
En las recientes elecciones legislativas de la Ciudad de Buenos Aires, apenas el 53,3% del padrón concurrió a votar. Fue la participación más baja desde que la capital ejerce su autonomía política. No es un dato aislado. En provincias como Chaco (52,1%) y Santa Fe (55,6%) ocurrió lo mismo. La alarma silenciosa de la democracia argentina ya no puede ignorarse.
Muchos analistas atribuyen esta caída a un desencanto generalizado: una ciudadanía hastiada de promesas incumplidas, partidos encerrados en sí mismos y una creciente percepción de que el voto no cambia nada. Sin embargo, esa no es toda la historia.
En Río Negro, por ejemplo, como en muchas otras provincias donde las distancias importan, hay miles de personas que sí quieren votar, pero no pueden. Literalmente. ¿Qué implica vivir a 60 kilómetros del lugar donde estás empadronado? ¿Qué pasa cuando el colectivo no pasa, el ripio se convierte en barro, o no tenés con quién dejar a tus hijos para hacer un viaje de horas? Para muchas personas, el acto de votar es una odisea.
Por eso resulta urgente avanzar con el proyecto presentado por el Poder Ejecutivo Provincial en 2022, que propone rediseñar los circuitos electorales de 18 municipios para que los lugares de votación se asignen por cercanía al domicilio. Es una medida técnicamente sólida, trabajada con universidades y especialistas en cartografía. Y sin embargo, sigue esperando una determinación de la Justicia Federal.
Desde el bloque de la UCR logramos que la Legislatura envíe una comunicación formal, en pos de acelerar el proceso para que el voto parroquial sea una realidad en todo Río Negro. No se trata de un debate técnico. Se trata de una cuestión de equidad. Porque cuando una abuela ya no puede caminar hasta el pueblo, cuando un productor rural no tiene cómo salir de su campo, cuando un joven no tiene pasajes ni tiempo para llegar al centro, el derecho a votar se vuelve una promesa vacía.
La abstención electoral, entonces, tiene dos caras: una es la desafección política; la otra, la exclusión práctica. Y ambas deben interpelarnos con igual urgencia. Si no escuchamos esta señal, la crisis de representación se profundizará. No basta con pedirle a la ciudadanía que se comprometa. Es el Estado el que debe comprometerse primero.
Acercar la urna no es un gesto simbólico. Es una acción concreta para garantizar el derecho al voto en igualdad de condiciones. Es también una forma de reparar el vínculo entre las instituciones y la ciudadanía, desde el territorio y con sensibilidad.
Porque cuando la democracia excluye, deja de ser democracia para todos.
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