
La pandemia fue un quiebre civilizatorio comparable a las grandes guerras y crisis económicas globales. No solo cambió hábitos, sino también valores, prioridades y la forma en que nos relacionamos con el poder y entre nosotros. Aprendimos a sobrevivir en soledad, a desconfiar de las instituciones y a valorar más que nunca la libertad individual. Mientras las instituciones fallaban, la política tradicional se desdibujó y creció la fascinación por liderazgos disruptivos. Hoy, más que nunca, las personas buscan a quienes les hablen con sinceridad, no desde los grandes discursos, sino desde las verdades que se sienten en la vida cotidiana.
Y en medio de este cambio de época, las redes sociales se volvieron el nuevo escenario de la política. Ahí no importan las ideas complejas, importa quién grita más fuerte o quién logra emocionar en 15 segundos. Todo se reduce a una consigna fácil o un meme que arranca un aplauso rápido. Los medios tradicionales, lejos de marcar un rumbo, quedaron atrapados en ese juego, repitiendo eslóganes y amplificando polémicas. Así, la política se volvió un espectáculo de impacto fugaz, pero sin soluciones reales. El gran desafío no es solo reconstruir la economía o las instituciones; es también recuperar la conversación pública, volver a hablar de lo que realmente importa y no de lo que simplemente hace ruido.
En tiempos de tormenta, los farsantes levantan la voz y los sabios callan. La pandemia no solo nos encerró en nuestras casas; nos encerró en nosotros mismos. Salimos a un mundo distinto, donde las certezas se evaporaron y la política, tal como la conocíamos, se convirtió en un espectáculo de gritos sin contenido.
Las promesas de los grandes relatos —la revolución, el progreso, la república— quedaron atrás. Nos gobiernan las emociones y no las ideas; la inmediatez y no la razón. Somos habitantes de una “sociedad líquida”, como advirtió Zygmunt Bauman, donde todo es fugaz, incluso las lealtades políticas.
Pero si la historia enseña algo, es que las peores crisis no se resuelven con magia ni con discursos vacíos. Se resuelven con coraje, con ética y con gente que no tiene miedo de decir las verdades incómodas. ¿Querés ejemplos? Te los doy.
- Winston Churchill: cuando todos le temían a Hitler y preferían mirar para otro lado, él fue el único que se animó a decir la verdad. Lo llamaron exagerado, hasta lo ridiculizaron. Pero cuando las bombas empezaron a caer sobre Londres, ¿a quién fueron a buscar? A él. Porque en los momentos bravos, siempre se necesita a los valientes.
- Konrad Adenauer: con Alemania reducida a escombros tras la guerra, sin un rumbo y sin esperanza, no apareció un mesías con promesas fáciles. Apareció alguien serio, honesto, que entendía que había que reconstruir desde los valores, no desde la demagogia. Adenauer no ofreció atajos; ofreció trabajo, respeto y un futuro en serio.
- Nelson Mandela: pasó 27 años preso, pero nunca perdió la dignidad ni se dejó consumir por el rencor. Cuando recuperó la libertad, eligió la reconciliación y no la venganza. No es fácil perdonar cuando se ha sufrido tanto, pero ese gesto fue lo que cambió la historia de su país.
Entonces, la pregunta es simple: ¿quiénes están listos para dar la cara ahora? ¿Quiénes no se escondieron cuando las cosas iban mal?
Porque después del desastre, siempre llega el momento de reconstruir. Y ahí no sirven los que saben gritar más fuerte. Sirven los que saben trabajar con las manos limpias y la frente en alto.
Que no nos vendan más humo. La Argentina no necesita voces estridentes ni gestos vacíos de grandeza. La soberbia, la agresión y la vulgaridad no son valentía; son apenas el reflejo de quienes no tienen ideas ni respeto por los demás. Este país no se reconstruye a los gritos ni con golpes sobre la mesa. Se reconstruye con respeto, con trabajo serio y con la dignidad de quienes prefieren tender puentes antes que levantar muros. Y ese tiempo de reconstrucción empieza ahora, no mañana.
Y aquí, en nuestra propia historia, también hubo quienes eligieron pararse firmes cuando era más fácil callar; figuras que prefirieron la verdad incómoda antes que la comodidad del poder. La defensa de la república, la transparencia y los límites al autoritarismo no siempre fueron comprendidos, pero hoy, en medio de tanto ruido, esos valores vuelven a cobrar sentido.
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