, por mero dogma e ideología. La pedagogía igualitarista arrasó con el proyecto educativo moderno desde sus cimientos, que eran necesarios.

Desde luego, hubo muchos tipos o variantes de la educación tradicional. Una parte de ella fue autoritaria, incluso con visos de violencia. No me refiero a volver a eso. Creo que ni debería hacer falta aclararlo. Eso sería antimoderno. Pero otra parte de la educación tradicional fue muy exitosa. No tardó en abarcar la comprensión además de la memorización, formó ciudadanos fuertes, con hábitos y fuerza de voluntad, y en sus mejores versiones con cultura y conciencia democrática y republicana. A esa educación tradicional es a la que me refiero, seguramente con las debidas adaptaciones conforme la evidencia científica y las necesidades del mercado laboral actual. Hoy las neurociencias nos dan múltiples herramientas para potenciar el cerebro y perfeccionar el proyecto educativo de la modernidad, sin derogarlo.

Se está demostrando que buena parte de la educación tradicional estaba en lo cierto. Para quienes deseen profundizar, en un libro recientemente publicado por quien escribe, titulado Pedagogía integral por niveles de profundidad, se repasan los últimos avances neurocientíficos y cómo ellos permitirían construir una pedagogía moderna que supere tanto el memorismo como el igualitarismo.

Resumida y simplificadamente, algunos de estos hallazgos incluyen: la necesidad de consolidar y automatizar los saberes estratégicos (incluso a través de la repetición mecánica si es necesario), ya que esto libera memoria de trabajo y capacidad atencional para funciones y habilidades más complejas (como la comprensión, la relación, la imaginación y la creatividad); la importancia de una alfabetización temprana a la vieja usanza (fonológica y estructurada); el valor del dictado; la importancia de los hábitos; la necesidad de reglas claras y previsibles; etc. De nada sirve la concientización —que es muy importante, sin dudas— si no se desarrolla la fuerza de voluntad que permita hacer lo que se considera moralmente correcto o lógicamente necesario.

Empieza a haber un clima de cambio de época en educación. Los docentes y educadores cada vez nos dejamos pisotear menos. Ya fue suficiente. Basta de que nos vacíen de poder; de que nos sometan a trabajos insalubres, empujándonos a aulas caóticas e imposibles sin recursos de autoridad. Basta de poner a los alumnos a la par de los maestros, o incluso por encima. Basta de tribunales evaluadores de docentes integrados por estudiantes (¡que ni siquiera aprobaron las materias sobre las que evalúan!). Basta de impunidad, que corrompe y deseduca. Basta de querer inventar la pólvora, con resultados crecientemente alarmantes. Basta de la pedagogía de la lástima, que no enseña y que sencillamente hipoteca el futuro de los más vulnerables. Basta de dogmas rígidos y políticamente correctos sin asidero científico. Basta de palabrerío igualitarista que solo sirve para embellecer un discurso destructivo.

El problema es que para que cambie el nivel secundario debe cambiar primero el nivel primario. La plasticidad cerebral disminuye con la edad. Los aprendizajes, habilidades y hábitos que no se consolidaron en edades tempranas solo parcialmente podrán mejorarse en edades avanzadas.

Una educación debe ser, ante todo, eficaz. Es preferible una enseñanza tradicional eficaz antes que una innovadora y posmoderna completamente ineficaz, como tenemos ahora. Consolidado el sistema, pueden realizarse innovaciones y adaptaciones prudentes analizando y midiendo los resultados, por medio de un proceso de prueba y error. Pero no tiene sentido realizar cambios drásticos o revolucionarios sin un basamento científico riguroso, desechando los métodos probados. Llegó la hora de recuperar lo bueno de la educación tradicional; de reconstruir las bases del proyecto educativo moderno, que lanzó a la humanidad a una era de desarrollo cultural y cognitivo sin precedentes.