
A medida que avanzan con éxito las reformas implementadas por el gobierno nacional, los críticos se van enfocando en criticar lo que se han ido denominando genéricamente “las formas” del presidente de la Nación. Y de sus modales pasan algunos, con la pretensión de dotar a su crítica de mayor gravedad, a lo que se denomina “lo institucional”. La posición de la crítica amiga sería entonces algo así como: estamos de acuerdo con la dirección estratégica, pero no con las formas y éstas erosionan la institucionalidad y le quitan sustentabilidad de largo plazo a las reformas mismas. Perciben un círculo vicioso del cual habría que apartarse a tiempo. Para discutir este gran tema de fondo con la perspectiva adecuada se requiere de cierta inmersión histórica en temas de gobernabilidad política.
En 1975, el historiador británico-neozelandés John Pocock publicó un libro que proponía, ¡al fin!, una lectura del pensamiento político de Maquiavelo que no fuera simplemente considerarlo como el énfant térrible del pensamiento político occidental, el cínico que en la práctica política justificaba el uso de cualquier medio si contribuía a conseguir los fines buscados. Su obra El momento maquiavélico es un extenso análisis del pensamiento político florentino del humanismo. Y también hace justicia con su principal pensador, al explicarnos que su teoría aplica exclusivamente al contexto de un cambio de régimen. “Visto de esta manera, entonces, El Príncipe se convierte en una tipología de los innovadores y sus relaciones con la fortuna. Su gran originalidad es la propia de un estudioso de la política deslegitimada”, nos señala Pocock.
A diferencia de lo que rige en un régimen que ya está bien establecido, en el cual el pueblo está acostumbrado a ser regido por una familia gobernante, las recomendaciones que le da Maquiavelo al nuevo príncipe se basan en que el protagonista debe extremar sus propios recursos, su virtud, para guiar los avatares de la fortuna ante un cambio que es radical. Todo lo que resulta sencillo para un gobernante establecido se hace cuesta arriba para el instaurador de un nuevo régimen.

“El Príncipe es un estudio del “nuevo príncipe” —lo sabemos por la correspondencia de Maquiavelo, así como por las pruebas internas— o, más bien, de esa clase de innovadores políticos a la que pertenece. La novedad de su gobierno significa que ha llevado a cabo una innovación, derrocando o reemplazando alguna forma de gobierno que lo precedió. Al hacer esto, debe haber herido a muchas personas, que no se han reconciliado con su gobierno, mientras que los que acogieron con beneplácito su llegada ahora esperan de él más de lo que él es capaz de proporcionar.”
Una observación maquiavélica especialmente interesante es la que señala que hay dos circunstancias que facilitan o dificultan el ejercicio de la virtud por parte del nuevo príncipe. La primera es si quiere seguir utilizando las viejas costumbres o si decide cambiarlas radicalmente. La segunda, si llegó al poder con mucha o con poca ayuda ajena. Cuanto más revolucionario pretenda ser y más deudor de ayuda ajena sea, más requerirá de grandes virtudes propias, pues se hallará en más peligro de sucumbir ante las resistencias del antiguo régimen.
Sin dudas, este enfoque contextualista, del que Pocock fue un precursor, es sumamente útil para pensar el actual momento de la política argentina; incluso de otros movimientos políticos actuales tildados a las apuradas de “populistas”, a menudo por falta de una capacidad de análisis contextual como el que propone Pocock. Está claro que cuando un político busca cambiar un statu quo debe redoblar sus esfuerzos. Todo aquello que antes de su llegada se consideraba correcto y adecuado sirve para criticar cualquiera de sus propuestas y actitudes como defectos, cuando no verdaderas aberraciones. Es que, para el antiguo régimen, verdaderamente lo son. Y no podrían no serlo. El asunto es que no hay forma de cambiar el statu quo si no es haciendo lo que, para el statu quo, está mal.
El gobierno de Milei enfrenta esta situación. De los dos mencionados elementos que matizan sus exigencias cuenta con uno a favor, pues llegó al poder sin deberle nada a nadie: en sus propias palabras, es un outsider. El otro es su gran desafío: él quiere cambiarlo todo. Entre esas dos fuerzas, una favorable, la otra, adversa, está su destino. Los dos elementos son extremos: en su gran autonomía está su fortaleza y en su altísima pretensión, su mayor debilidad.
No es de extrañar entonces que apunte contra “la casta”: si hubiera llegado con deudas políticas, no podría hacerlo. Sin embargo, llegó prácticamente con ninguna. Por eso no deja oportunidad de demostrárselo a sus rivales políticos y, obviamente, como este es su principal activo, no tiene cómo salir perdiendo de esa disputa, pues la sociedad ya se situó en la nueva etapa y juzga desde allí la situación. Quienes intentan la pulseada con el Presidente salen de escena avergonzados: la lista ya es bastante larga y pesada como para que cada vez menos se animen a seguir intentándolo. La reciente derrota del expresidente Macri en su propio distrito puede haber sido el intento final. A partir de ahora es difícil que nadie más se le anime.
Justamente hasta ahora, Mauricio Macri era el único acreedor político que seguía presentándose a cobrar al mostrador. Le reclamaba a Milei su incondicional y espontáneo apoyo justo el día siguiente de su notable, pero insuficiente triunfo en las elecciones generales, una oportuna beatificación ante una parte del electorado que no confiaba en él, pero que, gracias a la decidida intervención del expresidente, terminó votándolo en el balotaje. Y todos reconocían que esa deuda existía, aunque no quedaba establecida su cuantía. Era natural que Milei no quisiera ceder ni un gramo de su principal activo. Pero es porque el otro aspecto central de su circunstancia, su aspecto revolucionario, está demasiado cargado de desafíos. Quiere cambiarlo todo, sin eufemismos. Macri debió haber comprendido el verdadero costo que tenía su pretensión para el Presidente antes de desafiarlo abiertamente. Lamentablemente, para sí mismo, el expresidente sobreestimó sus propias fuerzas.
En la medida en que Milei siga obteniendo logros, irá viendo hasta dónde quiere seguir y cuándo considera que ya empezó a regir el “nuevo régimen” creado por él mismo. Y no es menor saber cuándo ese nuevo régimen se volverá el nuevo statu quo, si es que logra semejante hazaña. Hasta entonces, deberá seguir leyendo a Maquiavelo para ir respondiendo con inteligencia a los desafíos que impone su rol de otusider que viene a cambiarlo todo, el renovador revolucionario, el que no intenta quedar bien con lo que quedaba bien antes de su llegada. Quienes no entiendan esto sucumbirán a sus virtudes, mientras éstas sigan imponiéndose, como hasta ahora, a las peripecias de la fortuna argentina.
El autor es presidente del Instituto de Gobernanza Empresarial y Pública (IGEP)
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