El acto solidario sin escenificar: la forma plena de estar con el otro

Reflexión sobre las motivaciones detrás de la solidaridad exhibida

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Altruismo recíproco simbólico: prestigio y
Altruismo recíproco simbólico: prestigio y reconocimiento

La solidaridad es, al menos en su definición más pura, un acto de encuentro con el otro. No se limita a la empatía ni a la simpatía —que pueden permanecer en el terreno de lo abstracto, o del análisis de un estudio cognitivo, psicológico— sino que exige una disposición activa a involucrarse en el sufrimiento ajeno. Implica, como señalaba Erich Fromm, un movimiento de salida de sí: “dar no porque se tiene mucho, sino porque se es mucho”. En El arte de amar, Fromm profundiza esta idea al afirmar que “el dar es la más alta expresión del poder. En el acto de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder” (Fromm, 1956). Es decir, la generosidad no nace de la carencia sino de la plenitud, de una subjetividad que se afirma a través del acto de entrega a otro.

Pero en la era de la exposición permanente, la pregunta ya no es solo qué damos, sino cómo lo damos, y sobre todo: ¿para quién damos, para el que recibe o, también, para el que ve que damos, o para el que queremos que vea que damos?

Desde la psicología social, ya clásicos como Henri Tajfel y John Turner, al desarrollar la Teoría de la Identidad Social, explicaron cómo las personas actúan de forma altruista muchas veces para reforzar su pertenencia a determinados grupos. La acción solidaria no es solo un acto individual: es también un gesto simbólico que consolida identidades colectivas. Ser solidario, en este marco, puede ser una forma de decir: “Miren quién soy, y a qué tribu pertenezco”.

Las redes sociales han amplificado exponencialmente esa dinámica. Hoy no solo se actúa: se actúa para ser vistos actuando. Se comparten campañas, se suben a la red selfies entregando donaciones, se etiqueta a otros en actos supuestamente espontáneos, etc. La lógica del “me gusta” y del “compartir” ha colonizado incluso los espacios más sensibles de la vida emocional y ética. El riesgo, claro está, es que la solidaridad deje de ser una práctica comprometida —anónima, silenciosa— para transformarse en una actuación: una forma de construcción de imagen pública, “para los que me ven o quiero que me vean”. Subir a escena el “acto solidario” es parte constitutiva del mismo, sin la escenificación el acto no se completa, para quien así actúa.

La psicología contemporánea ha conceptualizado esta tensión bajo el término de altruismo recíproco simbólico: ayudar no tanto por el bien del otro, sino, además, por la gratificación simbólica que eso reporta. Es una forma sofisticada de narcisismo ético. Este concepto amplía la noción de altruismo recíproco propuesta por Trivers (1971), que sugería que la cooperación entre humanos se sostenía en la expectativa de un beneficio futuro. En su versión simbólica, lo que se busca no es un retorno tangible, sino prestigio, reconocimiento, estatus. Nowak y Sigmund (2005) demostraron que los humanos tienden a cooperar más cuando sus actos son observados y pueden contribuir a su reputación. Y estudios empíricos como los de Bereczkei, Birkás y Kerekes (2010) mostraron que este comportamiento se intensifica en personas de rasgos con altos niveles de deseabilidad social y narcisismo. La solidaridad, en este marco, se convierte en una inversión en capital simbólico.

En este punto, el psicoanálisis aporta una clave reveladora. Freud, en El malestar en la cultura, advertía cómo la vida en sociedad impone al sujeto una renuncia constante a sus pulsiones. Esa tensión entre el deseo individual y la norma moral genera malestar, pero también vías de sublimación. La solidaridad puede funcionar entonces como una forma sublimada del deseo de reconocimiento, un modo socialmente aceptado de buscar amor y validación.

Jacques Lacan, más radical aún, introduce la noción del “deseo del Otro”. Para él, no existe deseo puro, autónomo: todo deseo está estructurado por la mirada ajena, no es asunto privado que parece ser, sino que siempre se constituye en una relación dialéctica con los deseos percibidos de otros sujetos. Deseamos ser deseados, reconocidos, validados. En esa clave, muchos actos solidarios no responden al sufrimiento del otro, sino a la necesidad de ocupar un lugar en la escena del Otro. Ayudamos para construirnos una imagen ética, un yo ideal en el espejo público. El acto solidario deviene así en escena, y la red social, su teatro privilegiado.

Ahora bien, esto no implica una condena moral. No se trata de juzgar el acto en función de su motivación —difícil de escrutar— sino de observar las formas que adopta la solidaridad en una época saturada de exposición. Toda acción humana es ambivalente, y aún la ayuda que nace del deseo de ser visto puede tener efectos positivos —en el que recibe lo que necesita, más allá de la real motivación del donante—. Pero sí se vuelve urgente distinguir.

Hay una solidaridad que duele cuando da —como decía la madre Teresa de Calcuta—, que implica renuncia, compromiso, implicación real, que no se mide en cantidades, en publicaciones, ni se cuantifica en interacciones digitales. Y hay otra que es liviana, estética, efímera: la que necesita mostrarse para existir, para constituirse como tal.

Reflexión sobre las motivaciones detrás
Reflexión sobre las motivaciones detrás de la solidaridad exhibida - (Imagen Ilustrativa Infobae)

El problema de fondo es que la exposición constante puede trivializar el gesto. En lugar de construir una ética del cuidado, puede instalar una estética del parecer. Ser solidario se vuelve entonces una etiqueta, una pose, un rol que se desempeña bajo los reflectores de la aprobación pública —o del Otro, para decirlo en términos lacanianos—.

Esto no es nuevo. Ya en la década del 60, la psicología social alertaba sobre los efectos de la deseabilidad social: la tendencia a actuar o responder según lo que se espera o valora culturalmente. Hoy, esa presión se ha multiplicado. No alcanza con hacer el bien: hay que hacerlo con hashtags.

Y, sin embargo, la verdadera solidaridad sigue existiendo, es discreta, muchas veces invisible, no busca likes ni retuits, ocurre en un mensaje privado, en un gesto anónimo profundo, en una transferencia que nadie publica, ni busca ser publicada, se da en ausencia de la foto que la confirme. Es la que ofrece lo que importa y duele al dar: tiempo, escucha, presencia, objetos materiales o cosas que no sobran. Y más que dar lo que se tiene, da lo que falta. Porque en esa falta compartida se construye algo profundamente humano.

Pensemos en situaciones que se dan en contextos de catástrofes naturales —inundaciones, incendios, terremotos, tornados, etc.—, la solidaridad suele emerger con una potencia conmovedora, podemos dar fe de ello. Personas anónimas que ofrecen su casa, su tiempo, su abrigo, su auto, su sangre. Gente que cocina para otros, que se organiza, que dona lo que tiene sin preguntarse si será suficiente. Son gestos que no circulan por redes, que no se fotografían, que no se convierten en tendencia, pero que están en el corazón de cada tragedia. Esa es la solidaridad plena que este artículo busca rescatar: la que no necesita ser vista para tener sentido y constituirse, la que no espera retribución simbólica, la que simplemente actúa. Sin embargo, en una sociedad atravesada por la revolución tecnológica y la hiperconectividad, lo que se ve —y se viraliza— tiende a volverse más visible que lo que transforma en silencio. En ese juego de espejos, la solidaridad que necesita mediatizarse para constituirse se impone como espectáculo dominante, desplazando muchas veces el gesto íntimo, profundo y desinteresado que no entra en escena, pero sostiene y contiene lo profundamente humano.

No se trata, por cierto, de demonizar las redes sociales ni de negar su potencial transformador. Las plataformas digitales, bien utilizadas, se han convertido en herramientas de inestimable valor para canalizar la ayuda solidaria. En contextos de urgencia o emergencia, permiten visibilizar necesidades, movilizar voluntades, coordinar esfuerzos, comunicar puntos de acopio o rutas de asistencia. Sin esa capacidad de conexión inmediata y masiva, muchas acciones solidarias no encontrarían eco ni alcance. Las redes pueden amplificar no solo los pedidos, sino también las respuestas, y eso no es menor en un mundo donde el tiempo, a menudo, puede marcar la diferencia entre la asistencia y la desprotección.

Del mismo modo, no se trata de poner bajo sospecha cada acto solidario que se difunde o se autopublica. Sería injusto y simplista. Muchos de esos gestos son profundamente genuinos, realizados desde una convicción ética sincera y con un deseo real de ayudar. Lo que este texto propone no es un juicio, sino una pausa reflexiva. Invita a que cada uno pueda preguntarse, sin culpa, pero con honestidad, cuáles son las motivaciones —conscientes o no— que nos impulsan al momento de actuar, y sobre todo al momento de mostrar. Porque en esa exploración personal, íntima, tal vez podamos descubrir hasta qué punto nuestro dar es gratuito, y cuándo comienza a estar condicionado, y motivado, por la mirada del Otro.

Tal vez el desafío contemporáneo no sea observar la solidaridad exhibida —que, si ayuda, también vale—, sino recordar que el acto verdaderamente transformador no siempre tiene público. Como ocurre con la ética, con el amor o con la fe, su potencia está en la intimidad, en la renuncia al espectáculo, en la elección de estar con el otro incluso —y especialmente— cuando nadie lo ve.

En una época de imágenes grandilocuentes pero efímeras, de gestos amplificados y emociones mediatizadas, la solidaridad más radical, la que marca el camino, es la que no necesita escenificarse para constituirse. La que es, simplemente, cuando ocurre.