
Platense es campeón. Por primera vez, en toda su historia, Platense es campeón. Mi papá, Mario Lucio Fahsbender, era periodista e hincha de Platense, como yo. Murió de un ataque al corazón, tres días antes de la Navidad de 1989, de golpe, de la nada. Tenía 34 años. Yo tenía seis. Murió delante mío. Hago un esfuerzo cada día de mi vida para no olvidar la voz de mi papá, para retenerla en mi cabeza. Y la voz de mi papá está allí en la cancha de la calle Zufriategui, en la tribuna de hormigón armado bajo la cabina del locutor, entre las colillas de puchos y las boletas de PRODE rotas y el tiempo muerto de los partidos de la tercera división, en ese mundo que ya no existe. Mario, para mí, sigue en el lugar donde más lo recuerdo, en donde fue feliz.
Tengo 42. Durante años, mi generación había sido la última que vio a Platense jugar y enamorar en Primera, en los días de Marcelo Espina y el Ruso Spontón; pocos recuerdan que el club casi fue campeón hace tres décadas. Estuvimos allí para un descenso, luego otro. Después, volvimos. Es una obviedad decir que todos los muertos del Marrón están presentes hoy, en el día en que vengamos nuestra historia, en el día en que el barrio de Saavedra, después de todo lo que sufrió, finalmente tiene lo que se merece, pero hay algo en juego aquí que es mucho más fuerte que el futbol mismo.
Hay vidas que se ataron a esa mística; Platense es barrial como pocos clubes de Primera, viene con la calle y con la sangre. Mi tío abuelo Roberto, El Panza, fue capo de la barra calamar, cuando las barras bravas eran otra cosa, un hombre de otra era de la violencia argentina, que andaba con un cuchillo al cinto y el trapo en una bolsa de arpillera. Alfredo Serra, también periodista, fue como un padre para mi viejo, y un abuelo para mí. Se conocieron en la redacción de la revista La Semana. Calamares ambos, nacidos y criados en Saavedra, frecuentaron la cancha de la calle Cramer, en Núñez. Alfredo y mi viejo habían hecho ese pacto maravilloso, delirante, donde uno entierra el corazón bajo el tablón junto al corazón de su hermano.
Alfredo y yo fuimos amigos. Me repitió tantas veces, incluso días antes de morir, sin ver a Platense campeón él mismo también: “Dejé de ir a la cancha el día que murió tu viejo”.
En cierta forma, yo también.

La muerte de mi papá nos destruyó. Éramos mi mamá y mis hermanos, que todavía usaban pañales, mis abuelas, mis tíos, mi primo Pablo. Mi papá era todo para Pablo; su vínculo con Mario era la cancha. Y así todo cambió, de la nada. A mi abuela Elena, la vida la destruía por segunda vez. Mi abuelo murió de un cáncer de hígado cuando mi papá tenía seis, siete años también.
La Argentina cambió. Algunos ganaron con el menemismo; nosotros, no. Nosotros perdimos. El mundo, a un chico, se esfuerza en decirle, sin sutilezas, que no tiene un padre y todo lo que le priva no tener un padre, a diario, en cada una de las pequeñas cosas, porque siempre habrá algo allí que te lo recuerde. Mario ya no estaba conmigo en la cancha, para empezar.
Perder a mi papá también implicó perder a Platense. Estaban sus viejos amigos, mi tío, pero no estaba él. Nunca fui muy futbolero. Primero, porque juego horrible; es más factible que patee a otro ser humano antes que a una pelota. Y segundo, porque la inmensa mayoría de mis recuerdos con Mario juegan con Platense de local, del otro lado de la General Paz. Pablo me llevó a la cancha, durante años; lo convirtió en una misión, en busca de ese pacto de tribuna que tuvo con mi papá, hasta que perdí el entusiasmo, hasta que entendí que tenía que escapar y ser libre. Jamás pude explicarle por qué. Tal vez se entere al leer esta columna.
Dejé ir al Calamar porque dolía: yo no pude volver a ser feliz en ese estadio sin mi papá. 35 años después, todavía duele, pero hoy es distinto. Platense, en Santiago del Estero, con ese golazo, fue campeón por todos los que no llegaron, por los que quedaron en el camino, por los que todavía viven y buscan en cada partido los fragmentos de ese corazón que alguna vez estalló.
A través de los años, jamás dejé de reivindicar a Platense, de reivindicarme hincha de Platense, de encender a Mario en la memoria y oírlo gritar en esa cancha que sigue en pie en mi cabeza: MUCHAS GRACIAS MARRÓN.
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